Los dos se echaron a reír. Después Barrett llamó a la puerta de Latimer. No hubo respuesta. Esperó un momento y entonces la abrió de un empujón. En la Estación Hawksbill no había cerraduras.
Latimer estaba sentado en el suelo de piedra, con las piernas cruzadas, meditando. Era un hombre delgado, de expresión suave, piel apergaminada y boca triste, y empezaba a mostrar signos de vejez. En ese momento parecía estar por lo menos a un millón de kilómetros de distancia, totalmente ajeno a la presencia de ellos. Hahn se encogió de hombros. Barrett se llevó un dedo a los labios. Esperaron en silencio unos minutos, mientras Latimer comenzaba a salir del trance.
Se levantó de un solo movimiento fluido, sin usar las manos.
—¿Acabas de llegar? —dijo en tono amable, sin levantar la voz.
—Hace menos de una hora. Soy Lew Hahn. —Donald Latimer. —Latimer no ofreció estrecharle la mano—. Lamento tener que conocerte en este ambiente. Pero quizá no tengamos que seguir tolerando esta forma ilegal de prisión durante mucho tiempo más.
—Don, Lew se queda a vivir contigo. Creo que podéis llevaros bien. Él era economista en 2029, hasta que le aplicaron el Martillo.
Los ojos del Latimer se animaron.
—¿Dónde vivías? —preguntó.
—En San Francisco.
Los ojos perdieron el brillo, como si hubieran recibido una mala noticia.
—¿Estuviste alguna vez en Toronto? —dijo Latimer.
—¿Toronto? No —respondió Hahn.
—Yo soy de allí. Tenía una hija que ahora anda por los veintitrés años, Nella Latimer, y pensé si la conocerías…
—No. Lo siento.
Latimer soltó un suspiro.
—No era muy probable que la conocieras. Pero me encantaría saber en qué clase de mujer se ha convertido. La última vez que la vi era una niña pequeña. Tenía… a ver… tenía diez años, casi once. Supongo que ahora estará casada. A lo mejor hasta tengo nietos. O quizá la mandaron a la otra Estación. Es posible que haya actuado en política y… —Latimer hizo una pausa—. Nella Latimer… ¿Estás seguro de que no la conociste?
Barrett los dejó solos, Hahn con expresión preocupada y comprensiva, Latimer confiado, abierto, esperanzado. Daba la sensación de que se iban a llevar muy bien. Barrett le pidió a Latimer que a la hora de la cena acompañase al nuevo al edificio principal para poder presentarlo a todos, y se fue. Había empezado a caer de nuevo una llovizna fría. Barrett caminó despacio, con dolor, subiendo la cuesta, ahogando un gruñido cada vez que apoyaba el cuerpo en la muleta.
Había sido triste ver cómo desaparecía la luz de los ojos de Latimer al oír que Hahn no sabía nada de su hija. La mayor parte del tiempo, los hombres de la Estación Hawksbill trataban de no hablar de su familia. Preferían, sabiamente, tener bien reprimidos esos torturadores recuerdos. Pensar en los seres amados era sentir el dolor de la amputación, desesperado e incurable. Pero la llegada de nuevos prisioneros solía remover los viejos lazos. Nunca había noticias de los parientes, y obtenerlas resultaba imposible porque los hombres de la Estación no tenían manera de comunicarse con nadie de Arriba. Enviar algo hacia adelante en el tiempo, aunque sólo fuera una milésima de segundo, resultaba imposible.
Imposible pedir la foto de un ser amado, imposible encargar remedios o instrumentos, imposible conseguir un libro determinado o una cinta codiciada. De manera mecánica, impersonal, las autoridades de Arriba hacían envíos periódicos a la Estación de cosas que podían ser útiles para los presos: material de lectura, medicinas, equipo, alimentos. Pero eso siempre estaba elegido al azar, de manera impredecible, extraña. De vez en cuando sorprendían con su generosidad, como cuando enviaron una caja de Borgoña, o un paquete de cintas sensoriales, o un aparato para cargar la batería. Esos regalos significaban por lo general que se había producido un breve deshielo en la situación del mundo. El descenso de la tensión solía producir un efímero deseo de ser buenos con los chicos de la Estación Hawksbill.
Pero tenían una política estricta en cuanto al envío de información sobre los parientes. O en cuanto al envío de periódicos y revistas. Buen vino, sí; un tridim de una hija que no podrían abrazar nunca más, no.
Por lo que sabían Arriba, no había nadie vivo en la Estación Hawksbill. Una plaga podía haber matado a todo el mundo hacía diez años, pero no tenían manera de averiguarlo. Ni siquiera podían estar seguros de que los desterrados hubiesen sobrevivido durante el viaje al pasado. Todo lo que habían comprobado, a partir de los experimentos de Hawksbill, era que un viaje al pasado de menos de tres años probablemente no sería fatal; alargar la duración de los experimentos más allá de ese punto resultaba poco práctico. ¿Qué efecto produciría moverse mil millones de años a través del tiempo? Eso no lo había sabido con certeza ni siquiera el propio Edmond Hawksbill.
De manera que siguieron haciendo envíos a los prisioneros, basados en la suposición ciega de que estaban vivos y podían recibirlos. El gobierno hacía señas con previsible continuidad, cuidando a quienes había condenado a una separación eterna del Estado. El gobierno, aunque fuera muchas otras cosas, no era malvado. Barrett había aprendido hacía mucho tiempo que la tiranía represora y sangrienta no es la única forma de totalitarismo.
Barrett se detuvo en la cima de la colina para recuperar el aliento. Naturalmente, el olor de aquel aire extraño ya no le resultaba nada raro. Se llenó los pulmones hasta que se sintió un poco mareado. La lluvia cesó de nuevo. Los rayos de sol atravesaban la atmósfera gris, haciendo brillar y chispear las rocas desnudas. Barrett cerró los ojos un momento y se apoyó en la muleta, y como si estuviera mirando una pantalla interior, mental, vio las criaturas de muchas patas que salían del mar, y las anchas alfombras de musgo que se extendían por la tierra, y las plantas sin flores que se desenroscaban y alargaban las ramas grisáceas y escamosas, y el pálido pellejo de anfibios extraños de hocico chato que brillaban en la orilla del agua, y el calor tropical de la época carbonífera que bajaba como un guante asfixiando el mundo.
Todo eso quedaba en un futuro lejano. Dinosaurios.
Pequeños mamíferos parlanchines. Pitecántropos que cazaban con hachas de mano en los bosques de Java.
Sargón y Aníbal y Atila y Orville Wright y Thomas Edison y Edmond Hawksbill. Y finalmente, un gobierno benévolo para el que los pensamientos de ciertos hombres resultaban tan intolerables que decidía desterrarlos a una roca desnuda en los orígenes del tiempo.
El gobierno era demasiado civilizado para matar a los hombres por actividades subversivas, y demasiado cobarde para dejarlos vivos y en libertad. El término medio era la muerte viviente de la Estación Hawksbill. Mil millones de años de tiempo infranqueable era una. buena forma de aislamiento hasta para las ideas más nihilistas.
Haciendo algunas muecas, Barrett anduvo penosamente el resto del camino hasta la choza. Hacía tiempo que había aceptado el hecho de su destierro, pero aceptar la ruina del pie era una cosa muy diferente. Siempre había tenido fortaleza física. Temía la vejez porque podría mermarle las fuerzas; pero había llegado a los sesenta años y la edad no le había minado la salud tanto como temía, aunque ya no era la misma; sin embargo, si no fuera por aquel absurdo accidente, que podría haberle ocurrido a cualquier edad, aún podría estar disfrutando de todas sus fuerzas. El deseo vano de encontrar la manera de recuperar la libertad de su propia época ya no lo atormentaba; pero Barrett deseaba con todo el corazón que las autoridades sin rostro de Arriba enviasen el equipo necesario para reconstruirle el pie.
Entró en la choza, arrojó a un lado la muleta y se hundió inmediatamente en el catre. Cuando Barrett había llegado a la Estación Hawksbill no había catres. Entonces uno dormía en el suelo, y el suelo era de piedra. Si te sentías ambicioso, salías y escarbabas en las grietas y pliegues de la placa rocosa, buscando la nueva y escasa tierra, y puñado a puñado te hacías una cama de dos centímetros de altura. Ahora las cosas estaban un poco mejor.