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—Y se hace pasar por economista —dijo Nortonporque no quiere que sepamos el motivo de su envío a la Estación.

Barrett dijo que no con la cabeza.

—Lo dudo. Creo que no cuenta cosas porque es tímido o porque se siente incómodo. Recuerda que es la primera noche que pasa en este sitio. Acaban de echarlo de su mundo, al que nunca podrá volver, y eso duele. Quizá dejó allá a una mujer y a un hijo. Esta noche quizá no tenga el menor interés en estar ahí sentado entre todos esos personajes, hablando de abstracciones filosóficas; lo más probable es que quiera irse a llorar solo. Yo digo que tendríamos que dejarlo en paz. Hablará cuando tenga ganas.

Quesada parecía convencido. Después de un rato, Norton arrugó la frente y dijo:

—Muy bien. Quizá tengas razón.

Barrett no dijo a nadie más lo que pensaba de Hahn. Dejó que lo siguieran interrogando hasta que la reunión perdió interés porque el nuevo resultaba un sujeto poco satisfactorio. Los hombres empezaron a marcharse. Un par de ellos fueron a la habitación trasera a convertir las vagas generalidades y los comentarios evasivos de Hahn en el artículo principal de las siguientes ediciones manuscritas del Times de la Estación Hawksbilclass="underline" Rudiger se subió a una mesa y gritó que salía de pesca esa noche, y cuatro hombres se adelantaron para acompañarlo. Charley Norton buscó a su habitual compañero de discusiones, el nihilista Ken Belardi, y reabrió, cómo una herida purulenta, su debate sobre las relativas ventajas y desventajas de la planificación y el liberalismo económico, debate que a esas alturas los aburría a más no poder, pero que no podían terminar. Empezaron las partidas nocturnas de ajedrez estocástico. Los solitarios que esa noche habían interrumpido sus rutinas con la visita al edificio principal, nada más que para ver al nuevo y oír sus novedades, volvieron a sus chozas a hacer lo que hacían en ellas solos, cada noche.

Hahn se quedó a un lado, inquieto e inseguro. Barrett se le acercó y ensayó una rápida e incómoda sonrisa.

—No querías que te hicieran preguntas esta noche, ¿verdad? —dijo.

Hahn parecía triste.

—Siento no haber sido más informativo. Lo que ocurre es que he estado un tiempo fuera de circulación.

—Por supuesto. Lo entiendo.

—Barrett también había estado fuera de circulación durante bastante tiempo antes de que decidieran enviarlo a la Estación Hawksbilclass="underline" Dieciséis meses en una cámara de interrogatorios, y sólo una visita durante esos dieciséis meses. Jack Bernstein había ido a verlo con bastante frecuencia. El bueno de Jack. Después de más de veinte años, Barrett no había olvidado ni una sílaba de aquellas conversaciones. El bueno de Jack. O Jacob, como prefería que lo llamaran entonces. Barrett dijo—: Tú eras políticamente activo, ¿o me equivoco?

—Sí, claro —dijo Hahn—. Por supuesto. —Se pasó la lengua poros labios—. ¿Qué se supone que va a ocurrir ahora?

—Nada en particular. Aquí no tenemos actividades organizadas. Cada hombre hace lo que quiere: la comunidad anarquista perfecta. En teoría.

—¿La teoría se cumple?

—No muy bien —admitió Barrett—. Pero tratamos de hacer como si funcionara, e igual nos apoyamos mutuamente cuando es necesario. Doc Quesada y yo vamos ahora a visitar a los enfermos. ¿Te interesaría acompañarnos?

—¿En qué consiste esa visita? —preguntó Hahn. —En ver a los casos peores. En ayudar y consolar sobre todo las causas perdidas. Puede ser deprimente, pero tendrás enseguida una visión panorámica de la Estación Hawksbill. Pero si prefieres, puedes… —Me gustaría ir.

—Muy bien.

Barrett llamó por señas a Quesada, que vino desde el otro lado de la habitación. Los tres salieron juntos del edificio. Era una noche templada y húmeda. A lo lejos, sobre el Atlántico, resonaban los truenos, y el océano oscuro golpeaba contra la obstinada cadena rocosa que lo separaba de las aguas del Mar Interior.

La visita a los enfermos era para Barrett un ritual nocturno, a pesar de las dificultades que le creaba desde que se había lastimado el pie. Hacía años que no faltaba a la cita. Antes de acostarse recorría la Estación visitando a los locos y a los psicópatas y a los catatónicos, arropándolos, deseándoles que durmieran bien y que despertaran con la mente curada. Alguien tenía que mostrarles que se preocupaba por ellos. Y ese alguien era Barrett.

Afuera, Hahn miró la luna. Esa noche casi estaba llena, y brillaba como una moneda bruñida, con la cara de un color salmón pálido y casi sin marcas.

—Aquí se la ve diferente —dijo Hahn—. Los cráteres… ¿Dónde están los cráteres?

—La mayoría todavía no se han formado —le explicó Barrett—. Mil millones de años es mucho tiempo hasta para la luna. La mayoría de los levantamientos geológicos quedan todavía en el futuro. También creemos que puede tener todavía una atmósfera. Por eso la vemos rosada. Y si tiene atmósfera, vaporiza la mayoría de los meteoros que chocan contra ella, así que no se abren muchos cráteres. Por supuesto, los de Arriba no se han preocupado de mandarnos muchos elementos para hacer observaciones astronómicas. Sólo nos queda hacer suposiciones.

Hahn empezó a decir algo. Se interrumpió después de la primera sílaba.

—No te contengas —dijo Quesada—. ¿Qué ibas a sugerir?

Hahn soltó un bufido, como burlándose de sí mismo.

—Que fueran allí a averiguarlo. Me resultó extraño que se pasaran todos esos años especulando si la luna tiene o no tiene atmósfera en vez de ir allí a mirar. Pero me olvidé.

—Qué útil sería que la gente de Arriba nos mandara una nave —reconoció Barrett—. Pero no se les ha ocurrido. Sólo nos queda mirar y adivinar. Supongo que la luna es un sitio popular en 2029.

—Es el centro turístico más grande del sistema. —Empezaban a crearlo cuando vine aquí —dijo Barrett—. Sólo funcionarios. Un campamento de descanso para los burócratas metidos en el complejo militar que había allí.

—Lo abrieron para una elite no gubernamental antes de mi proceso —dijo Quesada—. Eso fue en 2017 o en el 2018.

—Ahora es un centro turístico comercial —dijo Hahn—. Pasé allí la luna de miel. Leah y yo… Calló de nuevo.

—Ésta es la choza de Bruce Valdosto —se apresuró a decir Barrett—. Val es un viejo revolucionario que más o menos creció conmigo. Estuvo más tiempo que yo en la clandestinidad. No lo enviaron aquí hasta 2022. —Barrett continuó hablando mientras abría la puerta—: Se derrumbó hace unas semanas, y está mal. Cuando entremos, Hahn, quédate detrás para que no te vea. Podría ser violento con un extraño. Val es imprevisible.

Valdosto era un hombre fornido de casi cincuenta años, con piel morena, pelo negro rizado y los hombros más anchos que jamás había tenido un hombre. Sentado parecía aún más corpulento que Jim Barrett, lo que era mucho decir. Pero Valdosto tenía piernas cortas, las piernas de un hombre de estatura normal clavadas en el tronco de un gigante, lo que estropeaba del todo el efecto cuando se levantaba. Mientras vivía Arriba, a Valdosto le podrían haber puesto un par diferente de piernas. Pero en aquellos años se había negado por completo a que le colocaran prótesis. Quería sus propias piernas, aunque fueran nudosas y desproporcionadas. Creía que había que convivir con las deformidades y adaptarse a ellas.

En ese momento estaba amarrado a un catre de gomaespuma. Tenía la frente abultada moteada con gotas de sudor, y sus ojos relucían como mica en la oscuridad. Valdosto era un hombre muy enfermo. Una vez había tenido lucidez suficiente como para arrojar una bomba de aguanieve en una reunión del consejo de síndicos, lo que les produjo un grave envenenamiento gamma, pero ahora casi no podía distinguir el arriba del abajo, la derecha de la izquierda. A Barrett le impresionaba ver el deterioro de Valdosto. Hacía más de treinta años que lo conocía, y esperaba que esa imagen de Valdosto no prefigurara su propia decadencia.