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—No. Eso no funcionará nunca. Es imposible pretender dominar un país mediante el arresto de un par de docenas de hombres clave.

—Ocurrió en 1984 —señaló Barrett.

—Eso fue diferente. El gobierno estaba en ruinas. Ese año ni siquiera hubo presidente. Pero ahora tenemos un gobierno de auténticos profesionales. La cabeza de la serpiente es mucho más grande de lo que crees, Barrett. Vas a tener que ir mucho más allá de los síndicos. Vas a tener que meterte con los burócratas: Con los pequeños führérs, con los tiranos de medio pelo que adoran tanto su puesto que harán cualquier cosa para conservarlo. El tipo de sujetos que mataron a mi padre. Hay que acabar con ellos.

—Son miles —dijo Barrett, alarmado—. ¿Y estás diciendo que tendríamos que ejecutar a todos los funcionarios públicos?

—No todos. Pero sí a la mayoría. Limpiar a los que se han ensuciado. Borrón y cuenta nueva.

Lo más aterrador de Valdosto, pensó Barrett, no era su afición a expresar con vehemencia ideas incendiarias, sino que sinceramente creía en ellas y estaba totalmente dispuesto a llevarlas a cabo. A la hora de haber conocido a Valdosto, Barrett se había convencido de que ya debía de haber cometido por lo menos una docena de asesinatos. Después Barrett descubrió que Valdosto no era más que un niño que soñaba con vengar a su padre, aunque nunca perdió la incómoda sensación de que Val carecía de los habituales escrúpulos. Recordó al adolescente Jack Bernstein insistiendo, casi una década antes, en que para derribar al gobierno hacía falta una campaña calculada de crímenes. Y Pleyel, suave como siempre, había comentado: «El asesinato no es un método válido de discurso político.» Hasta donde sabía Barrett, los deseos asesinos de Bernstein nunca habían pasado de la fase teórica; pero allí estaba el joven Valdosto, ofreciéndose como el ángel exterminador para cumplir los sueños revolucionarios de Jack. Era una suerte, se dijo Barrett, que Bernstein no estuviese ya tan metido en las actividades del movimiento clandestino. Con el aliento adecuado, Valdosto podía convertirse en una brigada de terror unipersonal.

En vez de eso se convirtió en el compañero de cuarto de Barrett. El acuerdo fue accidental. Valdosto necesitaba un sitio para pasar la primera noche en la ciudad, y Barrett le ofreció un sofá. Como Val no tenía dinero, no estaba en condiciones de buscar un apartamento, y aunque terminó en la nómina de lo que ahora llamaban el Frente Continental de Liberación, siguió viviendo con Barrett. A Barrett no le importaba. Después de la tercera semana le dijo:

—Olvídate de buscar un sitio para vivir. Puedes seguir quedándote aquí.

Se llevaban muy bien, a pesar de la diferencia de edad y de temperamento. Barrett descubrió que Valdosto le producía un efecto rejuvenecedor. Aunque sólo estaba a punto de cumplir treinta años, Barrett se sentía mayor; a veces se sentía incluso viejo. Llevaba en el movimiento clandestino casi la mitad de su vida, de manera que La Revolución se había transformado para él en una pura abstracción, en reuniones interminables y mensajes secretos y panfletos. A un médico que sólo va curando narices acatarradas le cuesta imaginar que trabaja, paso a paso, hacia un mundo del que desaparecerán las enfermedades; y Barrett, inmerso en los rituales nimios de la burocracia revolucionaria, perdía a menudo de vista la meta principal, o se olvidaba de que existía esa meta. Empezaba a deslizarse hacia la esfera enrarecida habitada por Pleyel y los demás agitadores originales: una esfera donde todo fervor estaba muerto y donde el idealismo se había transmutado en ideología. Valdosto lo rescató de todo eso.

Para Val, La Revolución no tenía nada de abstracto. Para él La Revolución era cuestión de romper cráneos y retorcer pescuezos y bombardear oficinas. Consideraba a los anónimos funcionarios del gobierno sus enemigos especiales, conocía sus nombres y soñaba con los castigos que impondría a cada uno. Su intensidad era contagiosa. Barrett, cuando lograba sustraerse al ansia destructora de Valdosto, empezaba a recordar que había un propósito central, fundamental para su cadena de rutinas diarias. Valdosto le hizo renacer los sueños revolucionarios tan difíciles de sustentar, semana tras semana, durante años y décadas.

Y cuando no estaba pensando en un derramamiento de sangre, Valdosto era un compañero ale—. gre y divertido. Por supuesto, llevaba un tiempo acostumbrarse a él. Casi carecía de inhibiciones y le gustaba andar desnudo por el apartamento, incluso cuando había visitas; la primera vez que salió así fue como una aparición antropoide, increíblemente grotesca, con aquel cuerpo fornido densamente cubierto de pelo grueso enmarañado, las piernas tan enanas que no le costaría tocar el suelo con los nudillos. Y unos días más tarde, cuando tenía una chica en la habitación, los dos salieron desnudos corriendo atropelladamente, persiguiéndose por la sala mientras Barrett, Pleyel y otros dos miraban asombrados. La chica, muy nerviosa, puros muslos blancos y pechos movedizos, se vio finalmente atrapada en un rincón, y Val la levantó de manera triunfal y se la llevó para la consumación.

—Es muy primitivo —explicó Barrett, avergon=zado. Valdosto pronto abandonó sus travesuras más estrafalarias, pero nunca se sabía qué haría a continuación. Parecía estar sublimando los impulsos terroristas con acrobacias eróticas, y a veces llevaba las mujeres de a dos y de a tres a su habitación; después arrojaba los desechos a Barrett. Los primeros meses fueron un poco frenéticos para Barrett, pero con el tiempo se adaptó al hecho de que siempre, a cualquier hora, encontraría el sitio lleno de mujeres desparramadas, desnudas y exhaustas, y participaba en la diversión con genuino entusiasmo, diciéndose que la vida de un revolucionario no tenía por qué ser austera.

El apartamento de Barrett se convirtió otra vez en centro social del grupo clandestino, como ya lo había sido cuando vivía con Janet. El clima de terror había vuelto a disminuir, y no hacía falta una exagerada cautela; aunque Barrett sabía que lo vigilaban, permitía sin dudar que otros lo visitaran.

Hawksbill apareció algunas veces. Barrett se encontró con él por casualidad en una de sus raras incursiones en círculos sociales no revolucionarios.

Columbia University había reabierto después de una forzada suspensión de las clases durante tres años, y Barrett se encontró viajando a Mornigside Heights una helada noche de primavera del998 para asistir a una fiesta organizada por un hombre que apenas conocía, un profesor de tecnología de la información aplicada llamado Golkin. Por entre la espesa nube de humo vislumbró a Edmond Hawksbill del otro lado de la habitación, y sus miradas se encontraron e intercambiaron remotos saludos con la cabeza, y Barrett empezó a dudar si saludarlo o no, y Hawksbill parecía estar en la misma situación; después de un-rato Barrett pensó, al demonio, sí lo saludo, y empezó a abrirse paso entre la gente.

Se encontraron a medio camino. Barrett no veía al matemático desde hacía casi dos años, y el cambio de aspecto lo asustó. Hawksbill nunca había sido un hombre apuesto, pero ahora parecía como si hubiera sufrido algún tipo de colapso glandular, y los efectos resultaban inquietantes. Estaba totalmente calvo. Sus mejillas, que siempre habían parecido sucias, mal afeitadas, eran de un extraño color rosa. Sus labios y su nariz habían engordado; tenía los ojos perdidos dentro de órbitas carnosas; su barriga era enorme, y todo su cuerpo parecía incrustado dentro de nuevas capas de grasa. Se estrecharon brevemente la mano; la piel de Hawksbill era húmeda, los dedos blandos y fláccidos. Barrett recordó que era sólo nueve años mayor que él, y que por tanto no había cumplido aún los cuarenta años. Parecía un hombre al borde de la tumba.