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—Doc, éste es Lew Hahn. Está con un shock temporal. Cúralo.

Quesada guió al nuevo hasta una camilla y le bajó la cremallera de la túnica gris. Después buscó el botiquín. Ahora la Estación Hawksbill estaba bien equipada para la mayoría de las emergencias. A la gente de Arriba no le preocupaba mucho lo que sucedía a los prisioneros de la Estación, pero no tenía ninguna intención de ser inhumana con hombres que ya no podrían hacer daño, y de vez en cuando mandaban todo tipo de cosas útiles, como anestesia y pinzas y diagnostatos y medicamentos y sondas cutáneas. Barrett recordaba una época, al principio, cuando no había allí mucho más que chozas vacías, y si un hombre se lastimaba se metía en verdaderas dificultades.

—Ya ha tomado un trago —dijo Barrett—. Creo que es necesario que lo sepas.

—Ya veo —murmuró Quesada. Se rascó el bigote rojizo, corto e hirsuto. El pequeño diagnostato de la camilla se había puesto a trabajar enseguida, mostrando información sobre la presión sanguínea, el nivel de potasio, el grado de dilatación, el flujo vascular, la flexibilidad alveolar y mucho más. Quesada no parecía tener dificultades para comprender el aluvión de datos que pasaban por la pantalla y aterrizaban en la cinta de confirmación. Después de un rato se volvió hacia Hahn y dijo—: ¿Verdad que no estás realmente enfermo? Sólo un poco aturdido… No te culpo. Mira, te voy a inyectar algo para calmarte los nervios, y enseguida te pondrás bien. Tan bien como cualquiera de nosotros, supongo.

Apoyó un tubo en la carótida de Hahn y lo apretó con el pulgar. Hubo un zumbido subsónico y el compuesto tranquilizador entró en el torrente sanguíneo del hombre. Hahn se estremeció.

—Déjalo descansar cinco minutos —le dijo Quesada a Barrett—. Entonces se le habrá pasado.

Dejaron a Hahn acostado en la camilla y salieron de la enfermería.

—Éste es mucho más joven de lo habitual —dijo Quesada en el pasillo.

—Ya me di cuenta. Y también el primero en varios meses.

—¿Crees que está ocurriendo alguna cosa rara Arriba?

—No sé qué decir. Pero una vez que Hahn recupere un poco de energías tendré con él una larga conversación. —Barrett miró al diminuto médico y dijo—: Hay algo que te quería preguntar. ¿Cuál es el estado de Valdosto?

Valdosto había sufrido un colapso psicótico hacía varias semanas. Quesada lo tenía drogado y trataba de que volviera poco a poco a aceptar la realidad de la Estación Hawksbill.

—No ha habido ningún cambio —contestó, encogiéndose de hombros—. Esta mañana esperé a que saliera del efecto de las drogas, y seguía en el mismo estado.

—¿Crees que se recuperará?

—Lo dudo. Se ha quebrado para siempre. Arriba podrían haberlo recompuesto; pero…

—Sí —dijo Barrett—. Si hubiera podido volver Arriba, Valdosto no se habría quebrado. Por lo tanto, haz todo lo necesario para que se sienta feliz. Si no puede estar cuerdo, que por lo menos esté cómodo.

—Te duele mucho lo que le ha pasado a Valdosto, ¿verdad, Jim?

—¿Tú qué crees? —Los ojos de Barrett parpadearon un instante—. Él y yo anduvimos juntos casi desde el principio. Cuando empezaba a organizarse el partido, cuando estábamos llenos de fuerza y de ideales. Yo era el coordinador, él el tirabombas. Creía tanto en los derechos del hombre que era capaz de mutilar a cualquiera que no acatase una adecuada línea liberal. Tenía que calmarlo todo el tiempo. No sé si sabes que cuando éramos muy jóvenes Val y yo compartimos un apartamento en Nueva York…

—Tú y Val no fuisteis muy jóvenes al mismo tiempo —le recordó Quesada.

—No, es cierto —dijo Barrett—. Él tenía quizá dieciocho años y yo rondaba los treinta. Pero él siempre aparentó ser mayor de lo que era. Y teníamos ese apartamento. Y chicas. Chicas todo el tiempo, que iban y venían y a veces vivían allí unas semanas. Val siempre decía que un verdadero revolucionario necesita mucho sexo. Hawksbill, el cabrón, también iba por allí, aunque no sabíamos que estaba trabajando en algo que después nos dañaría a todos. Y Bernstein. Nos quedábamos despiertos toda la noche, bebiendo ron barato, y Valdosto sé ponía a planear asaltos terroristas y nosotros lo hacíamos callar y… —Barrett frunció el ceño—. Al diablo con todo eso. El pasado está muerto. Quizá sería mejor que Val también lo estuviese.

Jim…

—Cambiemos de tema —dijo Barrett—. ¿Qué tal está Altman? ¿Sigue con los temblores?

—Está construyendo una mujer —dijo Quesada. —Es lo que me dijo Charley Norton. ¿Qué usa? Un trapo, un hueso…

—Le di algunos productos químicos sobrantes para que se entretuviera. Elegidos, sobre todo, por el color. Tiene algunos feos compuestos verdes de cobre y un poco de alcohol etílico y algo de sulfato de zinc y seis o siete cosas más, y juntó un poco de tierra y la mezcló con muchos mariscos muertos y está esculpiendo todo eso, dándole una forma según él femenina y esperando a que le caiga un relámpago y le infunda vida.

—En otras palabras —dijo Barrett—, se ha vuelto loco.

—Creo que no te equivocas. Pero por lo menos ya no molesta a sus amigos. Por lo que recuerdo, no creías que la fase homosexual de Altman fuera a durar mucho.

—No, pero tampoco creía que fuera a pasarse para el otro lado, Doc. Si un hombre necesita sexo y encuentra aquí a alguien dispuesto a complacerlo, no me parece mal, siempre que no ofendan a nadie abiertamente. Pero cuando Altman se pone a fabricar una mujer con tierra y carne podrida de braquiópodos, no hay duda de que lo hemos perdido para siempre. Qué pena.

Los ojos oscuros de Quesada miraron hacia el suelo.

Jim, a todos nos espera ese destino, tarde o temprano.

—Yo todavía no me he quebrado. Tú tampoco. —Danos tiempo. Tú llevas aquí sólo once años. —Altman lleva sólo ocho —dijo Barrett—. Valdosto aún menos.

—Algunos caparazones se rompen con más rapidez que otros —dijo Quesada—. Bueno, ahí está nuestro amigo.

Hahn había salido de la enfermería para reunirse con ellos. Todavía se lo veía pálido y abatido, pero ya no tenía aquel susto en la mirada. Empezaba, pensó Barrett, a adaptarse a lo impensable.

—No pude evitar oír parte de vuestra conversación —dijo—. ¿Son muy comunes aquí las enfermedades mentales?

—Algunos de los hombres no han encontrado la manera de hacer algo que tenga sentido para ellos —dijo Barrett—. Los carcome el aburrimiento.

—¿Qué se puede hacer aquí que tenga sentido? —Quesada cuenta con su trabajo médico. Yo tengo responsabilidades administrativas. Un par de compañeros están estudiando la vida marina, haciendo una verdadera investigación científica. Tenemos un periódico que aparece de vez en cuando y que mantiene ocupados a algunos de los muchachos. Están la pesca y el excursionismo transcontinental. Pero siempre hay algunos que se abandonan a la desesperación y se quiebran. Diría que en este momento, entre los ciento cuarenta residentes, tenemos aquí treinta o cuarenta locos de verdad.

—No está tan mal —dijo Hahn— si tenemos en cuenta la inherente inestabilidad de los hombres enviados a este sitio y las condiciones de vida poco comunes que encontraron.

—¿Inherente estabilidad? —repitió Barrett—. Eso no lo sé. La mayoría creíamos que éramos muy cuerdos, y que luchábamos del lado justo. ¿Tú crees que por ser revolucionario un hombre está ipso facto loco? Y silo crees, Hahn, ¿qué demonios haces aquí?

—Me malinterpreta, señor Barrett. Sabe Dios que no estoy estableciendo ningún paralelo entre las actividades antigubernamentales y los desequilibrios mentales. Pero tendrá que admitir que mucha de la gente que atrae cualquier movimiento revolucionario es… bueno, un poco trastornada.

—Valdosto —murmuró Quesada—. Tirando bombas. —De acuerdo —dijo Barrett, soltando una carcajada—. Eh, Hahn, qué expresivo te has vuelto de repente. No te pareces al hombre que hacía unos minutos no podía articular ni una palabra. ¿Qué tenía eso que te inyectó Doc Quesada?