—¿Hablas en serio?
—Eso ya es cosa vieja. El electrón, cuando se lo acelera, altera su carga y se transforma en positrón. Eso estaría bien, pero tiende a buscar un electrón que avanza por su misma senda y se aniquilan mutuamente.
—¿Causando una explosión atómica? —preguntó Barrett.
—No lo creo. —Hawksbill sonrió—. Se produce una liberación de energía, pero es sólo un rayo gamma. Bueno, al menos hemos logrado prolongar la vida de nuestro positrón, que viaja hacia atrás unos mil millones de veces más que antes, aunque eso no llega a ser ni siquiera un segundo. Sin embargo, si podemos enviar un solo electrón un solo segundo hacia atrás, sabemos que no hay ningún impedimento teórico para enviar un elefante un billón de años hacia atrás. Sólo hay dificultades técnicas. Tenemos que aprender a aumentar la masa de transmisión. Tenemos que resolver la inversión de la carga; de lo contrario sólo mandaríamos bombas de antimateria a nuestro propio pasado, y destruiríamos nuestros laboratorios. También tenemos que averiguar qué hace a un ser viviente la inversión de la carga. Pero ésas son trivialidades. En cinco, diez o veinte años las habremos resuelto. Lo que cuenta es la teoría. La teoría es sólida. —Hawksbill soltó un fuerte eructo—. Mi vaso vuelve a estar vacío, Jim.
Barrett se lo llenó.
—¿Por qué quiere el gobierno financiar tu investigación sobre la máquina del tiempo?
—¿Quién sabe? Lo único que me importa es el hecho de que autorizan mis gastos. No me toca a mí pensar por qué. Yo hago mi trabajo y espero que todo sea para un buen fin.
—Increíble —dijo Barrett en voz baja.
—¿Una máquina del tiempo? No, no es increíble. No lo es si estudias mis ecuaciones.
—No digo que la máquina del tiempo sea increíble, Ed. No si tú dices que puede construirse. Lo que me parece increíble es que estés dispuesto a dejar que el gobierno se apodere de ella. ¿No te das cuenta del poder que les das, la posibilidad de ir y venir por el tiempo a su antojo y eliminar a los abuelos de la gente que les crea problemas? Revisar el pasado para…
—0h —dijo Hawksbill—, nadie podrá ir y venir por el tiempo. Las ecuaciones sólo se refieren al viaje hacia atrás. Ni siquiera me he planteado el movimiento hacia adelante. De todos modos, no creo que sea posible. La entropía es la entropía, y no se la puede invertir, al menos en el sentido que yo empleo. El viaje por el tiempo será en una sola dirección, tal como nos ocurre hoy a todos los pobres mortales. Sólo cambiará de sentido, eso es todo.
A Barrett, gran parte de lo que Hawksbill decía acerca de la máquina del tiempo le resultaba incomprensible, y lo demás insoportable por la petulancia. Pero se quedó con la incómoda sensación de que el matemático estaba al borde del éxito, que en pocos años se habría perfeccionado un proceso para invertir el flujo del tiempo y que estaría en manos del gobierno. Bueno, pensó, el mundo había sobrevivido a Albert Einstein. Había sobrevivido a J. Robert Oppenheimer. De alguna manera también sobreviviría a Edmond Hawksbill.
Quería saber más acerca de la investigación de Hawksbill. Pero justo entonces llegó Jack Bernstein, y Hawksbill, recordando tardíamente que su trabajo era secreto, cambió bruscamente de tema.
Bernstein, como Hawksbill, se había alejado bastante del movimiento clandestino en los últimos años. A efectos prácticos se había retirado después de la ola de arrestos del verano de 1994. Durante los cuatro años siguientes Barrett lo había visto quizá una docena de veces. Sus encuentros eran fríos y distantes. Barrett empezaba a pensar que aquellas tardes, cuando los dos tenían quince años y discutían furiosamente sobre cualquier tema de interés intelectual entre las paredes cubiertas de libros del pequeño dormitorio de Jack, eran producto de su imaginación. Las caminatas por la nieve, la colaboración para las tareas del colegio, los primeros tiempos compartidos en el movimiento clandestino, ¿habrían, ocurrido de verdad? El pasado, para Barrett, se estaba desprendiendo y cayendo como una piel muerta, y su amistad juvenil con Jack Bernstein era lo primero que había perdido.
Bernstein ahora era duro y frío, un hombre pequeño y enjuto que bien podría estar tallado en piedra. Nunca se había casado. Desde que había abandonado el movimiento clandestino ejercía la abogacía; tenía un apartamento en la parte alta de la ciudad, y dedicaba gran parte de su tiempo a viajar por asuntos de negocios. Barrett no entendía por qué Bernstein había empezado a visitarlo de nuevo. Por motivos sentimentales no era, seguramente. Tampoco mostraba el menor interés por las espasmódicas actividades del Frente Continental de Liberación. Quizá lo que le atraía era la figura de Hawksbill, pensó Barrett. Costaba imaginar a una persona tan glacial y reservada como Jack idolatrando a alguien, pero quizá no había superado su admiración adolescente por Hawksbill.
Llegaba, se sentaba, bebía, de vez en cuando hablaba. Hablaba como si cada palabra le costara una libra de carne. Sus labios parecían cerrarse como tijeras entre las sílabas. Sus ojos, pequeños y enrojecidos, parpadeaban como si sufrieran un dolor contenido. Bernstein ponía muy incómodo a Barrett. Siempre había creído que Jack era un hombre atormentado por los demonios, pero ahora esos demonios parecían demasiado cerca de la superficie, demasiado capaces de prorrumpir y atacar a transeúntes inocentes.
Y Barrett sentía el cosquilleo de la burla sorda de Jack. Como ex revolucionario, Bernstein parecía compartir la idea de Hawksbill de que el Frente era inútil y sus miembros unos ilusos. Sonriendo casi a escondidas, Bernstein parecía estar juzgando el grupo al que había dedicado tantos años de su propia vida. Pero sólo una vez dejó aflorar su desprecio. Pleyel entró en la habitación, una figura maravillosa, con una larga barba blanca, absorta en los cálculos para el próximo milenio. Saludó a Bernstein con la cabeza, como si hubiera olvidado quién era. —Buenas noches, camarada —dijo Bernstein—. ¿Cómo va La Revolución?
—Nuestros planes están madurando —dijo Pleyel con voz suave.
—Sí. Sí. Es una excelente estrategia, camarada. Espera pacientemente hasta que los sindicalistas mueran a la décima generación. ¡Después ataca, ataca con dureza!
Pleyel parecía desconcertado. Sonrió y se marchó a consultar algo con Valdosto, obviamente sin registrar el amargo sarcasmo de Bernstein. Barrett estaba molesto.
Jack, si buscas un blanco, úsame a mí. Bernstein soltó una risa áspera.
—Tú eres demasiado grande, Jim. Contigo no podría errar el tiro, y entonces no sería deporte. Además, es cruel disparar a una presa fácil.
Esa noche —a finales de noviembre de 1998— fue la última vez que Bernstein acudió al apartamento de Barrett. Hawksbill hizo una sola visita más, tres meses más tarde.
—¿Sabes algo de Jack? —le preguntó Barrett. —Ahora se hace llamar Jacob. Jacob Bernstein. —Siempre detestó ese nombre. Lo guardaba en secreto.
Hawksbill parpadeó de manera afable.
—Allá él. Cuando lo reconocí y lo llamé Jack, me explicó que se llamaba Jacob. Lo hizo de una manera bastante brusca.
—Yo no he vuelto a verlo desde aquella noche de noviembre. ¿Qué está haciendo?
—¿De veras no te has enterado?
—No —dijo Barrett—. ¿Es algo que yo deba saber? —Supongo que sí —dijo Hawksbill, ahogando una risita—. Jacob tiene un nuevo trabajo, y es probable que no vuelva a visitar socialmente a los líderes del Frente. Quizá les haga visitas profesionales, pero no sociales.
—¿Qué tipo de trabajo tiene? —dijo Barrett controlando la voz.
Hawksbill parecía disfrutar diciéndolo.
—Ahora es interrogador. Para la policía del régimen. Un trabajo que se acomoda muy bien a su personalidad, ¿no te parece? Seguramente va a tener mucho éxito.