Así que Rudiger se quedó. Barrett puso en la lista a dos miembros de su equipo de pesca, Dave Burch y Mort Kasten. Después agregó los nombres de Sid Hutchett y Arny Jean-Claude.
Barrett pensó en incluir a Don Latimer en el grupo. Latimer estaba ahora en el límite de la cordura, pero cuando no se perdía en sus meditaciones extrasensoriales era bastante racional, y pondría empeño en la expedición. Por otra parte, Latimer era el compañero de vivienda de Lew Hahn, y Barrett quería allí a Latimer para observar a Hahn de cerca. Estuvo pensando en mandar a los dos, pero descartó la idea. Hahn era todavía alguien desconocido. Resultaba demasiado arriesgado permitirle ese año integrar la expedición al Mar Interior. Pero podría ir en el grupo del año siguiente. Sería una tontería no aprovecharse dei vigor juvenil de Hahn. Cuando aprendiera el funcionamiento de las cosas, sería un jefe ideal para años futuros.
Finalmente, Barrett había escogido a una docena de hombres. Una docena bastaría. Escribió sus nombres con tiza en la pizarra, delante del comedor, y entró a buscar a Charley Norton.
Norton estaba sentado. solo, desayunando. Barrett se sentó en el banco frente a él, y realizó la compleja serie de movimientos que constituían su manera de sentarse sin soltar la muleta.
—¿Elegiste a los hombres? —preguntó Norton. Barrett dijo que sí con la cabeza.
—La lista está ahí afuera.
—¿Yo voy?
—Eres el jefe.
Norton parecía halagado.
—Eso me suena raro, Jim. Es decir, que no seas tú el que manda…
—Este año no hago el viaje, Charley:
—Cuesta acostumbrarse. ¿Quién va?
—Hutchett. Belardi. Burch. Kasten. Jean-Claude. Y algunos más.
—¿Rudiger?
—No, Rudiger no. Tampoco Quesada, Charley: Los necesito aquí.
—Muy bien, Jim. ¿Tienes alguna instrucción especial para nosotros?
—Lo único que pido es que volváis sanos y salvos. —Barrett agarró una botella de agua y la rodeó con las enormes manos—. Quizá tendríamos que suspenderla esta vez. No tenemos a tantos hombres sanos.
A Norton se le iluminaron los ojos.
—¿Qué estás diciendo, Jim? ¿Suspender el viaje? —¿Por qué no? Sabemos lo que hay entre este sitio y el, mar: nada.
—Pero los objetos…
—Eso puede esperar. En este momento no andamos escasos de materiales.
Jim, nunca te había oído hablar de esa manera. Siempre has sido un gran defensor del viaje. El punto culminante del año, decías. Y ahora…
—No participo en éste, Charley.
Norton calló un momento, pero sus ojos no se apartaron de Barrett.
—De acuerdo —dijo entonces—, no vas. Sé cuánto debes de sufrir por eso. Pero hay aquí otros hombres. Ellos necesitan el viaje. No tienes derecho a suspenderlo sólo porque tú no puedas ir. No es una actividad inútil.
—Lo siento, Charley —dijo Barrett—. No era ésa mi intención. Claro que se hará el viaje. Estaba hablando de más, otra vez.
—Debe de ser duro para ti, Jim.
—Sí. Pero no tanto. ¿Sabes ya por qué ruta irás? —Supongo que por la del noroeste. ¿No es ésa la línea habitual de distribución de la basura para los años impares? Y después hacia el Mar Interior. Seguiremos la costa creo que unos ciento cincuenta kilómetros. Y volveremos por el camino de abajo. —Muy bien —dijo Barrett.
En el ojo de su mente vio la superficie rizada de aquel mar poco profundo que se extendía hacia la distante zona de tierra occidental. Año tras año había ido hasta la orilla de aquel mar y mirado hacia el sitio de donde algún día saldría del agua el Medio Oeste. Todos los años había soñado con un viaje por el corazón continental hasta el otro lado. Pero nunca había encontrado tiempo para organizar ese viaje. Y ahora era demasiado tarde… Demasiado tarde…
De todos modos, así nunca habríamos encontrado nada demasiado interesante, se dijo Barrett. Sólo más de lo mismo. Roca, algas, trilobites. Pero quizá hubiera valido la pena… para ver por última vez una puesta de sol en el Pacífico…
—Reuniré a los hombres después del desayuno —dijo Norton—. Saldremos rápido.
—De acuerdo. Buena suerte, Charley.
—Todo irá bien.
Barrett palmeó a Norton en la espalda, gesto que en el acto le pareció teatral y falso, y salió de allí. Le resultaba de lo más extraño saber que tendría que quedarse mientras los demás se iban de expedición. Era como el reconocimiento de que empezaba a abdicar después de gobernar aquel lugar durante tanto tiempo. Todavía era rey de la Estación Hawksbill, pero su trono estaba destartalado. Ahora era un viejo tullido que andaba renqueando de un lado para otro. Le gustara o no admitirlo, ésa era la historia. Algo que pronto tendría que aceptar.
Después del desayuno, los hombres elegidos para la expedición al Mar Interior se reunieron para seleccionar el equipo y planificar la logística de la ruta. Barrett se cuidó de no intervenir en la reunión. Ahora le tocaba a Charley Norton. Había realizado ocho o diez viajes y sabía bien lo que tenía que hacer, sin necesidad de sugerencias de la jefatura anterior. Barrett no quería interferir, ni dar la sensación de que seguía indirectamente al mando.
Pero una compulsión masoquista lo llevó a hacer una expedición por su cuenta. Si ese año no podía ir a ver las aguas de occidente, lo menos que podía hacer era visitar el Atlántico, en su propio patio trasero.
Barrett se detuvo en la enfermería. Allí apareció Hansen, uno de los camilleros: un hombre calvo y jovial de unos setenta años que había formado parte del grupo anarquista de California. La única formación que tenía Hansen era la de técnico informático. Pero había mostrado cierta habilidad para la medicina, y en ese momento era el principal ayudante de Quesada. Recibió a Barrett con su habitual sonrisa.
—¿Está Quesada? —preguntó Barrett.
—No, lo siento. Doc ha ido a hablar del viaje. Está dando algunos consejos médicos. Pero si es importante, puedo ir a buscarlo…
—No —dijo Barrett—. Sólo quería verificar con su ayuda el inventario de fármacos. No es nada urgente. ¿Te importa si echo un vistazo a los suministros?
—Lo que tú quieras.
Hansen dio un paso atrás, dejando entrar a Barrett en la sala de suministros. Habían quitado la barricada esa mañana. Como no había manera de cerrar con llave la farmacia, Barrett y Quesada habían ideado una compleja barricada que garantizaba una tonelada de ruido si alguien intentaba meterse. Cuando no quedaba nadie en la farmacia, tenían que poner la barricada. Cualquier intruso que apareciese produciría suficiente estruendo como para llamar la atención de alguien. Sólo de esa manera habían logrado protegerse de las incursiones no autorizadas de residentes deprimidos en busca de drogas. No podían permitirse el lujo de gastar fármacos preciosos e insustituibles en aspirantes a suicidas, razonaba Barrett. Si un hombre quería matarse, que se tirara al mar; eso al menos no impondría privaciones a los demás residentes de la Estación.
Barrett miró las hileras de fármacos. Como dependían de la generosidad de Arriba, eran unas, provisiones bastante desequilibradas. Ahora tenían abundancia de tranquilizantes y digestivos, y escasez de calmantes y desinfectantes. Eso hacía que Barrett se sintiese aún más culpable por lo que iba a hacer. El hombre que había impuesto las reglas sobre el robo de fármacos iba a aprovecharse ahora de su posición privilegiada y llevarse uno. Después hablaba de la moral. Pero había conocido a hombres, en su época, que habrían defraudado cosas mucho más sagradas. Y necesitaba la droga, y no quería ponerse a discutir con Quesada. Así era más sencillo. Incorrecto pero más sencillo. Esperó a que Hansen se diera la vuelta. Entonces metió una mano en la vitrina, sacó el delgado tubo gris de un sedante y lo metió rápidamente en el bolsillo.