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Una semana más tarde, Jack Bernstein le anunció que habían organizado una reunión para la noche siguiente. Barrett asistió. La fecha era el 11 de abril de 1984.

Una noche fría, de lluvia y viento, con un aire que anunciaba nieve. Clima típico de 1984. El año estaba maldito, decía la gente. Hacía mucho tiempo aquel hombre había escrito un libro sobre 1984 prediciendo cosas horribles de todo tipo, y aunque ninguna de esas cosas terribles había sucedido en Estados Unidos, el país tenía otros problemas, que el clima parecía tipificar. Se tenía la certeza de que ese año no llegaría a la primavera. En Nueva York, a mediados de abril, había por todas partes montículos de nieve opaca y gris, excepto en las calles del centro donde había incrustados filamentos de calefacción. Los árboles seguían desnudos, y no asomaba ningún brote. Mal año para la gente, tenso y tormentoso. Pero quizá no tan mal año para la revolución.

Jimmy Barrett se encontró con Jack Bernstein en la estación de metro cerca de Prospect Park, viajaron juntos hasta Manhattan y salieron en Times Square. El tren al que subieron tenía aspecto viejo y gastado, pero eso no era nada raro. Todo estaba gastado y viejo en el noveno año de lo que llamaban la Depresión Permanente.

Caminaron por la calle Cuarenta y dos hasta la Novena Avenida y entraron en el vestíbulo de una torre dorada de ochenta pisos, uno de los últimos rascacielos construidos antes del Pánico. La puerta de un ascensor se abrió con un crujido. Jack oprimió el botón del sótano y bajaron.

—¿Qué tengo que decir cuando pregunten quién soy? —quiso saber Barrett.

—Deja todo en mis manos —dijo Jack. La importancia le había transfigurado la cara pálida y manchada. Ahora estaba en su elemento. Jack el conspirador. Jack el subversivo. Jack el conjurado de los sótanos. Barrett se sentía incómodo, torpe e ingenuo.

Salieron del ascensor, recorrieron un pasillo de techo bajo y llegaron ante una puerta verde cerrada, contra la que estaba apoyada una silla. Junto a la silla, en el pasillo, había una chica. Barrett calculó que tendría diecinueve o veinte años: gorda y de baja estatura, con piernas gruesas visibles debajo de la falda corta. También llevaba el pelo corto, a la moda, pero su relación con la moda terminaba allí.

Debajo de un suéter rojo de lana abultaban unos pechos caídos, sin sostén. Su único maquillaje era una mancha azul luminiscente en los labios, aplicada de manera irregular. De una comisura de la boca le colgaba un cigarrillo. Parecía deliberadamente desaliñada, ordinaria, barata, como si encontrara alguna virtud en encorvar los hombros y hacerse cuenta que era una campesina. Parecía una caricatura de todas las chicas izquierdistas que desfilaban en las manifestaciones de protesta reclamando cosas. Esa mujerzuela desastrada ¿sería la clase de chica típica del grupo? «Atractivas, inteligentes y sociables», había dicho Jack, cebándole astutamente la trampa con la promesa de la pasión. Pero, por supuesto, la idea que Jack se había formado de lo que era una chica atractiva no tenía por qué coincidir con la suya. A Jack —con pocos amigos, escuálido, mordaz—, cualquier chica que se dejase manosear un poco le parecería Afrodita. Los chicos sucios encontraban virtudes en chicas sucias que Barrett, no tan limitado por naturaleza, solía no ver.

—Buenas noches, Janet —dijo Jack con voz de, nuevo tensa.

La chica lo contempló con frialdad, y después miró a Barrett de arriba abajo.

—¿Quién es ese?

Jimmy Barrett. Compañero de clase. No hay problemas. Políticamente ingenuo, pero ya aprenderá. —¿Le dijiste a Pleyel que lo ibas a traer?

—No. Pero respondo por él. Jack se acercó más a la chica. De manera posesiva, le puso una mano sobre la muñeca—. Deja de actuar como un comisario y déjanos entrar, ¿eh, cariño?

Janet se soltó la mano.

—Esperad aquí. Veré si está de acuerdo. La chica se metió por la puerta verde.

—Es una chica maravillosa —dijo Jack volviéndose hacia Barrett—. A veces se hace la bravucona, pero tiene buen carácter. Y sensualidad. Es una chica muy sensual.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Barrett.

Jack se ruborizó y los labios se le comprimieron en una línea chata y furiosa.

—Créeme. Lo sé.

—¿Quieres decir que no eres virgen, Bernstein? —¡Corta de una vez!

La puerta se abrió de nuevo. Janet estaba allí, y con ella había un hombre delgado, de aspecto reservado, con el pelo totalmente gris pero la cara sin arrugas, de manera que podía tener tanto cincuenta como treinta años. Sus ojos también eran grises, y lograba ser delicado y penetrante al mismo tiempo. Barrett vio que Jack Bernstein se ponía tenso.

—Es Pleyel —susurró Bernstein. La chica dijo:

—Se llama Jim Barrett. Bernstein dice que responde por él.

Pleyel asintió con afabilidad. Aquellos ojos grises recorrieron con rapidez la cara de Barrett, y costaba resistirse mientras la taladraban.

Hola, Jim dijo Pleyel—. Me llamo Norman Pleyel. Barrett asintió. Sonaba extraño oír que Janet y Pleyel lo llamaran Jim. Toda su vida había sido Jimmy para los conocidos.

—Es compañero mío de clase —dijo Jack—. Lo he estado aleccionando, haciéndole ver sus responsabilidades ante la humanidad. Finalmente decidió asistir a una de las reuniones. Además…

—Sí —dijo Pleyel—. Nos encanta que estés aquí, Jim. Pero antes de entrar tienes que entender algo. Por asistir a esta reunión, incluso como observador, corres riesgos. El gobierno se opone a esta organización. Tu presencia aquí podrá ser usada en tu contra en algún momento del futuro. ¿Está claro?

—… sí.

—Además, como todos vivimos en riesgo constante, tengo que recordarte que todo lo que ocurra aquí esta noche es confidencial. Si descubrimos que utilizas tu privilegio de invitado para divulgar algo que has oído, nos veremos obligados a actuar contra ti. Así que si entras te expones a dos peligros: el del gobierno actualmente constituido y el nuestro. Si lo deseas tienes ahora la oportunidad de irte sin ningún estigma.

Barrett titubeó. Echó una mirada a Jack, cuyo rostro mostraba evidente tensión; sin duda esperaba que eludiera los riesgos y se fuera a casa, deshaciendo todo su trabajo de proselitismo. Barrett se lo pensó seriamente. Le estaban pidiendo que se comprometiera por adelantado, antes de conocer el grupo; en el momento de atravesar la puerta se metería en un cúmulo de responsabilidades.

—Me gustaría entrar, señor —murmuró.

Pleyel parecía contento. Abrió la puerta. Al pasar por delante de la chica baja y hosca; Barrett se sorprendió de ver que ella lo miraba con cálida aprobación; quizá hasta con deseo. Ella se quedó fuera, vigilando la puerta. Pleyel entró delante. Jack susurró en el oído de Barrett:

—Ese hombre es uno de los seres humanos más notables de todas las épocas.

Podría haber estado hablando de Goethe o de Leonardo.

La habitación era grande y cavernosa y fría, y hacía por lo menos ocho años que no se pintaba. Había varias —filas de bancos de madera mirando hacia un escenario vacío. Una docena de personas habían puesto algunos de los bancos formando más o menos un círculo. Entre esas personas había dos o tres chicas, un hombre bastante calvo y un grupo de muchachos que parecían estudiantes universitarios. Uno de ellos leía en voz alta algo escrito en una larga hoja de papel amarillo, y los demás lo interrumpían cada pocos segundos para señalarle algo.

en este momento de crisis sentimos que… —No, debería decir todos los hombres tienen que sentir que…