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Le dieron de comer. Le dieron un uniforme de una sola pieza hecho con una tela de aspecto imperecedero.

Lo metieron en una celda.

Barrett se sorprendió y se alegró un poco al descubrir que no había caído en un sector de máxima seguridad. Su celda era una habitación cómoda, de unos diez por catorce, con una litera, un inodoro, un baño ultrasónico y un ojo de vídeo detrás de una barrera casi invisible en el techo. En la puerta de la celda había una reja a través de la cual podría entablar conversaciones con los prisioneros de las células de enfrente. No reconocía sus nombres. Algunos pertenecían a grupos clandestinos de los que él nunca había oído hablar, a pesar de que él creía estar enterado de todo. Al menos unos cuantos de sus vecinos probablemente fueran espías del gobierno, pero eso a Barrett no le importaba porque era algo con lo que ya contaba.

—¿Con qué frecuencia vienen los interrogadores? —preguntó Barrett.

—No vienen nunca —dijo el hombre barbudo y fornido que tenía enfrente. Se llamaba Fulks—. Yo llevo aquí un mes y todavía no han venido a interrogarme.

—No vienen aquí a interrogar ~dijo el hombre de al lado de Fulks—. Te sacan y te interrogan en alguna otra parte. Después ya no regresas aquí. Pero no tienen prisa: Yo llevo aquí un mes y medio.

Pasó una semana y nadie parecía darse por enterado oficialmente de la presencia de Barrett. Lo alimentaban con regularidad, le permitían solicitar ciertas lecturas y cada tres días lo sacaban de la celda para hacer ejercicio en el patio. Pero no había ningún indicio de que fueran a interrogarlo o a procesarlo o incluso a acusarlo de algo. Según la ley de detención preventiva, si se lo consideraba peligroso para la continuidad del Estado podían retenerlo de manera indefinida sin obligación de hacerlo comparecer ante un juez.

A algunos de los prisioneros se los llevaban. No regresaban nunca. Todos los días llegaban prisioneros nuevos.

Gran parte de la conversación se centraba en el programa de los viajes temporales.

—Están haciendo experimentos —informó un recién llegado, delgado y de expresión severa llamado Anderson—… Están estudiando un proceso que les permite enviar conejos y monos hacia el pasado, un par de años. Ya casi lo han perfeccionado. Después empezarán a enviar prisioneros. Nos van a mandar un millón de años hacia atrás para que nos coman los dinosaurios.

A Barrett le parecía improbable, aunque había hablado del proyecto con su inventor hacía seis años. Bueno, ahora Hawksbill estaba muerto, y su trabajo era propiedad de quienes le habían pagado los gastos, y pobres de nosotros si aquellas historias descabelladas eran ciertas. ¿Un millón de años hacia el pasado? El gobierno, piadosamente, declaraba que había renunciado a la pena capital; pero quizá podía meter a un hombre en la máquina de Hawksbill y enviarlo quién sabe a dónde o a cuándo y tener la conciencia limpia.

Barrett creía que llevaba detenido cuatro semanas cuando lo sacaron de la celda y lo trasladaron al departamento de interrogatorios. No estaba seguro, porque había tenido algunas dificultades para llevar la cuenta exacta de los días, pero creía que eran unas cuatro semanas. Nunca había sentido que veintiocho días pasaran tan despacio. No se sorprendería nada si se enterara de que llevaba en esa celda cuatro años cuando fueron a buscarlo.

Un coche eléctrico pequeño de nariz chata lo llevó por interminables laberintos y lo entregó en una oficina alegre donde pasó por un complicado proceso de registro. Cuando terminaron las rutinas, dos monitores lo acompañaron hasta un cuarto pequeno y austero, donde había un escritorio, un sofá y una silla.

—Acuéstate —dijo un monitor.

Barrett obedeció. Se daba cuenta de que a su alrededor se iba formando una barrera inhibidora. Estudió el techo. Era gris y perfectamente liso, como si el cuarto entero estuviera hecho con la misma pieza de material. Le permitieron examinar la perfección del techo durante varias horas, y después, cuando ya empezaba a tener hambre, una parte de la pared se deslizó lo suficiente para dejar pasar la enjuta figura de Jack Bernstein.

—Sabía que eras tú, Jack —dijo Barrett con voz tranquila.

—Por favor, llámame Jacob.

—De niño nunca dejabas que te llamaran Jacob —dijo Barrett—. Insistías en que tu nombre era Jack, incluso en la partida de nacimiento. ¿Recuerdas cuando un grupo de compañeros de clase se enfadó contigo y te persiguió por todo el patio de recreo gritando Jacob, Jacob, Jacob? Entonces tuve que salvarte. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Jack? ¿Veinticinco años? Dos tercios de nuestra vida, Jack. Jacob —Je molesta si te sigo llamando Jack? Después de tanto tiempo no puedo acostumbrarme al cambio.

—Te conviene llamarme Jacob —dijo Bernstein—. Tengo mucho poder sobre tu futuro.

—No tengo ningún futuro. Soy prisionero para el resto de mi vida.

—No necesariamente.

—No me tomes el pelo, Jack. El único poder que tienes es decidir, tal vez, si me torturan o si simplemente dejan que me pudra de aburrimiento. Y la verdad es que me importa un bledo lo que pase. Estoy fuera de tu alcance, Jack. Nada de lo que puedas hacerme tiene importancia.

—No obstante —dijo Bernstein—, quizá te convenga cooperar conmigo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Por desesperada que consideres tu situación actual, aún estás vivo, y quizá descubras que no queremos hacerte daño. Pero todo eso depende de tu actitud. Ahora resulta que me gusta que me llamen Jacob, y no creo que te cueste tanto adaptarte.

—Ya que querías cambiarte el nombre, Jack —dijo Barrett en tono afable—, ¿por qué no te pusiste judas?

Bernstein no contestó de inmediato. Atravesó la habitación y se detuvo junto al sofá donde estaba acostado Barrett, y lo miró con aire impersonal, distraído. Su cara, pensó Barrett, parece tranquila y relajada por primera vez desde que lo conozco. Pero ha perdido más peso. Sus pómulos son como cuchillos. No puede pesar más de cincuenta kilos. Y sus ojos son tan, tan brillantes…

—Qué imbécil has sido siempre, Jim —dijo Bernstein.

—Si. No tuve la sensatez de ser radical cuando tú entraste en el movimiento clandestino. Después no tuve la sensatez de saltar al otro lado cuando hubiera sido conveniente.

—Y ahora no tienes la sensatez de complacer a tu interrogador.

—No sé venderme, Jack. Jacob.

—¿Ni siquiera para salvarte?

—¿Qué pasa si no quiero salvarme?

—La Revolución te necesita, ¿no es así? —preguntó Bernstein—. Es tu deber salir de aquí y seguir con tu tarea sagrada de derribar al gobierno.

—¿De veras?

—De veras.

—No lo creo, Jack. Estoy cansado de ser un revolucionario. Siento que me gustaría quedarme aquí acostado descansando durante los próximos cuarenta o cincuenta años. Teniendo en cuenta lo que son las prisiones, ésta es bastante cómoda.

—Puedo conseguir que te liberen —dijo Bernstein—. Pero sólo si cooperas.

Barrett sonrió.

—De acuerdo, Jacob. Dime qué quieres saber y veré si puedo darte las respuestas que buscas. —Ahora no tengo preguntas.

—¿Ninguna? —Ninguna.

—Qué manera estúpida de interrogar a un hombre, ¿no te parece?

—Sigues resistiéndote mucho, Jim. Volveré en otro momento, y hablaremos de nuevo.

Bernstein salió de la habitación. Dejaron solo a Barrett durante un par de horas, hasta que pensó que enloquecería de aburrimiento, y entonces le llevaron comida. Esperaba que Bernstein regresase después de la cena, pero Barrett no volvió a ver al interrogador por un largo tiempo.

Esa noche lo metieron en un tanque de interrogatorios.

Según la teoría, muy razonable por otra parte, si se priva a alguien de todos los estímulos sensoriales se le reduce la individualidad, y por lo tanto su tendencia a la obstinación. Tapónale las orejas, tápale los ojos, mételo en un baño caliente de nutrientes, envíale comida y aire por conductos plásticos, déjalo flotar ociosamente, como si estuviera en el útero, día tras día, hasta que se le pudra el espíritu y se le erosione el ego. Barrett entró en el tanque. No oía. No veía. Poco tiempo después no podía dormir.