—¿Qué haces aquí? —dijeron los dos al mismo tiempo.
Barrett le explicó su vaga amistad con Golkin, el anfitrión. Hawksbill contó que acababan de invitarlo a formar parte de la facultad de matemáticas avanzadas de Columbia.
—Creía que no te gustaba enseñar —dijo Barrett. —Es cierto. No me gusta. Me han dado un cargó de investigador. Trabajo para el gobierno. —¿Clasificado?
—¿Existe alguna otra modalidad? —preguntó Hawksbill con una leve sonrisa.
Barrett sintió que el aspecto de aquel hombre le ponía la piel de gallina. Detrás de las gruesas gafas, los ojos de Hawksbill parecían fríos y extraños; algún efecto de la miopía quitaba toda humanidad a aquella mirada, que recordaba a un ser de otro mundo.
—No sabía que aceptabas dinero del gobierno —dijo Barrett con un escalofrío—. Entonces quizá no tendría que hablar contigo. Podría comprometerte.
—¿Quieres decir que le sigues dando duro a La Revolución? —preguntó Hawksbill.
—Sí, le sigo dando duro.
El matemático le regaló una fluida sonrisa. —Suponía que un hombre de tu inteligencia se habría desencantado de todos esos pelmazos inadaptados.
—No soy tan brillante como crees, Ed —dijo Barrett sin levantar la voz—. Ni siquiera tengo un título universitario, ¿recuerdas? Soy lo suficientemente estúpido como para creer que aquello por lo que trabajamos tiene sentido. Tú mismo lo creíste alguna vez. —Todavía lo creo.
—¿Así que te opones al gobierno pero trabajas para el gobierno? —preguntó Barrett.
Hawksbill movió los cubitos de hielo del vaso. —¿Te cuesta tanto aceptarlo? El gobierno y yo hemos pactado un matrimonio de conveniencia. Ellos saben, por supuesto, que estoy contaminado por un pasado revolucionario. Y yo sé que ellos son una pandilla de cabrones fascistas. Pero estoy realizando una investigación que sencillamente no podría llevar adelante sin una ayuda financiera de varios millones de dólares anuales, y eso me obliga a buscar subvenciones oficiales. Y el gobierno tiene suficiente interés en el proyecto y confía lo suficiente en mi talento como para apoyarme sin preocuparse por las ideologías. Yo los detesto y ellos desconfían de mí. Hemos llegado a un acuerdo que nos permite trabajar salvando las distancias.
—Orwell llamaba a eso pensamiento contradictorio.
—Ah, no —dijo Hawksbill—. Es Realpolitik, es cinismo, pero no pensamiento contradictorio. Ninguna de las partes se hace ilusiones con la otra. Nos usamos mutuamente, amigo mío. Yo necesito su dinero, ellos necesitan mi cerebro. Pero yo sigo abominando de la filosofía de este gobierno, y ellos lo saben.
—En ese caso —dijo Barrett—, podrías seguir trabajando con nosotros sin poner en peligro tu subvención.
—Supongo que sí.
—Entonces ¿por qué te has alejado del movimiento? Necesitamos tu talento, Ed. No tenemos a nadie con una mente que pueda barajar cincuenta factores simultáneos, y tú lo haces con facilidad. Te hemos echado de menos. ¿Puedo pedirte que vuelvas al grupo?
—No —dijo Hawksbill—. Sirvámonos algo más y te lo explico.
—Muy bien.
Pasaron por todo el ritual de llenarse los vasos. Hawksbill tomó un largo trago. En el borde de la boca le quedaron unas gotas que le bajaron por la barbilla carnosa hasta perderse en los pliegues manchados del cuello. Barrett apartó la mirada, tomando un buen trago de su propio vaso.
—No me he alejado de tu grupo porque tuviera miedo a ser arrestado —dijo entonces Hawksbill—. Ni porque haya dejado de desdeñar a los sindicalistas, ni porque me haya vendido a ellos. No. Me fui, si quieres que te lo diga, por aburrimiento y por desprecio. Decidí que el Frente Continental de Liberación no merecía mis energías.
—Eso es muy fuerte —dijo Barrett.
—¿Sabes por qué? Porque la dirección del movimiento cayó en manos de postergadores simpáticos como tú. ¿Dónde está La Revolución? Vivimos en el año 1998, Jim. Los sindicalistas llevan casi catorce años en el gobierno. No ha habido un solo intento visible de sacarlos del poder.
—Las revoluciones no sé planifican en una semana, Ed.
—Pero, ¿catorce años? ¿Catorce años? Quizá si Jack Bernstein estuviera al frente habría habido alguna acción. Pero Jack se amargó y se fue. Muy bien: Edmond Hawksbill no tiene más que una vida, y quiere vivirla de manera útil. Me cansé de los debates económicos serios y del parlamentarismo procesal. Me dediqué más a mi propia investigación. Me retiré.
—Lamento que te hayamos aburrido tanto, Ed. —Yo también. Durante un tiempo creí que el país tenía posibilidades de recuperar su libertad. Después me di cuenta de que eso era imposible. —¿Vendrás de todos modos a visitarme? Quizá puedas ayudarnos a arrancar de nuevo —dijo Barrett—. Todo el tiempo se incorporan jóvenes. Hay un tipo de California llamado Valdosto que tiene más fervor que diez de nosotros juntos. Y otra gente. Si vinieras, y nos dieras tu prestigio… Hawksbill se mostró escéptico. Le costaba ocultar su total desdén por el Frente Continental de Liberación. Pero no podía negar que aún apoyaba los ideales que defendía el Frente, así que Barrett se las ingenió para que aceptara hacerle una visita. Hawksbill apareció por el apartamento,la semana siguiente. Había allí una docena de personas, la mayoría muchachas que se sentaron a los pies de Hawksbill y lo miraron con adoración mientras él apretaba el vaso y rezumaba sudor y aburrido sarcasmo. Era, pensó Barrett, como una enorme babosa blanca en el sillón, húmedo, epiceno, repulsivo. Pero el atractivo que tenía para esas chicas era francamente sexual. Barrett notó que Hawksbill se encargaba muy bien de eludir las insinuaciones antes de que hubieran llegado demasiado lejos. A Hawksbill le gustaba ser el foco de sus deseos —Barrett sospechaba que ése era el motivo por el que acudía con tanta frecuencia—, pero no mostraba ningún interés en capitalizar sus oportunidades. Hawksbill consumía grandes cantidades del ron de Barrett y explicaba con lujo de detalles por qué el Frente Continental de Liberación estaba condenado al fracaso. El tacto nunca había sido el punto fuerte de Hawksbill, y a veces su análisis de los defectos del movimiento clandestino eran ferozmente agudos. Durante un tiempo Barrett pensó que era un error exponer ante él a los revolucionarios neófitos, dado que su crudo pesimismo podía llegar a desalentarlos para siempre. Pero Barrett descubrió que ninguno de los jóvenes admiradores de Hawksbill tomaba en serio sus espantosas acusaciones. Adoraban al matemático por su brillo como matemático, y daban por sentado que su pesimismo formaba parte de su excentricidad general, junto con su falta de cuidado y su gordura y su flaccidez. Así que valía la pena correr el riesgo de tener cerca a Hawksbill soltando esas largas peroratas con la esperanza de recuperarlo para el movimiento.
En un momento de descuido, cargado de ron, Hawksbill permitió que Barrett le preguntase sobre la investigación secreta que estaba haciendo para el gobierno.
—Estoy construyendo un transporte temporal —dijo Hawksbill.
—¿Sigues con eso? Creía que lo habías dejado hace mucho tiempo.
—¿Por qué habría de dejarlo? Las ecuaciones ini= ciales de 1983 son válidas, Jim. Toda una generación ha atacado mi trabajo, y nadie le ha encontrado un punto débil. Así que todo es cuestión de llevar la teoría a la práctica.
—Siempre despreciabas el trabajo experimental. Eras un teórico puro.
—Cambié de idea —dijo Hawksbill. Llevé la teoría hasta donde hace falta. —Se inclinó hacia delante y entrelazó pesadamente los dedos rechonchos y rosados sobre la barriga—. La inversión temporal es un hecho consumado en el nivel subatómico, Jim. Los rusos apuntaron en esa dirección hace por lo menos cuarenta años. Mis ecuaciones confirmaron sus extrañas conjeturas. En el laboratorio se puede invertir la senda temporal de un electrón y enviarlo hacia atrás un segundo.