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—Muy bien, adelante. Termina. Bernstein aspiró hondo.

—Este país es en esencia conservador —dijo—. Siempre lo ha sido. Siempre lo será. La Revolución de 1776 fue una revolución conservadora en defensa de los derechos de propiedad. En los doscientos años siguientes no hubo aquí cambios fundamentales en la estructura política. Francia tuvo una revolución y seis, siete constituciones, Rusia tuvo una revolución, Alemania e Italia y Austria se convirtieron en países totalmente diferentes, y hasta Inglaterra cambió calladamente toda su organización, pero Estados Unidos no se movió. Sí, ya sé que hubo cambios en la ley electoral, pequeños retoques, y que se amplió el derecho de voto a las mujeres y a los negros, y que gradualmente se aumentaron los poderes del presidente, pero todo eso estaba dentro del marco original. Y en las escuelas se enseñó a los niños que en ese marco había algo sagrado. Era un factor de estabilidad incorporado: los ciudadanos querían que el sistema no cambiase porque siempre había sido así, etcétera, etcétera, en un eterno círculo. Esta nación no podía cambiar porque no tenía capacidad para cambiar. Se le había enseñado a odiar el cambio. Por eso los presidentes en ejercicio eran siempre reelectos a menos que fueran un verdadero desastre. Por eso la constitución fue enmendada quizá sólo veinte veces en dos siglos. Por eso cada vez que aparecía un hombre que quería cambiar las cosas en serio, como Henry Wallace, como Goldwater, era aniquilado por la estructura del poder. ¿Alguien estudió la elección de Goldwater? Supuestamente era un conservador, ¿no es así? Pero perdió, ¿y quien lo combatió con verdadera dureza sino los conservadores, que sabían que era un radical y temían la llegada de un radical al poder?

Jack, me parece que exageras la…

—Maldita sea, déjame terminar. —Bernstein tenía la cara roja. El sudor le corría por las mejillas demacradas—. Fue un país condicionado desde el nacimiento para evitar cambios fundamentales. Pero finalmente un gobierno se comprometió demasiado y perdió el control, y se metieron en él los radicales y cambiaron tanto las cosas que todo se desmoronó y sufrimos la crisis constitucional de 1982–1984, y después el golpe sindicalista. El golpe fue tan traumático que millones de personas todavía no se han recuperado. Abren los periódicos y ven que ya no hay presidente, sino algo llamado canciller, y en vez del Congreso aprobando leyes hay un Consejo de Síndicos, y se preguntan qué son esos extraños nombres, en qué país estamos; no puede ser en el viejo Estados Unidos de Norteamérica, ¿verdad? Pero sí. Y se sienten tan aturdidos que enferman más y creen que son erizos. Muy bien. Muy bien. Pero la discontinuidad se ha producido. El viejo sistema ha sido reemplazado por algo nuevo. Los niños siguen naciendo. Las escuelas están abiertas y los maestros enseñan lo que es el sindicalismo, porque saben muy bien que tienen que enseñar eso si quieren conservar el empleo. Hoy los alumnos de quinto grado piensan que los presidentes son dictadores peligrosos. Sonríen ante los enormes tridims del canciller Arnold todas las mañanas. Los de tercer grado ni siquiera saben qué eran los presidentes. Dentro de diez años, esos niños serán adultos. Dentro de veinte dirigirán la sociedad. Tendrán, como siempre han tenido los adultos norteamericanos, un gran interés en el statu quo, y para ellos el statu quo serán los sindicalistas. ¿No lo veis? ¿No lo veis? ¡Si no nos apropiamos de los niños que están creciendo, perderemos! Los sindicalistas se apropian de ellos, los educan para que piensen que el sindicalismo es verdadero y bueno y hermoso, y cuanto más dure eso, más durará. Es algo que se autoperpetúa. Aquel que quiera volver a la vieja constitución, o que quiera enmendar la nueva, pasará por un radical peligroso, y los sindicalistas serán los chicos agradables, seguros, conservadores que siempre hemos tenido y que siempre queremos. Al llegar a ese punto, todo se habrá acabado para siempre. —Bernstein hizo una pausa—. Quiero beber algo. ¡Rápido!

La voz suave de Pleyel se oyó por encima del fuerte alboroto.

—Muy buen razonamiento, Jack. Pero me gustaría oír alguna sugerencia tuya, algún plan de la acción positiva.

—Tengo muchas sugerencias —dijo Bernstein—. Y todas empiezan por descartar la estructura contrarrevolucionaria que hemos montado. Usamos métodos apropiados para 1917, o quizá para 1848, y los sindicalistas usan métodos de 1987 y nos están matando. Nosotros seguimos entregando volantes y pidiendo que la gente firme peticiones. Y ellos tienen los canales de televisión, toda la maldita red de comunicaciones convertida en una enorme cadena de propaganda… Y las escuelas. —Levantó una mano y se puso a contar programas con los dedos—. Uno. Encontrar los medios electrónicos para entrar en los canales informáticos y otros medios para interferir en la propaganda del gobierno. Dos. Meter nuestra propia propaganda cuando sea posible, no en forma impresa sino en los medios. Tres. Organizar un cuadro de niños inteligentes de diez años para sembrar el descontento en quinto grado. ¡Y basta de risitas! Cuatro. Un programa de asesinatos elegidos para quitar…

—¡Un momento! —dijo Barrett—. Nada de asesinatos.

Jim tiene razón —dijo Pleyel—. El asesinato no es un método válido de discurso político. Además, es inútil y contraproducente, porque lleva al primer plano a líderes nuevos y más hambrientos, y convierte a los villanos en mártires.

—Allá tú. Me pediste sugerencias. Mata a diez síndicos y estaremos mucho más cerca de la libertad, pero como quieras. Cinco. Formula un plan coherente y esquemático para la toma del gobierno, por lo menos tan bien definido y organizado como el que usó la pandilla sindicalista en 1984–1985. Es decir, averigua cuántos hombres hacen falta en los puntos clave, qué clase de trabajo habría que hacer para apoderarse de los medios de comunicación, cómo podemos inmovilizar a las autoridades existentes, cómo podemos inducir deserciones estratégicas en el estado mayor de las fuerzas armadas. Los sindicalistas usaron para eso ordenadores. Lo menos que podemos hacer es imitarlos. ¿Dónde está nuestro plan maestro? Supongamos que el canciller Arnold renuncia mañana y dice que entrega el país al movimiento clandestino. ¿Seríamos capaces de formar un gobierno o terminaríamos como un montón de células fragmentadas que sólo saben soltar-teorías caducas?

—Hay un plan maestro, Jack —dijo Pleyel—. Estoy en contacto con muchos grupos.

—¿Un plan programado con ordenadores? —insistió Bernstein.

Pleyel levantó las largas manos de manera elocuente. Prefería no responder.

—Así tendría que ser —dijo Bernstein—. Contamos en nuestro grupo con un hombre que es el genio matemático más grande desde Descartes. Hawksbill tendría que estar preparando todo eso. Pero ¿dónde demonios se ha metido?

—No viene mucho por aquí últimamente —dijo Barrett.

—Ya lo sé. Pero ¿por qué?

—Está ocupado, Jack. Tratando de construir una máquina del tiempo o algo por el estilo.

Bernstein se quedó boquiabierto. De su garganta brotó un chorro de risa áspera y amarga.

—¿Una máquina del tiempo? ¿Quieres decir una cosa de verdad para viajar de manera literal por el tiempo?

—Creo que es eso lo que dijo —musitó Barrett=. No lo dijo exactamente con esas palabras. No soy matemático y no pude entender mucho de lo que decía, pero…

—Eso es lo que tú consideras un genio. —Bernstein hizo crujir los nudillos con furia—. Una dictadura en el poder, la policía secreta que detiene a gente todos los días, la situación que empeora todo el tiempo y él ahí sentado inventando máquinas del tiempo. ¿Dónde tiene el sentido común? Si quiere ser inventor, ¿por qué no inventa algo para echar al gobierno?

—Quizá esa máquina nos sirva para algo —dijo Pleyel con voz suave. Si pudiéramos, por ejemplo, retroceder en el tiempo hasta 1980 o 1982, y tomar las medidas correctivas necesarias para impedir las causas de la crisis constitucional…