—No estoy de acuerdo. Así suena forzado y… —¿Podemos volver a la frase anterior, donde hablas de la amenaza a la libertad que representa la…? Barrett observó la discusión sin placer. Toda esa crítica detallista de la fraseología de un manifiesto le parecía muy aburrida y deprimente. Eso era, esencialmente, lo que había esperado encontrar allí: un grupo de puntillosos imprácticos en un sótano ventoso, peleándose furiosamente por mínimas diferencias semánticas. ¿Eran ésos los revolucionarios que salvarían al mundo del caos? Lo dudaba mucho. En un instante la discusión se transformó en un alboroto; cinco personas hacían al mismo tiempo sugerencias a gritos para revisar el panfleto. Pleyel no hablaba; parecía apenado pero no hacía ningún esfuerzo por salvar la reunión. En la cara de Jack Bernstein había una expresión dolida y contrita. La puerta se abrió de nuevo y entró por ella un hombre de menos de treinta años.
—¡Ése es Hawksbill! —dijo Bernstein codeando a Barrett.
El famoso matemático era un hombre del montón. Regordete, desaliñado y mal afeitado. Llevaba unas gafas de cristal grueso y un voluminoso suéter azul, pero no corbata; el pelo castaño rizado le empezaba a ralear en la coronilla, pero a pesar de eso tenía el aspecto de un estudiante de segundo curso. El hombre, sin duda, era más importante de lo que aparentaba, pensó Barrett. El año anterior los periódicos no se habían cansado de mostrar las hazañas de Hawksbill, momentáneo héroe científico que había causado sensación en aquel congreso científico de Zúrich o Basilea al leer el texto de su ponencia sobre las ecuaciones relacionadas con el tiempo. Los periódicos habían comparado la obra de Edmond Hawksbill a los veinticinco años con la obra de Albert Einstein a los veintiséis, y no desfavorablemente. Y allí estaba, miembro de esa sórdida célula revolucionaria. Toda su brillantez era interna. Un hombre con esos ojitos de cerdo ¿cómo podía ser un genio?
Hawksbill puso en el suelo el maletín y dijo sin preámbulo:
—Metí los vectores de distribución en el ordenador de la Universidad de Nueva York sin que nadie se diera cuenta. El resultado es la desintegración de ambos partidos políticos, una elección presidencial no concluyente y la formación de un sistema político totalmente diferente y no representativo. —¿Cuándo? —preguntó Pleyel…
—A los tres meses de las elecciones, con un margen de error de catorce días —dijo Hawksbill. La voz que salía de aquel cuerpo bajo y fornido carecía por completo de resonancia y de inflexión; era una pálida corriente de sonido fláccido—. Es probable que las persecuciones empiecen en febrero, cuando la nueva administración intente reprimir a los disidentes con el argumento de restablecer el orden.
—¡Muéstranos los parámetros! —dijo el hombre que había estado leyendo el borrador del manifiesto en la hoja de papel amarillo—. Quiero que nos expongas todo paso a paso, Hawksbill.
—Seguramente no es necesario. Si nosotros… —dijo Pleyel.
—No, lo voy a explicar —dijo el matemático, sin inmutarse. Empezó a sacar papeles del maletín—. Punto uno. La elección en 1972 del presidente Delafield, del nuevo Partido Conservador Americano, que lleva a cambios fundamentales en el papel económico del gobierno y conduce al boom de 1973. Punto dos, el Pánico de 1976, que marca el comienzo de la Depresión Permanente. El punto tres es la victoria del Partido Liberal Nacional en 1976, cuando los Conservadores Americanos sólo ganaron en dos estados. Ahora, si relacionamos las elecciones de 1980 con sus corrientes perturbadoras extremadamente sutiles…
—Sabemos todo eso —dijo una voz aburrida. Hawksbill se encogió de hombros. —Tomando bloques análogos de votantes es posible demostrar matemáticamente que ninguno de los grandes partidos tiene posibilidades de conseguir la mayoría en noviembre, lo cual obligará a la Cámara de Representantes a hacer esa elección, pero como consecuencia de la situación generada por las elecciones parlamentarias de 1982, incluso por ese método resultará imposible elegir presidente. Con lo cual…
—El país será un caos. —Exacto —dijo Hawksbill.
Barrett notó que el comentario había salido de un punto cercano a su codo izquierdo. Miró hacia abajo y vio a Janet. Absorto en la cantinela de Hawksbill, ni siquiera se había dado cuenta de la presencia de ella en la habitación, pero allí estaba, á su lado; muy cerca, en realidad. Jack Bernstein parecía molesto, a juzgar por su mirada.
—Lo que están diciendo ¿no te parece aterrador? —comentó la muchacha.
Barrett comprendió que le hablaba a él. , —Sabía que las cosas estaban mal —dijo con voz tensa—, pero no creía que tanto. Si llega a suceder todo eso…
—Sucederá. Si el ordenador de Ed Hawksbill dice que va a suceder, sucederá. La llamamos la Segunda Revolución Americana. Norm Pleyel está en contacto con hombres importantes de todo el país, tratando de encabezarla.
A Barrett aquello le parecía irreal. Sabía, por supuesto, que había huelgas, marchas de protesta, sabotajes. Sabía que millones de personas se habían quedado sin trabajo, que habían devaluado el dólar cuatro veces desde 1976, que los países comunistas seguían presionando aunque su economía no estuviera tampoco en buena forma. Y que la estructura política de la nación era un lío, con los viejos partidos extintos y los nuevos fragmentados en bloques minoritarios. Pero tanto él como todas fas personas que conocía tenían la sensación de que aquello se arreglaría después de un tiempo. La gente del sótano parecía adoptar una posición deliberadamente pesimista. ¿Una revolución? ¿El fin de la constitución vigente?
Janet le ofreció un cigarrillo. Barrett lo aceptó, dándole las gracias con un movimiento de cabeza. Se sentaron juntos en el banco. El muslo caliente de la muchacha se apretaba contra el suyo. Jack estaba al otro lado de Janet, y cada vez parecía más molesto. Barrett se sorprendió pensando que esa chica no tendría tan mal aspecto si perdiera diez kilos, si se comprara un sujetador decente, si se lavara la cara más a menudo, si se pusiera algo de maquillaje… Y entonces su fácil aceptación lo hizo sonreír. A primera vista le había parecido una cerda, pero ya había empezado a cambiar de opinión.
Sentado tranquilamente en un rincón de la habitación, trató de seguir lo que pasaba en la reunión. El punto central era Hawksbill y los que lo interrumpían. Pleyel, el supuesto líder del grupo, se mantenía al margen. Pero Barrett notaba que cuando la conversación se descarriaba demasiado, Pleyel intervenía y ponía las cosas en su lugar. El hombre dominaba el arte de conducir sin dar la sensación de que conducía, y eso impresionó a Barrett.
Pero todo lo demás no le impresionó nada. Todos parecían muy seguros de que el país iba mal, y concordaban en que Había Que Hacer Algo. Pero más allá de ese punto todo era bruma y caos. Ni siquiera podían ponerse de acuerdo para el texto de un manifiesto que distribuirían delante de la Casa Blanca, y para qué hablar del programa para rescatar la constitución. Esas personas parecían tan fragmentadas como el club de ajedrez de un colegio secundario, y tan capaces de ejercer la fuerza política. ¿Bernstein esperaría que tomase en serio a ese grupo? ¿Qué meta tenía? ¿Qué métodos? Él sería ingenuo en el plano político, pero al menos podía formarse un juicio acerca de ese comité de fervorosos , revolucionarios y verles las deficiencias.
La monótona conversación se prolongó casi dos horas más.
A veces se volvía apasionada, pero sobre todo era aburrida, pura dialéctica y teoría hueca. Barrett veía que quien hablaba más y más fuerte era Jack Bernstein, seguramente el más joven del grupo, soltando cascadas de pirotecnia verbal. Allí Jack parecía estar en su elemento. Pero las palabras tenían muy poca sustancia. Barrett percibía sobre todo la evidente entrega de Pleyel a la causa, la evidente agudeza mental de Hawksbill y el evidente amor a la retórica fogosa de Jack, pero estaba convencido de que había perdido el tiempo asistiendo a esa reunión.