—¿Qué es eso de que no puedes hacer nada por mí? ¡La puedes encontrar! ¡La puedes sacar! —Jim… Jim, basta…
—¡Tú y tus contactos! ¡Maldita sea, han arrestado a Janet! ¿Eso no significa nada para ti? Bernstein arañó débilmente las muñecas de Barrett, tratando de sacárselas de los hombros. Barrett recuperó pronto la calma y lo soltó. Sin aliento, con el rostro encendido, Bernstein retrocedió y se acomodó la ropa. Se pasó un pañuelo por la frente. Parecía muy asustado, pero en aquellos ojos brillaba un hosco resentimiento.
—Pedazo de bruto —dijo en voz baja—, no vuelvas a tocarme así nunca más.
—Lo siento, Jack. Estoy muy tenso. En este momento podrían estar torturando a Janet… golpeándola… haciendo cola para violarla, incluso…
—No podemos hacer nada. Está en manos de ellos. No tenemos ningún canal oficial para protestar, y tampoco extraoficial. La interrogarán y tal vez después la suelten. Todo eso escapa a nuestro control.
—No. La encontraremos como sea, y la liberaremos.
Jim, no has analizado el problema. Cada miembro individual de este grupo es prescindible. No podemos arriesgar a los nuestros para poner en libertad a Janet. A menos que tú quieras considerarte alguien privilegiado que puede arriesgar la vida o la libertad de sus camaradas sólo para recuperar a alguien con quien tiene una relación sentimental, aunque la utilidad de esa persona para la organización haya acabado…
—Me das asco —dijo Barrett.
Pero sabía que a Bernstein no le faltaba razón. Nunca habían arrestado a nadie del entorno más inmediato, pero Barrett sabía muy bien cuáles eran los pasos que seguían a esos arrestos. Era inútil pensar que se podía forzar al gobierno a soltar a un prisionero. Había una docena de campamentos dispersos por el país donde los interrogaban, y en ese momento Janet podía estar tanto en Kentucky como en Dakota del Norte o en Nevada, enfrentando una incierta condena a prisión basada en una acusación imprecisa. Por otra parte, también podía estar libre y camino a casa. El funcionamiento de los gobiernos totalitarios se basa en la arbitrariedad, y si de algo se podía calificar a ese gobierno era de arbitrario. Janet había desaparecido, y nada podía— hacer él por remediarlo: todo dependía de la misteriosa misericordia del gobierno.
—Quizá tendrías que tomar algo —sugirió Bernstein—. Tranquilizarte un poco. Así no puedes pensar, Jim.
Barrett dijo que sí con la cabeza. Fue al mueblebar. Tenían allí una pequeña reserva, un par de botellas de whisky escocés, un poco de ginebra y ron blanco para los daiquiris que tanto le gustaban a Janet. Pero el mueble-bar estaba vacío. Las visitas lo habían limpiado. Barrett se quedó mirando los estantes desnudos durante mucho tiempo, viendo cómo bailaban las motas de polvo allí dentro.
—Desaparecieron las bebidas alcohólicas —dijo finalmente—. Es lógico. Vamos, salgamos de aquí. No puedo ver más este lugar.
—¿Adónde vas?
—A la oficina de Pleyel.
—Pueden tener vigilantes apostados allí, preparados para arrestar a cualquiera que aparezca —dijo Bernstein.
—Pues me arrestarán. ¿Para qué engañarnos? Pueden arrestar a quien quieran, si así lo desean. ¿Me acompañarás?
Bernstein dijo que no con la cabeza.
—Creo que no. Eres tú quien manda, Jim. Haz lo que te parezca. Seguiremos en contacto.
—Sí.
—Y te aconsejaría que fueras menos impulsivo si quieres seguir en libertad mucho tiempo más. Salieron. Barrett caminó hasta la oficina de empleo, observó con atención el edificio desde la calle, novio nada raro y entró. La oficina estaba intacta. Se encerró en ella y empezó a llamar a los jefes de célula de otros distritos: Jersey City, Greenwich, Nyack, Suffern. Todos informaron de lo mismo: un inequívoco plan repentino de arrestos simultáneos, no necesariamente de líderes máximos. Dos o tres miembros de cada célula habían sido detenidos a media tarde. Algunos habían sido interrogados y liberados ilesos; otros seguían presos. Nadie sabía muy bien dónde estaban estos últimos, aunque Valkenburg, del grupo de Greenwich, se había enterado por una fuente no identificada que los prisioneros estaban siendo distribuidos en cuatro campamentos del sur y el sudoeste. No sabía nada en concreto de Janet. Nadie lo sabía. Todos parecían muy afectados.
Barrett pasó la noche en un sofá en la oficina de Pleyel. Por la mañana volvió al apartamento e inició la aburrida tarea de limpiarlo, con la esperanza de que apareciese Janet. La imaginaba todo el tiempo allí detenida, una chica regordeta, de ojos oscuros y pelo negro prematuramente veteado de mechones blancos, retorciéndose y contorsionándose con desesperación mientras los interrogadores hacían su trabajo, exigiendo nombres, fechas, metas. Sabía cómo interrogaban a las mujeres. En su manera de actuar siempre había un componente de humillación sexual; su teoría, sin duda acertada, era que una mujer desnuda interrogada por seis o siete hombres probablemente no ofrecería mucha resistencia. Janet era dura, pero ¿cuántos pellizcos y pinchazos y miradas lascivas podría soportar? Los interrogadores no tenían que usar atizadores candentes ni pinzas ni el potro para sacar información. Bastaba con transformar a la persona torturada en un simple pedazo de carne para que se le quebrase la voluntad.
En realidad, Janet no podía contarles nada que no supieran ya. El movimiento clandestino poco tenía de organización secreta, a pesar de las contraseñas y de la apariencia. La policía ya conocía los nombres, las fechas, las metas. Esos arrestos eran sólo para destrozarles el estado de ánimo, la astuta manera que tenía el gobierno de comunicar a sus adversarios que no engañaban a nadie. Arbitrariedad: ésa era la esencia. Desconcierta al enemigo. Arresta, interroga, encarcela, ejecuta incluso, pero siempre de manera amable, impersonal, sin mostrar ningún afán de venganza. Sin duda un ordenador del gobierno había sugerido detener ese día a x miembros del movimiento clandestino, como jugada estratégica en la lucha subterránea permanente. Y así se había hecho. Y así había desaparecido Janet.
No la soltaron ese día. Ni el siguiente.
Pleyel regresó de Baltimore con cara de preocupación. Había estado trabajando en el problema desde allí. Se había enterado de que el primer día se habían llevado a Janet a Louisville para interrogarla, la habían transferido a Bismarck el segundo día y a Santa Fe el tercero. Después se acababa la pista. Eso también formaba parte de la campaña de guerra psicológica del gobierno: traslada a los prisioneros de un lado para otro, llévalos de aquí para allí, desconciértalos a todos con el juego. ¿Dónde estaba ella? Nadie lo sabía. De algún modo, la vida continuaba. Celebraron en Detroit un mitin planeado desde hacía mucho tiempo; la policía del régimen estuvo observando de manera benévola, tolerando el acto con aire de suficiencia pero dispuesta a reprimirlo si se ponía violento. Distribuyeron nuevos panfletos en Los Ángeles, Evansville, Atlanta y Boise. Diez días después de la desaparición de Janet, Barrett dejó el apartamento y se fue a vivir a otro, a una calle de distancia.
Era como si el mar la hubiera arrebatado y engullido.
Durante un tiempo, Barrett tuvo la esperanza de que— la soltaran, o que por lo menos su red de información le pudiera decir dónde la tenían detenida. Pero no llegaba ninguna noticia. Con su es— ` tilo impersonalmente arbitrario, el gobierno había escogido a un grupo de víctimas ese día. Quizá estaban muertas, quizá estaban sólo escondidas en el nivel inferior de alguna mazmorra de máxima seguridad. No importaba. Habían desaparecido.
Barrett no la vio nunca más. Nunca supo qué le habían hecho.