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Dios, qué bonita era, pensaba mientras se arriesgaba a echarle otra mirada. Su cabello caoba enmarcaba unas facciones delicadas: ojos grandes, nariz perfecta y boca sensual. Al rato volvió a mirarla en contra de su voluntad y, para sorpresa suya, vio que ella también lo miraba.

La joven entrecerró los ojos y adoptó una expresión desafiante. Se puso derecha y se fijó en la distancia que los separaba. Joe miró a un lado y al otro para comprobar que no se había equivocado de persona. No, estaba claro que iba en dirección suya.

Se detuvo justo delante de él, le echó una mirada de arriba abajo y suspiró.

– De acuerdo, aquí estoy -le soltó-. ¿Qué se supone que va a hacer ahora conmigo?

Joe pestañeó y bajó muy despacio el cartel que tenía en la mano.

– ¿Cómo dice?

– Usted es Brennan, ¿no?

Se colocó bien la correa del bolso en el hombro antes de tenderle la mano para estrechársela. Él la tomó con vacilación, y cuando sus dedos entraron en contacto con los suyos, sintió un extraño latigazo que le subía por el brazo.

– Soy Perrie Kincaid -añadió la joven.

Él frunció el ceño; entonces sacudió la cabeza.

– ¿Usted es Perrie Kincaid? ¿Es usted una mujer?

Ella arqueó una ceja y lo miró con frialdad.

– Creo que lleva demasiado tiempo viviendo en Siberia.

– Esperaba un hombre. Perry es nombre de hombre; como Perrie Como. Y Milt me hizo creer que…

– Termina en «ie», no en «y», -respondió ella-. Y usted tampoco es exactamente lo que yo esperaba.

Él torció la boca divertido. Caramba, ella tenía una lengua viperina.

– ¿Y qué esperaba?

– Bueno, siendo una feminista de mente abierta, debería haber esperado a una Josephine Brennan. Pero si debo decirle la verdad, esperaba un tipo tripudo con cebos colgando del sombrero y un cigarrillo en la boca.

– Siento decepcionarla, señorita Kincaid.

– Llámeme Perrie. O Kincaid. Puede dejar lo de señorita. Suena como si fuera una maldita chica de sociedad -Perrie negó con la cabeza y entonces echó a andar delante de él-. Sabe, debería haber sospechado que intentaría algo de este estilo. Primero me confisca el móvil. Después me roba la cartera. No tengo una tarjeta de crédito a mi nombre, y me he quedado sin dinero en efectivo. Debería haberme olido algo sospechoso cuando se ofreció para vigilar mis bolsas mientras yo iba a por una taza de café. Y después no quiso marcharse del maldito aeropuerto hasta que mi maldito avión hubo despegado. Traté de bajarme dos veces y él estaba de pie allí bloqueando la puerta del avión. Después, lo engaña a usted para que me lleve a una población de la tundra donde todo está congelado… Donkeyfoot, o Mulesfoot, o como se llame -sonrió y dio unas palmadas en su bolso de mano-. Pero me he desquitado porque por lo menos me he traído todos mis archivos. El tiene las llaves de mi escritorio, pero yo las pruebas. No tiene nada que darle a la policía -ella se calló, lo miró a los ojos y aspiró hondo-. ¿Entonces, qué me va a costar, Brennan?

Jamás había conocido a nadie que hablara tan deprisa como esa mujer, y le llevó unos instantes darse cuenta de que había terminado.

– ¿Costar? No le entiendo.

Ella volteó los ojos con desesperación.

– Todo el mundo tiene un precio. ¿Cuál es el suyo? Yo le pagaré para que me lleve de vuelta a Seattle. Y sea cual sea el precio normal, yo se lo doblaré. No le puedo pagar por adelantado, pero en cuanto lleguemos, le pagaré en metálico. Tengo asuntos importantes allí esperándome y no puedo perder ni un minuto más en el país de los iglúes.

Milt le había advertido que Perrie Kincaid trataría de convencerlo para que la llevara de vuelta en el avión. ¡Maldita sea, lo que le hacía falta! Milt sabía exactamente cómo reaccionaría ante la idea de tener que cuidar de una reportera hiperactiva y habladora, sobre todo con la actitud que mostraba.

Se habría negado de plano. Pero como ella ya estaba allí, no se podía hacer nada.

– ¿Tiene equipaje? -le preguntó él.

Ella se tomó su pregunta por una expresión de consentimiento por su parte y sonrió de oreja a oreja.

– Sólo me llevará un minuto recogerlo. ¿Cuánto tardaremos en regresar a Seattle?

– Depende del tiempo -le contestó él mientras recogía la bolsa de mano.

Ella se retiró.

– No hace falta que me lleve la bolsa, Brennan. Puedo llevarla yo.

– Muy bien, Kincaid.

– ¿Entonces… qué? ¿Cinco horas?

– Ya lo he dicho, depende del tiempo. Viene una borrasca, y tendremos que movernos si esperamos poder tomarle la delantera.

Mientras avanzaban rápidamente por la explanada, él le echó una mirada de soslayo. A pesar de toda su belleza, Perrie Kincaid era la mujer más irritable que había conocido en su vida.

– Espero que se haya traído algo más abrigado para ponerse -comentó él.

– ¿Por qué?

Joe se encogió de hombros.

– En mi avión a veces se pasa un poco de frío.

– ¿Dónde está ese avión suyo?

– Está aparcado en el hangar al otro lado del aeropuerto. Tengo una camioneta que conduciremos hasta el avión en cuanto recojamos el equipaje. Con suerte nos darán vía libre para despegar.

– ¿Es que tenemos que pedir vía libre, Brennan? ¿No podemos despegar y punto?

– Si la torre me aconseja que me quede en tierra, me quedo en tierra. No sé usted, Kincaid, pero yo valoro mi vida… y mi avioneta.

– Sólo porque acabara recibiendo un disparo no significa que quiera morir, Brennan. Caramba, Milt se preocupa por todo. ¿Qué más le ha contado? ¿Le ha dicho que se suponía que tenía que descansar todo el día y no hacer nada? En cuanto lleve tres minutos en una cabaña del bosque, me subiré por las paredes.

Joe la miró mientras continuaban caminando, más confundido con esa mujer con cada paso que daban.

– Milt no me ha dicho que le dispararan.

Un ceño de impaciencia afeó sus bonitas facciones.

– No fue más que una pequeña herida superficial. Apenas me duele. Pero Milt cree que, si me quedo en Seattle, me va a pasar algo grave.

– Milt seguramente tiene razón.

Ella se detuvo bruscamente y gimió, tiró la bolsa al suelo y puso los brazos en jarras.

– No empiece a darme la tabarra, Brennan. Soy perfectamente capaz de cuidarme sola. No necesito ni a Milt, ni a usted ni a nadie para decirme cómo debo vivir la vida.

Joe maldijo entre dientes, agarró a la mujer del brazo y con la otra la bolsa.

– Sólo estaba dando una opinión, Kincaid -ya no le parecía «señorita Kincaid«, y Perrie le sonaba demasiado personal.

– No me interesan sus opiniones -respondió ella-. Sólo quiero volver a casa.

Aceleró el paso y se soltó de él. Él aprovechó ese momento para admirar de nuevo su trasero y el bonito balanceo de sus caderas al caminar por la explanada. Él sonrió cuando ella se detuvo y se volvió a mirarlo con impaciencia.

– ¿Cuál es el problema?

Él llegó hasta donde estaba ella.

– No sé por qué está tan deseosa de volver a casa. Milt dice que su vida corre peligro.

– Mi jefe se pone un poco melodramático.

– Eh, yo le tengo mucho respeto a Milt Freeman. Es un buen hombre. Debería alegrarse de que alguien como él cuide de usted.

A Perrie no se le ocurrió qué responder a eso; así que lo miró con obstinación y se negó a decir ni una palabra más hasta que hubo recuperado su bolsa e iban ya de camino hacia las puertas. Cuando salieron, un viento helado los abofeteó en la cara mientras la nieve se arremolinaba alrededor de sus pies.

– ¡Caramba! -exclamó ella mientras le castañeteaban los dientes-. ¿Aquí siempre hace tantísimo frío?

Joe miró el cielo de la tarde. El tiempo estaba cambiando más deprisa de lo que había esperado. Si no despegaba rápidamente, se pasaría el resto del día y seguramente la mayor parte de la tarde con Perrie Kincaid. Apretó los dientes. Al diablo con la torre. Iría le dieran vía libre o no.