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El nuevo se incorporó. Se desperezó, un niño que sale de un sueño largo y profundo. Miró alrededor. Llevaba puesta una túnica gris sencilla, y debajo una tela de hilo iridiscente. Tenía cara en forma de cuña, que se estrechaba en el mentón, y ahora estaba muy pálido. Sus labios delgados parecían exangües. Sus ojos azules parpadearon con rapidez. Se frotó las cejas, que eran rubias y casi invisibles. Movió la boca como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras.

Las sensaciones producidas por el viaje en el tiempo no eran psicológicamente nocivas, pero podían vivirse como un fuerte golpe. Los últimos momentos antes del descenso del Martillo se parecían mucho a los momentos finales bajo la guillotina, dado que el destierro a la Estación Hawksbill equivalía a una sentencia de muerte. El prisionero a punto de partir miraba por última vez el mundo del transporte en cohetes y de órganos artificiales y de visifonos, el mundo en el que había vivido y amado y agitado por una causa política sagrada, y entonces el Martillo bajaba y lo clavaba instantáneamente hasta el pasado inconcebiblemente remoto, en una trayectoria irreversible. Resultaba bastante tenebroso, y no era nada sorprendente que llegaran a la Estación Hawksbill en un estado de shock émocional.

Barrett se abrió paso hacia la máquina. Automáticamente, le hicieron sitio. Llegó al borde del Yunque y se inclinó, alargando una mano hacia el nuevo. Su ancha sonrisa recibió como respuesta una mirada de vidriosa perplejidad.

—Soy Jim Barrett. Bienvenido a la Estación Hawksbill.

—Yo… la Estación…

—Mira, sal de ahí antes de que te caiga encima una carga de verduras. Quizá estén transmitiendo todavía.

Barrett, ocultando un gesto de dolor mientras cambiaba de postura, ayudó al hombre a bajar del Yunque. No sería nada raro que los idiotas de Arriba enviasen otro cargamento un minuto después de mandar al hombre, sin preocuparse de que el hombre hubiese tenido tiempo para salir del Yunque. Cuando se trataba de prisioneros, los de Arriba no mostraban ninguna empatía.

Barrett llamó por señas a Mel Rudiger, un anarquista regordete y pecoso de cara blanda y rosada. Rudiger entregó al nuevo una cápsula de alcohol. El nuevo la apretó contra el brazo sin decir una palabra, y se le animó la mirada.

—Toma un caramelo —dijo Charley Norton—. Enseguida te subirá el nivel de la glucosa.

El hombre lo rechazó, moviendo la cabeza como si estuviera en una atmósfera líquida. Parecía atontado, un verdadero caso de shock temporal, pensó Barrett, quizá el peor que había visto hasta ese momento. El recién llegado ni siquiera había hablado todavía. El efecto ¿podía de verdad ser tan extremo? Quizá para un joven la impresión de ser arrancado de su época resultaba más fuerte que para los demás.

—Te llevaremos a la enfermería —dijo Barrett con voz suave—, y te harán una revisión, ¿de acuerdo? Después te asignaré un sitio para vivir. Más tarde habrá tiempo para que veas esto y conozcas a todo el mundo. ¿Cómo te llamas?

—Hahn. Lew Hahn.

La voz del hombre fue un susurro áspero. —No te oigo —dijo Barrett.

—Hahn —repitió el hombre, con voz apenas audible.

—¿De qué año vienes, Lew? —De 2029.

—¿Te sientes muy mal?

—Horrible. No puedo creer que esto me está ocurriendo a mí. La Estación Hawksbill no existe, ¿verdad?

—Me temo que sí —dijo Barrett—. Al menos para la mayoría de nosotros. Algunos de los muchachos creen que es una ilusión inducida por drogas, que seguimos estando en el siglo xxi. Pero yo tengo mis dudas. Si es. una ilusión, es una ilusión muy buena. Mira.

Rodeó la espalda de Hahn con un brazo y lo guió entre los hombres de la Estación, sacándolo de, la cámara del Martillo y llevándolo por el pasillo hacia la cercana enfermería. Aunque Hahn parecía delgado, casi frágil, Barrett se sorprendió al sentir los abultados y acerados músculos de aquellos hombros. Sospechaba que ese hombre era mucho menos indefenso e inútil de lo que parecía en el momento. Tenía que serlo, para merecer el destierro a la Estación Hawksbill. Resultaba caro arrojar a un hombre a tanta distancia en el tiempo; no enviaban allí a cualquiera.

Barrett y Hahn salieron por la puerta abierta del edificio.

—Mira aquello —ordenó Barrett.

Hahn miró. Se pasó una mano por los ojos como si quisiera quitarse una telaraña invisible y volvió a mirar.

—Un paisaje de finales del período cámbrico —dijo Barrett con voz tranquila—. Ver esto sería el sueño de cualquier geólogo, pero parece que los geólogos no tienden a convertirse en prisioneros políticos. Delante tienes lo que llaman la región de los Apalaches. Es una franja de roca de unos pocos centenares de kilómetros de ancho y unos pocos miles de kilómetros de largo, que va del golfo de México a Terranova. Al este tenemos el océano Atlántico. Un poco al este hay una cosa llamada el geosinclinal de los Apalaches, una depresión de cerca de ochocientos kilómetros de ancho llena de agua. Unos tres mil kilómetros hacia el oeste hay otra depresión, lo que llaman el geosinclinal cordillerano. También está llena de agua, y en esta etapa de la historia geológica el sendero de tierra que separa los dos geosinclinales está por debajo del nivel del mar, de manera que la región de los Apalaches termina donde está el Mar Interior, allá por el oeste. Del otro lado del Mar Interior hay una estrecha masa terrestre, llamada Cordillera de las Cascadas, que corre de norte a sur y que algún día será California y Oregón y Washington. No es necesario contener la respiración hasta que ocurra. Ojalá te guste el marisco, Lew.

Hahn miró, y Barrett, a su lado en la puerta, miró también. Lo que veían los seguía maravillando. Uno nunca terminaba de acostumbrarse a la extrañeza de ese lugar, ni siquiera después de haber vivido en él veinte años, como le ocurría a Barrett. Era la Tierra, pero tampoco era la Tierra, porque era un sitio sombrío y vacío e irreal. ¿Dónde estaban las bulliciosas ciudades? ¿Dónde estaban las autopistas electrónicas? ¿Dónde estaba el ruido, la polución, el colorido? Nada de eso había nacido todavía. Ése era un sitio silencioso y estéril.

Por supuesto, los océanos grises estaban llenos de vida. Pero en esa etapa de la evolución no había otra forma de vida sobre tierra firme que los entrometidos hombres de la Estación Hawksbill. La superficie del planeta, donde asomaba saliendo de los mares, era una placa de roca desnuda, vacía y monótona, interrumpida sólo por esporádicas manchas de musgo en las esporádicas manchas de tierra que habían logrado formarse. Hasta habrían acogido con alegría unas pocas cucarachas; pero aparentemente los insectos estaban todavía a un par e períodos geológicos por delante. Para los habitantes de tierra firme aquél era un mundo muerto, un mundo nonato.

Hahn se apartó de la puerta, moviendo la cabeza. Barrett lo condujo por el pasillo hasta la sala pequeña y bien iluminada que servía de enfermería de la Estación. Doc Quesada lo estaba esperando.

En realidad Quesada no era médico, pero en una época había sido técnico de primeros auxilios, y con eso bastaba. Era un hombre compacto y moreno, de pómulos abultados y nariz con forma de cuña invertida. En su enfermería mostraba una total seguridad. Después de todo, no había perdido demasiados pacientes. Barrett le había visto quitar apéndices y suturar heridas y amputar miembros con total aplomo. Con aquella bata ligeramente raída, Quesada tenía suficiente aspecto de médico como para cumplir su papel de manera convincente.