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La estrella de la pesca era un cefalópodo de unos cuatro metros de largo, un tubo rígido, verdoso y cónico, del que colgaban unos débiles tentáculos anaranjados, como de calamar, que latían de manera espasmódica. Ahí había abundante carne, pensó Barrett. Gomosa pero buena; si uno se acostumbraba. Alrededor del cefalópodo había expuestos docenas de trilobites que variaban desde los tres centímetros de largo —especiales para cócteles— hasta un metro, con dermatoesqueletos barrocos y complejos. Rudiger pescaba buscando tanto alimento como conocimientos; esos trilobites eran sin duda descartes, representantes de especies que él ya había estudiado, o no los habría dejado allí para que los metiesen en los depósitos de alimentos. Tenía la choza repleta hasta el techo de trilobites, ordenados y clasificados por género y especie. Reunirlos y analizarlos y escribir sobre ellos ayudaba a Rudiger a conservar la cordura, y a nadie en aquel sitio le molestaba ese pasatiempo.

Cerca de la pila de trilobites había algunos grupos de braquiópodos articulados parecidos a veneras torcidas, y un montón de caracoles. Las aguas tibias y poco profundas de la plataforma costera, en llamativo contraste con la tierra yerma, estaban llenas de vida invertebrada. Rudiger también había traído un montículo de algas negras brillantes para las ensaladas. Barrett esperaba que alguien juntara todo aquello y lo llevara al refrigerador de la Estación antes de que se estropease. Allí las bacterias de la descomposición actuaban mucho más despacio que Arriba, pero en unas pocas horas deteriorarían lo que había pescado Rudiger. Barrett renqueó hasta la cocina, donde encontró a tres hombres trabajando. Los hombres lo saludaron con un respetuoso movimiento de cabeza.

—Hay comida delante de la puerta —dijo Barrett—. Rudiger volvió, y descargó todo allí afuera. —Podría habérselo dicho a alguien, ¿verdad? —Quizá no había nadie aquí a quien decírselo cuando llegó. ¿Lo buscarás y lo pondrás a enfriar? —Sí, Jim. Por supuesto.

Ese día Barrett planeaba reclutar a algunos hombres para la expedición anual al Mar Interior. Tradicionalmente, era una caminata que él siempre había dirigido, pero la herida del pie le impedía siquiera pensar en hacer el viaje ese año. Quizá no podría volver a hacerlo nunca más.

Todos los años, más o menos una docena de hombres sanos salían en una amplia expedición de reconocimiento. Describían un enorme arco circular serpenteando hacia el noroeste hasta llegar al Mar Interior, y después doblaban hacia el sur y volvían por la franja de tierra firme hasta la Estación. Uno de los propósitos del viaje era reunir toda la basura temporal que hubiese podido materializarse en las cercanías de la Estación durante el último año. Era imposible saber qué margen de error había existido durante las primeras tentativas de montar la Estación, y la técnica de enviar materiales al pasado de manera dispersa había resultado bastante poco precisa.

Todo el tiempo aparecían materiales nuevos. Su meta era el año –1.000.000.2005 d.C., pero no ¡llegaron hasta unas décadas más tarde. Ahora, en el año –1.000.000.2029 d…C., todavía seguían apareciendo cosas programadas para el primer año de funcionamiento de la Estación. La Estación Hawksbill necesitaba todo el equipo que podía conseguir, y Barrett no perdía ninguna oportunidad para recoger restos de envíos del futuro.

Pero había otro motivo, más sutil, para hacer esas expediciones al Mar Interior. Eran el centro del año, un ritual anual, algo donde fijar las costumbres. La expedición era el rito de primavera del lugar. Los doce hombres más fuertes, al ir a pie a las lejanas costas rocosas del tibio mar que inundaba el corazón de Norteamérica, cumplían lo que más se acercaba en la Estación Hawksbill a una función religiosa, aunque ellos, al llegar al Mar Interior, no hicieran nada más místico que pescar unos pocos trilobites y comerlos.

El viaje también significaba más para Barrett de lo que él mismo había sospechado jamás. Ahora que no podía ir, se daba cuenta. Durante años había dirigido todas las expediciones a través de aquel paisaje invariable, monótono, subiendo por cuestas resbaladizas y bajando hacia el mar, los ojos barriendo siempre el horizonte en busca de signos de . basura temporal. Guiso de trilobites cocinado en fogatas de medianoche lejos de las deprimentes chozas de la Estación Hawksbill. Un arco iris sobre el mar donde algún día estaría Ohio. El atronador crepitar de los relámpagos distantes, el olor penetrante del ozono en la nariz, la gratificante sensación del dolor muscular al final de un día de marcha. La peregrinación era para Barrett el pivote sobre el que giraba el año. Ver las aguas verdigrises del Mar Interior era como llegar a casa.

Pero el año anterior Barrett se había ido a escarbar entre los cantos rodados aflojados por la incansable acción de las olas, aventurándose en un territorio peligroso sin ningún motivo racional que pudiera recordar, y los envejecidos músculos lo habían traicionado. Muchas noches se despertaba sudando y temblando para escapar del sueño en el que revivía el desagradable momento: resbalando y deslizándose, arañando las rocas, una masa de piedra se soltó de alguna parte y le cayó angustiosamente sobre un pie, inmovilizándolo, aplastándolo.

No podía olvidar aquel ruido moliéndole los huesos.

Tampoco olvidaría la marcha de regreso sobre cientos de kilómetros de piedra lisa bajo un sol inmenso, su voluminoso cuerpo sostenido por las formas inclinadas de sus compañeros. Hasta ese momento nunca había sido un carga para nadie. «Dejadme aquí», había dicho, sin verdadera con vicción, y ellos sabían que eso era sólo una manera de disculparse por las molestias que les estaba causando. «No seas tonto», le dijeron, y siguieron llevándolo. Pero para ellos era un gran esfuerzo, y en los momentos en que el dolor le dejaba pensar con claridad se sentía culpable por crearles tantos problemas. Era tan corpulento. Si cualquiera de los otros hubiera sufrido un accidente como ése, no habría costado tanto transportarlo. Pero él era el más grande.

Barrett pensaba que iba a perder el pie. Pero Quesada le había ahorrado la amputación. El pie quedaría en su sitio, pero Barrett no podría apoyarlo en el suelo ni ponerle un peso encima, ni ahora ni nunca. Quizá sería más sencillo que le cortasen ese apéndice muerto; pero Quesada se había opuesto.

—Quién sabe —había dicho—. A lo mejor un día nos mandan todo lo necesario para hacer trasplantes. Una pierna amputada no puedo reconstruirla. Una vez que te la cortáramos, lo único que podría hacer es ponerte una prótesis, y aquí no hay ninguna prótesis.

Así que Barrett se había quedado con el pie aplastado. Pero desde el accidente ya no era el mismo. Mientras estaba tendido en la roca reluciente, junto al Mar Interior, había perdido algo más que sangre. Y ahora otra persona tendría que encargarse de dirigir la marcha anual.

¿Quién sería?, se preguntó.

Quesada era el candidato con más posibilidades. Después de Barrett era el hombre más fuerte que había en aquel lugar, en todos los sentidos que importaban. Pero Quesada no podía abandonar sus responsabilidades en la Estación. Quizá vendría muy bien tener a un médico cerca durante el viaje, pero en la Estación era de vital importancia.

Después de meditarlo, Barrett propuso a Charley Norton como jefe de la expedición. Norton era alegre y hablador y se excitaba con demasiada facilidad, pero en el fondo era un hombre sensato, capaz de inspirar respeto. Barrett agregó a Ken Belardi a la lista: alguien con quien Norton pudiera hablar durante las largas y aburridas horas de caminata. Que siguieran discutiendo; un ballet interminable de posturas fijas.

¿Rudiger? Rudiger había sido un gran apoyo durante el viaje del año pasado, después del accidente de Barrett. Él se había hecho cargo de la situación mientras los demás, al ver a su jefe herido, andaban por allí nerviosos y boquiabiertos, mirando hacia el suelo. Pero Barrett no quería dejar que Rudiger se ausentase tanto tiempo de la Estación. Para la expedición necesitaba, por supuesto, hombres capaces, pero no quería reducir la población de la base a inválidos, chiflados y psicóticos.