Pero a Barrett ya se le había pasado toda la amargura. Ése era otro motivo por el que los hombres lo consideraban el líder de la Estación. Era sólido. No se quejaba No despotricaba. Se había resignado a su destino y toleraba el exilio eterno, de manera que podía ayudar a los demás a superar el difícil y desgarrador período de transición, cuando tomaban conciencia del hecho abrumador de que habían perdido para siempre el mundo conocido.
Llegó una figura trotando con torpeza bajo la lluvia: Charley Norton. El jruschevista doctrinario de inclinaciones trotskistas, un revisionista de otros tiempos. Norton era un hombre pequeño y excitable que adoptaba con frecuencia el papel de mensajero cuando había novedades en la Estación. Llegó corriendo hacia la choza de Barrett, resbalando y deslizándose por las piedras desnudas, moviendo frenéticamente los codos.
Al acercarse, Barrett le tendió una mano rolliza.
—Tranquilo, Charley. ¡Tranquilo! ¡Tómatelo con calma o te romperás la crisma!
Norton se detuvo con dificultad delante de la choza. La lluvia le había pegado el cabello ralo contra el cráneo, formando un extraño entretejido. Sus ojos tenían la intensidad fija y brillante del fanatismo, aunque quizá no fuera más que astigmatismo. Mientras trataba de recuperar el aliento se tambaleo hasta la puerta abierta, donde se sacudió como un cachorro mojado. Era evidente que había venido corriendo desde el edificio principal de la Estación, a trescientos metros de distancia. Bajo aquella lluvia había sido una carrera larga y peligrosa; la placa rocosa era muy resbaladiza.
—¿Por qué te quedas ahí en la lluvia? —preguntó Norton.
—Para mojarme —dijo Barrett entrando en la choza y mirando a Norton—. ¿Qué noticias tienes? —El Martillo está brillando. Pronto vamos a tener compañía.
—¿Cómo sabes que va a ser una remesa viva? —El Martillo brilla desde hace quince minutos. Eso significa que están tomando precauciones con lo que envían. Es evidente que nos mandan un nue—, vo prisionero. Por ahora no hay previsto ningún envío de suministros.
Barrett asintió.
—De acuerdo. Iré a ver qué pasa. Si llega uno nuevo supongo que lo pondremos con Latimer.
Norton soltó una risa áspera.
—Quizá sea un materialista. Si lo es, Latimer lo enloquecerá con todas sus tonterías místicas. Quizá lo podríamos poner con Altman.
—Y en media hora lo habría violado.
—No sé si sabes que a Altman ya no le da por eso —dijo Norton—. Ahora, en vez de buscar sustitutos de segunda, trata de crear una mujer verdadera.
—Quizá a nuestro nuevo compañero no le sobre ninguna costilla.
—Muy gracioso, Jim. —A Norton no parecía divertirle la situación. De repente sus ojos brillaron con mayor intensidad—. ¿Sabes qué me gustaría que fuera el nuevo? —preguntó—. Un conservador. Un perfecto reaccionario salido directamente de Adam Smith. ¡Eso es lo que quiero que nos envíen esos cabrones!
—¿No te conformarías con un camarada bolchevique, Charley?
—Este sitio está repleto de bolcheviques —dijo Norton—. Tenemos toda la gama, del rosa pálido al escarlata intenso. ¿Crees que no estoy cansado de ellos? Todo el día por ahí pescando trilobites y discutiendo los méritos relativos de Kerensky y Malenkov. Necesito a alguien con quien hablar, Jim. Alguien con quien pueda pelear.
—Muy bien —dijo Barrett, poniéndose la ropa de lluvia—. Veré qué puedo hacer para sacar del Martillo a alguien con quien puedas discutir. ¿Qué te parece un objetivista alborotador? —Barrett soltó una carcajada. Bajando la voz, agregó—: ¿Sabes una cosa, Charley? Quizá desde las últimas noticias que tuvimos hubo una revolución Arriba. Quizá la izquierda echó a la derecha del poder, y a partir de ahora no nos enviarán más que reaccionarios. ¿Qué te parece? Supongamos que para empezar nos mandan cincuenta o cien soldados de asalto. Tendrías material de sobra para tus debates económicos. Irían ocupando este sitio a medida que rodasen cabezas Arriba. Aumentarían hasta superarnos en número, y entonces los recién llegados podrían incluso dar un golpe y deshacerse de todos los apestosos izquierdistas enviados aquí por el viejo régimen y…
Barsett se calló. Norton lo, miraba con inexpresivo asombro, los ojos descoloridos muy abiertos, alisándose convulsivamente el cabello ralo para ocultar la angustia y la vergüenza.
Barrett comprendió que había cometido uno de los crímenes más atroces de la Estación Hawksbilclass="underline" había hablado de más. Ese arrebato no tenía ninguna justificación. Lo que hacía más embarazosa la situación era el hecho de que él mismo se hubiera permitido ese lujo. Se daba por sentado que él era el hombre fuerte del lugar, el estabilizador, el hombre de integridad y principios y cordura absolutos en quien podían apoyarse los demás cuando sentían que se descontrolaban. Y de repente era él quien había perdido el control. Mala señal. Volvió a sentir un dolor punzante en el pie muerto; quizá fuera ésa la razón.
—Vamos —dijo Barrett conteniendo la voz—. A lo mejor ya tenemos allí al nuevo.
Salieron. La lluvia estaba acabando y la tormenta se trasladaba hacia el mar. Por el este, sobre lo que un día se llamaría el, Atlántico, el cielo estaba todavía cubierto de arremolinadas volutas de niebla gris.
El tono de gris normal que presagiaba tiempo seco. Antes de ser enviado a ese lugar, Barrett había esperado encontrar un cielo prácticamente negro, porque en un pasado tan remoto tendría que haber menos partículas de polvo y la luz no se refractaría lo necesario para crear tanto color azul. Pero el cielo había resultado ser de un beige aburrido. Para eso servían las teorías. De todos modos, nunca había pretendido ser un científico.
Los dos hombres caminaron hacia el edificio principal de la Estación bajo la lluvia cada vez menos fuerte. Norton se acomodó sutilmente a la renqueante marcha de Barrett, y Barrett, blandiendo con furia la muleta, hacía lo imposible para que sus padecimientos no los obligaran a aminorar la marcha. En dos ocasiones estuvo a punto de perder pie, y las dos veces se esforzó para que Norton no se diera cuenta de ello.
La Estación Hawksbill se extendía delante de ellos. La Estación ocupaba unas doscientas hectáreas y tenía forma de medialuna. En el centro de todo se levantaba el edificio principal, una enorme cúpula donde se guardaba la mayor parte del equipo y las provisiones de los prisioneros. Flanqueándola a intervalos amplios, brotando de la lustrosa placa rocosa, como enormes y grotescos hongos verdes, se veían las burbujas plásticas de las viviendas individuales. Algunas chozas, como la de Barrett, estaban revestidas con chapas de hojalata que habían rescatado de los envíos de Arriba. Otras no tenían protección, no eran más que plástico desnudo, tal como había salido del estampador.
El número de chozas rondaba las ochenta. En ese momento había ciento cuarenta presos en la Estación Hawksbill, cantidad casi récord, que indicaba un aumento de temperatura en la escena política de Arriba. Hacía mucho tiempo que la gente de Arriba no se molestaba en enviarles materiales de construcción, así que todos los nuevos que llegaban tenían que compartir vivienda. Barrett y otros cuyo destierro había empezado antes de 2014 tenían el privilegio de ocupar viviendas privadas si así lo deseaban. Algunos hombres no querían vivir solos; Barrett, para conservar su propia autoridad, creía que estaba obligado a hacerlo.
A medida que iban llegando, los nuevos desterrados se acomodaban con los que vivían solos. Las chozas privadas eran entregadas en orden inverso de antigüedad. A esas alturas, la mayoría de los desterrados que habían llegado antes de 2015 se habían visto obligados a aceptar compañeros de habitación. Si llegaba otra docena de deportados, el grupo de 2014 tendría que empezar a compartir la vivienda. Por supuesto, los mayores iban muriendo, lo que facilitaba un poco las cosas, y había muchos hombres a los que no sólo no les importaba tener compañía en las chozas, sino que la buscaban.