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Se veía regresando a un mundo que no podría empezar a comprender, un Rip van Winkle rengo volviendo después de veinte años.

Y se veía arrancado de un sitio que había llegado a ser su hogar.

—¿Sabes una cosa? —dijo Barrett con voz cansada—. Algunos hombres no van a poder adaptarse al impacto de la libertad. Si los metes en el mundo real otra vez, pueden morirse. Tenemos aquí a muchos psicópatas graves. Tú mismo los has visto. Viste lo que hizo Valdosto esta tarde.

—Sí —dijo Hahn—. He hablado de esos casos en mi informe.

—A los enfermos habrá que prepararlos por etapas para la idea del regreso —dijo Barrett—. Puede llevar más tiempo del que pensamos.

—No soy terapeuta —dijo Hahn—. Se hará lo que los médicos consideren más conveniente. Quizá haya que dejar aquí a algunos de manera permanente. Entiendo que la vuelta los puede trastornar mucho después de todos estos años aquí creyendo que el regreso era imposible.

—Más aún —dijo Barrett—. Aquí se puede hacer mucho trabajo. Trabajo científico, quiero decir. Exploración. Viajes por este mundo, e incluso por el tiempo, hacia arriba .y hacia abajo, usando este lugar como base de operaciones. No creo que se deba cerrar para siempre la Estación Hawksbill.

—Nadie propuso hacer eso. Tenemos toda la —intención de mantenerla funcionando, más o menos como usted dice. Va a haber un tremendo programa de exploración temporal, y una base como ésta en el pasado será invalorable. Pero la Estación no será nunca más una prisión. El concepto de prisión se ha acabado. Ya no existe.

—Muy bien —dijo Barrett. Buscó a tientas la muleta, la encontró y se levantó pesadamente, tambaleándose un poco. Quesada se acercó como si quisiera ayudarle a recuperar el equilibro, pero Barrett lo apartó bruscamente.

—Vayamos afuera —dijo.

Salieron del edificio. Una niebla gris se había instalado sobre la Estación, y empezaba a caer una fina llovizna. Barrett miró alrededor las chozas desperdigadas. Miró el océano, apenas visible por el este a la débil luz de la luna. Miró hacia el oeste, hacia el distante mar. Pensó en Charley Norton y en el grupo que había salido, como todos los años, de expedición al Mar Interior. Qué sorpresa se van a llevar, pensó, cuando vuelvan aquí dentro de unas semanas y descubran que todos estamos en libertad y podemos regresar a casa.

Con sorpresa, Barrett sintió una presión repentina alrededor de los párpados, como si unas lágrimas intentaran abrirse paso.

Se volvió hacia Hahn y Quesada.

—¿Quedó claro lo que trataba de explicar? —dijo Barrett en voz baja—. Alguien tendrá que quedarse aquí para facilitar la transición de los enfermos que no podrán soportar el impacto del regreso. Alguien tendrá que mantener esta base funcionando.

Alguien tendrá que explicar las cosas a los nuevos que lleguen aquí, a los científicos.

—Por supuesto —dijo Hahn.

—El que cumpla esa función, el que se quede cuando salgan todos, tiene que ser alguien muy familiarizado con la Estación. Alguien en condiciones de volver Arriba inmediatamente pero dispuesto a hacer el sacrificio de quedarse. ¿Se entiende lo que digo? Un voluntario.

Ahora le sonreían. Barrett se preguntó si esas sonrisas no serían un tanto condescendientes. Se preguntó si no estaría siendo un poco transparente de más. Que se vayan al diablo los dos, pensó. Aspiró el aire cámbrico hasta hincharse bien los pulmones.

—Me ofrezco para quedarme —dijo Barrett levantando la voz. Lanzó a los dos una mirada desafiante para que no osaran oponerse. Pero sabía que no se atreverían a hacerlo. En la Estación Hawksbill él era el rey. Y quería seguir ocupando el puesto—. Yo seré el voluntario —dijo—. Yo seré el que se quede.

Los dos hombres siguieron sonriéndole. Barrett no soportó más las sonrisas. Les dio la espalda. Desde lo alto de la colina contempló su reino.