El trabajo clandestino seguía a un ritmo constante en aquellos años.
Barrett sabía que esa frase, «el trabajo clandestino», era una abstracción casi vacía de contenido. ¿En qué consistía tal trabajo? En la interminable planificación de un levantamiento que se iba aplazando día a día. En llamadas telefónicas transcontinentales en una jerga que ocultaba intrigas subversivas. En la publicación subrepticia de propaganda antisindicalista. En la osada distribución de libros de historia no censurados. En la organización de mítines de protesta. Una serie infinita de pequeñas acciones que en el fondo de poco servían. Pero Barrett, en pleno arrebato de entusiasmo juvenil, estaba dispuesto a ser paciente. Algún día, se decía, encajarían todas las piezas dispersas. Algún día llegaría La Revolución.
En nombre del movimiento viajaba por todo el país. Con los sindicalistas la economía se había reactivado, y los aeropuertos eran otra vez sitios muy concurridos; Barrett llegó a conocerlos muy bien. Pasó la mayor parte del verano de 1991 en Alburquerque, Nuevo México, trabajando con un grupo de revolucionarios que en el viejo orden ~de cosas hubieran sido calificados de derechistas extremistas. A Barrett le costaba digerir buena parte de su filosofía, pero el grupo odiaba tanto a los sindicalistas como él, y compartía su amor por la Revolución de 1776 y por todo el simbolismo que la acompañaba. Ese verano estuvo varias veces a punto de ser arrestado.
En el invierno de 1991–1992 viajó todas las semanas a Oregón para coordinar un grupo en Spokane que estaba montando una oficina de propaganda para el noroeste. El viaje de dos horas se convirtió en un esfuerzo tedioso después de un tiempo, pero Barrett siguió con esa rutina, visitando diligentemente a los compañeros de Spokane los miércoles por la noche y después regresando a Nueva York. La primavera siguiente trabajó sobre todo en Nueva Orleans, y pasó ese verano en St. Louis. Pleyel continuaba moviendo los peones de un lado para otro. Su teoría era que había que estar al menos tres pasos por delante de los agentes de policía.
En realidad se producían pocos arrestos importantes. Los sindicalistas habían dejado de tomar en serio al movimiento clandestino, y de vez en cuando detenían a un líder sólo para mantenerse en forma. En general, consideraban a los revolucionarios maniáticos inofensivos, y les permitían ensayar todos los ritos de la conspiración mientras no llegaran al sabotaje o al asesinato. Después de todo, ¿quién podía oponerse al gobierno sindicalista? El país era próspero. La mayoría de la gente volvía a tener empleo regular. Los impuestos eran bajos. El flujo interrumpido de maravillas tecnológicas estaba otra vez en marcha, y cada año se presentaba una maravilla nueva: control climático, transmisión telefónica de imágenes en color, vídeo tridimensional, trasplante de órganos, periódicos por línea de fax, etcétera. Entonces, ¿de qué quejarse? ¿Acaso las cosas habían funcionado mejor con el viejo sistema? Incluso se hablaba de restituir el sistema bipartidista en el año 2000. Las elecciones libres habían vuelto a ponerse de moda en 1990, aunque, por supuesto, el Consejo de Síndicos ejercía el derecho a veto de los candidatos. Ya nadie hablaba de la naturaleza «provisional» de la Constitución de 1985, pues esa constitución parecería encaminada a quedarse, pero el gobierno introducía pequeñas enmiendas para ajustarla más a las pasadas tradiciones nacionales.
Eso desbarató de raíz los planes de los revolucionarios. La sombría predicción de Jack Bernstein se estaba cumpliendo: el gobierno de los sindicalistas era ahora el familiar, querido y tradicional gobierno de turno, y el amplio centro de la nación los aceptaba como si siempre hubieran estado allí. Cada vez había menos insatisfechos. ¿Para qué meterse en un movimiento clandestino si, con paciencia, tendrían un gobierno cada vez más benévolo? Sólo los amargados, los enfadados incurables y los destructores vocacionales estaban dispuestos a meterse en actividades revolucionarias. A finales de 1993 no era el gobierno sindicalista sino el movimiento clandestino lo que parecía estar desvaneciéndose, puesto que el conservadurismo norteamericano se iba reafirmando en medio de tantas transformaciones.
Pero en el último mes de 1993 hubo una transferencia de poder dentro del gobierno. El canciller Arnold, que había gobernado el país durante los ocho años que llevaba en vigor la nueva constitución, murió de un repentino aneurisma de aorta. Tenía sólo cuarenta y nueve años y se hablaba de que lo habían asesinado; pero el hecho era que Arnold había desaparecido, y tras una breve crisis interna los síndicos eligieron a uno del grupo como nuevo canciller. Thomas Dantell de Ohio asumió el poder, y las medidas de seguridad se intensificaron en todos los niveles. Como síndico, Dantell había dirigido la policía nacional, y ahora, con el jefe de policía en el puesto de máxima responsabilidad del gobierno, la simpática tolerancia de los movimientos clandestinos terminó bruscamente. Empezaron los arrestos.
—Quizá tengamos que disolvernos por un tiempo —dijo Pleyel en tono sombrío durante la nevosa primavera de 1994—. Se están acercando demasiado. Hasta ahora ha habido siete arrestos importantes, y apuntan ya a la dirección.
—Si nos disolvemos —dijo Barrett—, nunca más podremos reorganizar el movimiento.
—Mejor bajar ahora el perfil y salir del escondite dentro de seis meses o de un año —argumentó Pleyelque exponernos a que nos condenen a todos a veinte años de cárcel por sedición.
El movimiento clandestino discutió el asunto en una sesión formal. Pleyel perdió. Tomó su derrota con tranquilidad y prometió seguir trabajando hasta que se lo llevase la policía. Pero el episodio mostró cómo Barrett iba ascendiendo hacia una posición cada vez más importante en el grupo. Pleyel era todavía el líder, pero parecía demasiado distante, demasiado idealista. En los momentos de verdadera crisis, todo el mundo acudía a Barrett.
Barrett tenía ahora veintiséis años, y sobresalía entre todos los demás tanto en el sentido literal como en el figurado. Enorme, enérgico, incansable, usaba sus ocultas reservas de fuerza física de la manera más directa: él solo había resuelto un desagradable incidente callejero, cuando una docena de bravucones atacaron a tres chicas que distribuían panfletos revolucionarios. Barrett pasaba por allí cuando vio que los panfletos volaban por el aire y que las chicas estaban a punto de sufrir una violación no ideológica, y se puso a repartir cuerpos vivos en todas direcciones, como Sansón entre los filisteos. Pero en condiciones normales trataba de contenerse.
Su relación con Janet duraba desde hacía casi una década, de la que habían vivido juntos los últimos siete años. Ninguno de los dos pensaba legalizar la situación, que en muchos sentidos equivalía a un matrimonio. Se reservaban el derecho a tener aventuras individuales, y de vez en cuando las tenían. En eso Janet había marcado la pauta, y Barrett aprovechaba su libertad cuando se le presentaba la ocasión. Pero en general se sentían unidos por un vínculo más profundo que el que podía crear el certificado de matrimonio que daba el gobierno. Por lo tanto él sufrió mucho cuando arrestaron a Janet un día abrasador del verano de 1994.
Barrett estaba en Boston en ese momento, verificando documentos según los cuales unos informantes del gobierno se habían infiltrado en una célula de Cambridge. Al final de la tarde, cuando iba hacia la estación de metro para volver a Nueva York, sonó el teléfono que llevaba en la oreja izquierda, y la voz aguda de Jack Bernstein dijo:
—¿Dónde estás ahora, Jim?
—Estoy regresando. Iba hacia la estación del metro. ¿Qué ocurre?
—No uses el metro de la calle Cuarenta y dos. Asegúrate de bajar en White Plains. Estaré allí esperándote.
—¿Qué problema hay, Jack? ¿Qué ha sucedido? —Te lo contaré cuando te vea.