—Quizá desapareció, Jim —dijo Altman con voz suave—. Si Don lo dice, será cierto…
—Sí —dijo Latimer, en el mismo tono suave—. Es verdad. Se subió al Yunque. Después todo se puso rojo en la sala y Hahn desapareció. .
Barrett cerró los puños y apretó los nudillos contra las doloridas sienes. Había una candente llamarada detrás de su frente que casi le hacía olvidarse del dolor del pie. Ahora veía con claridad su error. Había dependido para su espionaje de dos hombres que estaban clara e inequívocamente locos; su decisión no había sido muy cuerda. A un hombre se lo conoce por los lugartenientes que elige. Bueno, él había confiado en Altman y en Latimer, que ahora le daban exactamente el tipo de información que podía esperar de semejantes espías.
—Estás alucinando —le dijo Barrett a Latimer en tono cortante—. Ned, ve a despertar a Quesada y tráelo enseguida. Tú, Don, quédate aquí en la entrada, y si aparece Hahn quiero que lo anuncies con toda la fuerza de tus pulmones. Voy a registrar el edificio.
—Espera —dijo Latimer, agarrando a Barrett por la muñeca. Parecía que estaba haciendo de nuevo un esfuerzo para dominarse—. Jim, ¿te acuerdas de cuando te pregunté si creías que yo estaba loco? Me dijiste que no. Dijiste que confiabas en mí.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, que no dejes de confiar en mí ahora. Te digo que no son alucinaciones. Vi cómo desaparecía Hahn. No lo puedo explicar, pero soy suficientemente racional para saber qué fue lo que vi.
Barrett le clavó la mirada. Claro, pensó. Confía en la palabra de un loco cuando te dice con voz tranquila y agradable que está perfectamente cuerdo. Por supuesto.
—Muy bien, Don —dijo Barrett con un tono más suave—. Quizá tengas razón. De todos modos, quiero que te quedes junto a la puerta. Iré a echar un vistazo para ver si hay algo raro.
Se metió en el edificio con la intención de recorrerlo, empezando por la habitación donde estaba. montado el Martillo. Entró en ella. Todo parecía estar en perfecto orden. No se veía ningún resplandor de Campo de Hawksbill, y Barrett tampoco encontraba ningún indicio de que hubieran alterado algo.
En la sala no había armarios ni alcobas ni grietas donde hubiera podido ocultarse Hahn. Después de inspeccionar a fondo la sala, Barrett siguió por el pasillo, mirando la enfermería, el comedor, la cocina, la sala de recibo. Miró todos los posibles escondites. Miró hacia arriba y hacia abajo.
Hahn no estaba. No estaba en ninguna parte. Por supuesto, había suficientes sitios en esos cuartos donde Hahn hubiera podido ocultarse. Quizá estaba sentado en el refrigerador, encima de un montón de trilobites gélidos. Quizá estaba debajo de todas las cosas que guardaban en la sala de juego. Quizá estaba en el armario de los medicamentos.
Pero Barrett dudaba de que Hahn estuviera en el edificio. Lo más probable era que estuviera dando un paseo taciturno por la orilla del mar y no hubiera pisado ese sitio desde anoche. Lo más probable era que todo ese episodio fuera sólo una fantasía febril de Latimer. Sabiendo que Barrett estaba preocupado por el interés de Hahn en el Martillo, Latimer y Altman se habían aliado para imaginar que lo habían visto husmeando por allí, y habían terminado convenciéndose de su propia historia.
Barrett acabó de recorrer el pasillo circular del edificio y se encontró de nuevo en la entrada principal. Latimer seguía montando guardia allí. Lo acompañaba ahora un soñoliento Quesada con la cara magullada e hinchada por la batalla con Valdosto.
Altman, pálido y tembloroso, estaba delante de la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó Quesada.
—No lo sé muy bien —dijo Barrett—. Don y Ned tuvieron la impresión de que habían visto a Lew Hahn merodeando cerca del equipo para viajar por el tiempo. He registrado todo el edificio y no parece estar aquí, así que quizá hayan cometido algún error. Te sugiero que lleves a los dos a la enfermería y les inyectes algo para calmarles los nervios mientras yo voy á dormir un rato.
Latimer, con un hilo de voz, dijo:
—Te juro que lo vi…
—¡Calla! —lo interrumpió Altman—. ¡Escucha! ¡Escucha! ¿Qué es ese ruido?
Barrett escuchó. El sonido era ahora claro: el aullido sibilante de la ionización. Era el sonido producido por un Campo de Hawksbill funcionando. De repente se le puso carne de gallina.
—El Campo está encendido —dijo en voz baja—. Quizá nos lleguen algunos suministros.
—¿A está hora? —dijo Latimer.
—No sabemos qué hora será Arriba. Quiero que todos os quedéis aquí. Yo iré a ver qué pasa con el Martillo.
—Quizá debiera acompañarte, Jim —sugirió Que— ` sada con amabilidad.
—¡Quedaos aquí! tronó Barrett. Después calló, avergonzado de esa muestra de cólera explosiva. Nervios. Nervios. Bajando la voz, agregó—: Con que vaya uno de nosotros a ver qué pasa, es suficiente. No os mováis. Vuelvo enseguida.
Sin esperar a oír más opiniones en contra, Barrett dio media vuelta y se alejó cojeando hacia la sala del Martillo. Abrió la puerta con el hombro y se asomó. No necesitaba encender la luz. La incandescencia intensamente roja del Campo de Hawksbill iluminaba todo. —
Se quedó por el lado de dentro de la puerta. Casi sin atreverse a respirar, clavó la mirada en la masa metálica del Martillo, observando el juego de colores contra los ejes y las barras de potencia y los fusibles. El resplandor del Campo se intensificó, y pasó por varios tonos de rosa hacia el carmesí antes de extenderse y envolver el Yunque. Pasó un momento interminable.
Entonces se oyó el trueno implosivo, y Lew Hahn salió de la nada y se quedó un momento acostado en la ancha placa del Yunque, atontado por el choque temporal.
13
Habían arrestado a Barrett en un espléndido día de octubre de 2006, cuando las hojas estaban secas y amarillentas, cuando el aire era claro y fresco, cuando el cielo despejado y azul parecía reflejar toda la gloria del otoño. Ese día estaba en Boston, como el día que, una decena de años antes, habían arrestado a Janet en su apartamento de Nueva York. Iba por la calle Boylston rumbo a una cita cuando dos jóvenes ágiles con traje de calle gris neutro acompasaron su paso al suyo durante unos cinco metros y se acercaron para flanquearlo.
—¿James Edward Barrett? —dijo el de la izquierda. —Sí.
¿Para qué fingir?
—Nos gustaría que nos acompañaras —dijo el de la derecha.
—Por favor, no intentes usar la violencia —dijo su compañero—. Será mejor para todos. Especialmente para ti.
—No crearé ningún problema —dijo Barrett. Tenían un coche estacionado en la esquina. Sin apartarse de él en ningún momento, lo guiaron hasta el coche y lo metieron dentro. Cuando cerraron las puertas, no las trabaron manualmente sino con aparato de radio.
—¿Puedo hacer una llamada telefónica? —preguntó Barrett.
—No. Lo siento.
El agente que iba sentado a su izquierda sacó un desmagnetizador y rápidamente anuló cualquier dispositivo de grabación que pudiera llevar Barrett. El agente de la derecha comprobó si llevaba instrumentos de comunicación y le encontró el teléfono montado sobre la oreja y hábilmente se lo sacó. Bloquearon a Barrett con un campo inhibidor de microondas que le dejaba bastante libertad para bostezar o desperezarse pero no para tocar a los agentes que iban a su lado. El coche se alejó de la acera.
—Parece que al fin me ha tocado —dijo Barrett—. Llevo esperándolo tantos años que ya empezaba a creer que no me ocurriría nunca.
—Tarde o temprano ocurre —dijo el de la izquierda. —A todos los que estáis en esto —dijo el de la derecha—. Sólo es cuestión de tiempo.
Tiempo. Sí. En 1985, 1986, 1987, los primeros años en el movimiento de resistencia, un Jim Barrett adolescente había esperado constantemente el arresto. El arresto o algo peor: un rayo láser que salía de la nada y le perforaba la calavera. En esos años veía el nuevo gobierno como algo omnisciente y amenazador, y se consideraba en peligro constante. Pero los arrestos habían sido pocos, y con el tiempo Barrett se había ido al otro extremo, convencido ya de que la policía secreta no lo tocaría nunca. Hasta se había convencido de que habían tomado la decisión de no molestarlo, que el régimen no lo detenía para mostrar su tolerancia hacia los disidentes. Cuando el canciller Dantell reemplazó al canciller Arnold, Barrett perdió parte de aquella ingenua confianza en la gracia personal. Pero en realidad no había considerado en serio la posibilidad del arresto hasta el día que se llevaron a Janet. Uno no cree que pueda ser golpeado por un rayo hasta que ve cómo mata al que está al lado. Y después de eso espera siempre que los cielos se vuelvan a abrir cada vez que aparece una nube.