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—Todo parece estar en orden —dijo a Hansen mientras se marchaba de la enfermería—. Dile a Quesada que pasaré por aquí más tarde para hablar con él.

Ahora usaba cada vez con más frecuencia el sedante para aliviar el dolor de las piernas. A Quesada no le gustaba. Decía, sin usar esas palabras, que la droga le estaba creando dependencia. Bueno, al demonio con Quesada. Que intentara caminar por aquellos senderos con una pierna como la suya y ya vería como empezaba a usar fármacos, se dijo Barrett. a Subiendo por la senda oriental, Barrett se detuvo pocos metros después de dejar el edificio. Se metió detrás de un montículo de piedras, se bajó los pantalones y rápidamente se inyectó una dosis de droga en cada muslo, primero en la pierna sana y después en la dañada. Eso le anestesiaría los músculos lo necesario para hacer una caminata larga sin sentir el fuego de la fatiga en las articulaciones. Sabía que pagaría por eso, ocho horas más tarde, cuando desapareciera el efecto del calmante y sintiera todo el impacto del esfuerzo, como si le clavaran un millón de puñales. Pero estaba dispuesto a aceptar el precio.

El camino al mar era largo y solitario. La Estación Hawksbill estaba encaramada en el borde oriental de los Apalaches, a casi trescientos metros por encima del nivel del mar. Durante los primeros seis años, los hombres de la Estación solían ir hasta el océano por una ruta suicida que atravesaba la escarpada cara de las rocas. Barrett había propuesto un proyecto para tallar aquella piedra. Les había llevado diez años hacerlo, pero ahora los escalones anchos y seguros bajaban hasta el Atlántico. El tallado de aquellos escalones en la roca viva había tenido ocupados a muchos hombres durante un largo tiempo, impidiéndoles pensar en los seres amados que habían quedado Arriba, ó refugiarse en la locura, tan fácil en aquel sitio. Barrett lamentaba no poder concebir proyectos parecidos para ocupar a los hombres que en ese momento no tenían nada que hacer.

Los escalones formaban una sucesión de plataformas bajas que llegaban hasta la orilla del agua. Aquella caminata era agotadora incluso para un hombre sano. Para Barrett en su estado actual era un verdadero suplicio. Tardó cerca de dos horas en descender una distancia que normalmente habría recorrido en menos de una cuarta parte de ese tiempo.

Al llegar al fondo del sendero, se desplomó exhausto en una piedra chata lamida por las olas, y soltó la muleta. Tenía los dedos de la mano izquierda acalambrados y torcidos por el esfuerzo, y todo el cuerpo bañado en sudor. .

El agua del océano parecía gris y algo aceitosa. Barrett no podía explicar la falta de color reinante en el mundo de finales del período cámbrico, con aquel cielo sombrío y aquella tierra sombría y aquel mar sombrío, pero su corazón ansiaba secretamente entrever de nuevo algo de vegetación verde. Echaba de menos la clorofila. Las zonas oscuras lamían la roca, llevando y trayendo una masa flotante de algas.

El mar se extendía hasta el infinito. Barrett no tenía la menor idea de qué porcentaje de Europa estaría sobre las aguas en esa época, si es que había empezado a asomar. En el mejor de los casos, la mayor parte del planeta estaba sumergida; allí, sólo unos pocos cientos de millones de años después de que hubieran brotado las candentes rocas de la primera tierra firme, era probable que no asomaran sobre el agua más que unas pocas franjas de territorio, repartidas aquí y allá.

¿Habrían nacido ya los Himalayas? ¿Las Montañas Rocosas? ¿Los Andes? Barrett conocía el perfil aproximado de la Norteamérica de finales del período cámbrico; pero el resto era un misterio. No era nada fácil llenar las lagunas del conocimiento si la línea de transporte con Arriba funcionaba en una sola dirección; la Estación Hawksbill tenía que conformarse con el imprevisible surtido de material de lectura que mandaban del futuro, y resultaba muy frustrante la poca información que podría proporcionar cualquier texto universitario de geología.

Mientras miraba, un enorme trilobites salió inesperadamente del agua. Tenía cola puntiaguda y medía alrededor de un metro de largo, con caparazón de un lustroso color berenjena y finas espinas amarillas en los bordes. Debajo parecía que tenía un montón de patas. El trilobites se arrastró por la orilla, donde no había arena ni playa, sólo rocas, y avanzó tierra adentro hasta alejarse tres o cuatro metros de las olas.

Que tengas suerte, pensó Barrett. Quizá seas el primero que salió a tierra firme para ver cómo era. El pionero. El precursor.

Se le ocurrió que aquel trilobites aventurero podría ser el antepasado de todas las criaturas terrestres de los eones futuros. Esa idea era un disparate biológico, y Barrett lo sabía. Pero su mente cansada evocó la imagen de una larga procesión evolutiva, con los peces y los anfibios y los reptiles y los mamíferos y el hombre saliendo en una secuencia ininterrumpida de aquella grotesca criatura blindada que se movía describiendo vacilantes círculos cerca de sus pies.

¿Y si te aplastara con un pie?, pensó.

Un movimiento rápido, un crujido de quitina, un desenfrenado pataleo…

… y toda la cadena de la vida se quebraría en el primer eslabón.

Se desharía la evolución. No aparecerían criaturas terrestres. Con la caída brutal de aquel pesado pie, todo el futuro cambiaría instantáneamente, y nunca existiría la raza humana, ni la Estación Hawksbill, ni James Edward Barrett (1968–?). En un solo instante no sólo se vengaría de quienes lo habían condenado a pasar el resto de sus días en aquel sitio yermo, sino que se libraría de la sentencia.

No hizo nada. El trilobites terminó su lento paseo por las rocas de la orilla y volvió a meterse sano y salvo en el mar.

Entonces la suave voz de Don Latimer dijo: —Te vi ahí sentado, Jim. ¿Te molesta si me quedo contigo?

Barrett se sobresaltó. Giró con rapidez. Latimer había hecho tan poco ruido al bajar que Barrett no lo había oído. Pero se recuperó y ensayó una sonrisa y le indicó a Latimer por señas que se sentara en la piedra de al lado.

—¿Pescando? —preguntó Latimer.

—Sentado aquí. Un viejo tomando el sol. —¿Hiciste todo este maldito viaje para tomar el sol? —Latimer se echó a reír—. No me tomes el pelo. Estás tratando de huir de todo, y quizá hubieras preferido que no te molestara, pero fuiste demasiado educado para echarme. Lo siento. Me iré si…

—No es cierto. Quédate aquí. Podemos conversar, Don.

—Si prefieres que te deje en paz, dímelo con franqueza.

—No prefiero que me dejes en paz —dijo Barrett—. Y de todos modos quería verte. ¿Cómo te llevas con Hahn, tu nuevo compañero de vivienda?

La alta frente de Latimer se arrugó.

—Ha sido extraño —dijo—. Ésa es una de las razones por las que quise venir a hablar contigo cuando te vi. —Se inclinó hacia adelante y miró atentamente los ojos de Barrett—. Jim, dime la verdad: ¿crees que estoy loco?

—¿Qué motivos podría tener para pensarlo? —Toda la cosa extrasensorial. Mi intento de penetrar en otra esfera de la conciencia. Sé que eres duro y escéptico con todo lo que no puedes tener en la mano y medir y apretar. Quizá pienses que toda esa cosa extrasensorial es una tontería.

Barrett se encogió de hombros.

—Si quieres que te diga la verdad, sí. No creo ni remotamente qué vayas a conducirnos a alguna parte, Don. Puedes llamarme materialista si quieres, y reconozco que no sé mucho del tema, pero a mí me parece pura magia negra, y nunca vi que la magia negra sirviera para nada. Creo que es una total pérdida de tiempo que te pases ahí horas tratando de utilizar los poderes extrasensoriales o lo que sean. Pero no, no creo que estés loco. Creo que tienes derecho a tu obsesión, y que haces algo en el fondo inútil de. manera razonablemente equilibrada. ¿Está bien?