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Hacia las once, Janet dijo: —¿Dónde vives?

—En Brooklyn. ¿Sabes dónde queda el Prospect Park?

—Yo soy del Bronx. ¿Trabajas? —No, estudio.

—Ah. Sí. Claro. Eres compañero de clase de Jack. —Ja net parecía estar estudiándolo—. ¿Eso significa que tenéis la misma edad?

—Sí, dieciséis.

—Pareces mucho mayor, Jim.

—No eres la primera que lo dice.

—Quizá podríamos vernos en algún momento —dijo ella—. Es decir, sin intenciones revolucionarias. Me gustaría conocerte mejor.

—Por supuesto —dijo Barrett—. Buena idea.

De repente, Barrett se encontró preparando una cita. Se justificó diciéndose que eso era lo que correspondía: hacer que una chica tan gorda y fea se ilusionase alguna vez en la vida. Sin duda resultaría fácil. Entonces no se daba cuenta de que al organizar esa salida con Janet estaba destrozando a Jack Bernstein, pero más tarde, cuando lo pensó, llegó a la conclusión de que no había hecho nada malo. Jack le había dado la lata intentando convencerlo de que fuera a ese lugar, prometiéndole que conocería chicas, ¿y acaso tenía él la culpa de que la promesa se hubiera cumplido?

Esa noche, mientras volvían en metro a Brooklyn, Jack estaba tenso y triste.

—Fue una reunión aburrida —dijo—. No siempre salen así.

—Me imagino.

—A veces algunos se dejan dominar por la dialéctica. Pero la causa es buena.

—Sí —dijo Barrett—. Supongo que sí.

Entonces no tenía pensado asistir a otra reunión. Pero se equivocaba, como le ocurriría tantas veces en aquellos años. Barrett no sabía que la pauta de su vida adulta había quedado fijada en aquel sótano ventoso, ni que se había comprometido de manera ineludible, ni que había iniciado una relación amorosa duradera, ni que esa noche había encontrado su Némesis. Tampoco imaginaba que acababa de transformar a un amigo en un enemigo salvaje y vengativo que un día lo arrojaría a un extraño destino.

5

La noche del día en que llegó Lew Hahn, como todas las noches, los hombres de la Estación Hawksbill se reunieron en el edificio principal para la cena y el esparcimiento. No era obligatorio —poco lo era en aquel lugar—, y algunos hombres preferían por lo general comer solos. Pero esa noche casi todos los que estaban en pleno uso de sus facultades mentales asistieron, porque era una de las raras ocasiones en que tenían a mano a un recién llegado, al que se le podrían hacer preguntas acerca de los acontecimientos de Arriba, en el mundo de la humanidad.

Hahn parecía incómodo con esa fama repentina. Daba la sensación de que era sobre todo un hombre tímido, poco dispuesto a aceptar tanta atención. Allí estaba, sentado en el centro del grupo de desterrados, mientras hombres que le llevaban veinte y treinta años lo bombardeaban con preguntas. Era evidente que no disfrutaba de la sesión.

Sentado a un lado, Barrett participaba poco de la conversación. Su curiosidad acerca de los cambios ideológicos en el mundo de Arriba había disminuido hacía mucho tiempo. Era para él un esfuerzo recordar que alguna vez le habían preocupado furiosamente conceptos tales como el sindicalismo y la dictadura del proletariado y el sueldo anual garantizado. Cuando tenía dieciséis años, y Jack Bernstein lo arrastraba a reuniones clandestinas, ni siquiera pensaba en esas cosas. Pero el virus de la revolución lo había infectado, y a los veintiséis años, y más aún a los treinta y seis, se había involucrado tanto en asuntos candentes que estaba dispuesto a ir por ellos a la cárcel o al exilio. Ahora había dado un giro completo, volviendo a la apatía política de la adolescencia.

Eso no significaba que hubieran dejado de preocuparle los sufrimientos de la humanidad: sólo participaba menos en los problemas políticos del siglo xxi. Después de dos décadas en la Estación Hawksbill, Arriba se había vuelto un sitio desdibujado y brumoso para Jim Barrett, que centraba sus energías en las crisis y los desafíos de lo que había llegado a considerar «su propio» tiempo: finales del período cámbrico.

Así que escuchaba, pero atendiendo más a lo que la conversación revelaba sobre Lew Hahn que acerca de los actuales acontecimientos de Arriba. Y lo que revelaba sobre Lew Hahn era que había un afán de no revelar nada.

Hahn no decía demasiadas cosas. Contestaba con evasivas.

—¿Hay algún signo de debilitamiento del falso conservadurismo? —quiso saber Charley Norton—. Me refiero a que durante treinta años han estado prometiendo el fin del gobierno fuerte, y cada vez se fortalece más. ¿Cuándo empezará el proceso de desmántelamiento?

Hahn se movió incómodo en la silla.

—Lo siguen prometiendo. En cuanto las condiciones se estabilicen…

—¿Cuándo ocurrirá eso?

—No lo sé. Supongo que lo dicen por decir algo. —¿Qué pasa con la comuna marciana? —preguntó Sid Hutchett—. ¿Han estado infiltrando agentes en la Tierra?

—La verdad es que no lo sé —murmuró Hahn—. No tenemos muchas noticias de Marte.

—¿Qué me puedes contar del Producto Global Bruto? —quiso saber Mel Rudiger—. Me interesa la curva. ¿Sigue en el mismo nivel o ha empezado a bajar?

Hahn se tocó pensativo una oreja.

—Creo que empieza lentamente a descender. Sí, a descender.

—Pero ¿en qué cifra está el índice? —preguntó Rudiger—. El último dato que tuvimos, para el año 2025, era que estaba en 909. Pero en cuatro años…

—Ahora podría andar por 875 —dijo Hahn—. No estoy muy seguro.

A Barrett le pareció un poco raro que un economista hablara de manera tan imprecisa sobre las estadísticas económicas básicas. Claro que no sabía cuánto tiempo había estado preso Hahn antes de que le aplicaran el Martillo. Quizá lo que ocurría era que sencillamente no estaba al día con los números. Barrett guardó silencio.

Charley Norton le apuntó con un índice pequeño y grueso y dijo:

—Háblame de los derechos legales básicos de los ciudadanos hoy en día. ¿Rige de nuevo el hábeas corpus? ¿Y la orden de registro? ¿Qué pasa con la acumulación de pruebas sin conocimiento del acusado?

Hahn no supo responder.

Rudiger le preguntó sobre el impacto del control climático: si el gobierno supuestamente conservador de libertadores, dedicado a mantener los derechos de los gobernados contra los abusos de los gobernantes, seguía imponiendo el clima programado a los ciudadanos.

Hahn no estaba seguro.

Hahn no pudo dar demasiados detalles sobre las funciones de la judicatura, ni si había recuperado algo del poder que le habían quitado con el Acta Habilitante de 2018. No tenía nada que comentar sobre el difícil tema del control demográfico. No tenía mucho que decir sobre los tipos impositivos. De hecho, su actuación fue notable por la falta de información concreta.

Charley Norton se acercó al callado Barrett. —No dice absolutamente nada que valga la pena —refunfuñó—. El primer hombre que recibimos en seis meses, y es una almeja. Está poniendo una cortina de humo. No sé si es que sabe y no cuenta o si sencillamente no sabe.

—A lo mejor no es muy brillante —sugirió Barrett. —Entonces ¿qué hizo para que lo enviaran aquí? Debe de haber estado muy comprometido en algo. Pero no se le nota, Jim. Es un chico inteligente, pero no parece relacionado con nada de lo que nos interesaba a nosotros.

Doc Quesada propuso una idea.

—Supongamos que este chico no es un político. Supongamos que ahora mandan aquí un tipo diferente de prisioneros. Por ejemplo, a los que matan con hachas. Un chico callado que con toda tranquilidad sacó un láser y descuartizó a dieciséis personas un domingo por la mañana. Por supuesto, no le interesa la política.