Pero él vio que se había equivocado al pensar que tenía la otra ala rota, porque entonces se apercibió de que en realidad, estaba doblada y deformada de un modo extraño.
En aquellos momentos se estaba enderezando lentamente y el polvillo (si es que lo había perdido) volvía a recubrirla. Por último se juntó con la otra ala.
Dio la vuelta a la muchacha para que ésta pudiese verlo y cuando ella lo vio, no dio un respingo de sorpresa. Esto era muy natural, pensó, porque ella ya debía de estar acostumbrada a que alguien viniese por detrás para presentarse de pronto ante ella.
Tenía la mirada radiante y él pensó que su rostro mostraba una expresión de santidad, como si hubiese experimentado un éxtasis del alma. Y de nuevo se preguntó, como hacía cada vez que la veía, qué debía ser la vida para ella, encerrada en un mundo de un silencio doble, incapaz de comunicarse con sus semejantes. Acaso no fuese totalmente incapaz de comunicarse, pero al menos tenía vedado aquel libre curso de comunicación a que todo ser humano por su nacimiento tenía derecho.
Sabia que se hicieron varios intentos para llevarla a una escuela de sordomudos, pero todos fracasaron. Una vez se escapó y estuvo perdida varios días, hasta que por último la encontraron y la devolvieron a su casa. En otras ocasiones se encerró en una terca desobediencia, negándose a secundar los esfuerzos de sus maestros.
Al verla sentada allí con la mariposa, Enoch pensó que comprendía la razón de ello. Ella tenía un mundo, pensó, un mundo suyo, uno al que ella estaba acostumbrada y en el que sabía cómo moverse. En aquel mundo no era una persona lisiada, como a buen seguro lo hubiera sido si la hubiesen obligado a vivir a medias en el mundo humano normal.
¿Qué bien podían hacerle el alfabeto manual de los sordomudos o el arte de leer los labios, si esto le arrebataba su extraña serenidad espiritual interior?
Ella era una criatura de los bosques y las montañas, de las flores de primavera y de las bandadas de aves otoñales. Conocía aquellas cosas, vivía con ellas y, en cierta manera extraña, formaba parte específica de ellas. Ella vivía aparte en una vieja y perdida habitación del mundo natural. Ocupaba un lugar que el Hombre había abandonado desde hacía mucho tiempo, si es que en realidad alguna vez lo vio. Allí estaba sentada, entonces, con la mariposa silvestre rojidorada posada en la punta del dedo, resplandeciéndole en el rostro aquella expresión viva y expectante, y tal vez también de triunfo. Vivía, pensó Enoch, con una intensidad que no podía compararse a la de ningún otro ser viviente.
La mariposa extendió las alas, se alejó flotando de su dedo y se fue revoloteando, tranquila, sin miedo, por encima de la hierba silvestre y los narcisos del campo.
Ella se volvió para seguirla con la mirada hasta que desapareció cerca de la cumbre de la colina, hasta donde trepaba el viejo campo, y luego se volvió hacia Enoch. Sonrió e hizo un movimiento aleteante con las manos, como el de las alas rojas y doradas, pero en él había algo más… una sensación de felicidad y una expresión de bienestar, como si quisiera decir que el mundo era muy hermoso.
Si yo pudiese enseñarle la pasimología de mis amigos galácticos, pensó Enoch… entonces podríamos hablar los dos casi tan bien como con las palabras del idioma humano. Si dispusiese de tiempo, pensó, esto no sería demasiado difícil, porque el lenguaje galáctico de signos se basaba en un proceso natural y lógico que hacia que resultase casi instintivo, cuando se había captado su principio fundamental.
En la Tierra hubo también en la antigüedad lenguaje de signos, y ninguno de ellos estuvo tan desarrollado como el que tuvieron los aborígenes de Norteamérica, con el resultado de que un amerindio, fuese cual fuese su idioma, podía hacerse entender entre otras muchas tribus.
Pero aun así, el lenguaje por signos de los indios no pasaba de ser unas muletas que permitían caminar renqueando cuando no se podía correr, mientras el de la Galaxia era un idioma en sí mismo, que podía adaptarse a numerosos medios y diferentes métodos de expresión. Fue creado en el transcurso de miles de años, con las aportaciones de muchos pueblos distintos, para ser refinado y depurado y pulido en el transcurso de los siglos, hasta que en la actualidad era una herramienta para la comunicación que se sostenía por sus méritos propios.
Había necesidad de semejante herramienta, porque la Galaxia era una babel. Incluso la ciencia galáctica de la pasimología, pese a hallarse muy perfeccionada, no podía superar todos los obstáculos ni garantizar la comunicación fundamental mínima, en ciertos casos. Pues no sólo había millones de idiomas, sino también aquellas otras lenguas que no eran fonéticas, porque las especies que las hablaban eran incapaces de emitir sonidos. Y ni siquiera el sonido servia cuando la especie hablaba en ultrasonidos, que otros oídos no podían percibir. Existía la telepatía, desde luego, pero por cada especie telépata había otras mil que no lo eran. Había muchas que solamente utilizaban lenguajes de signos o mímicos y otras que únicamente podían comunicarse mediante un sistema escrito o pictográfico, e incluso algunas que tenían pizarras químicas incorporadas a su organismo. Y había aquella especie ciega, sorda y sin habla de las misteriosas estrellas del extremo opuesto de la Galaxia, que empleaba el que acaso fuese el más complicado de todos los lenguajes galácticos: un código de señales que discurrían por su sistema nervioso.
Enoch ocupaba aquel puesto desde hacia casi un siglo, y, aun así pensó, y pese a contar con la ayuda del lenguaje universal de signos y el traductor semántico, que apenas pasaba de ser un triste (aunque complicado) artilugio mecánico, aún a veces tenía grandes dificultades en comprender lo que muchos de ellos decían.
Lucy Fisher tomó una copa que tenía al lado, una copa hecha con una tira doblada de corteza de abedul y la introdujo en la fuente. Luego la tendió a Enoch y éste se acercó a tomarla, arrodillándose para beber. La copa rústica no era completamente hermética y el agua se escurrió de ella por su brazo, mojándole el puño de la camisa y la chaqueta.
Cuando acabó de beber, le devolvió la copa. Ella la tomó con una mano y se llevó la otra a la frente, para acariciársela con la yema de sus dedos suaves, como si impartiese una bendición.
Enoch no intentó hablar con ella. Había dejado de hablarle desde hacia tiempo, pues se dio cuenta de que el movimiento de sus labios, al formar palabras que ella no podía oír, podía resultarle embarazoso.
En vez de hablarle, le puso la ancha palma de su mano en la mejilla, dejándola allí un momento con ademán afectuoso y tranquilizador. Luego se puso en pie y se puso a mirarla; sus miradas se cruzaron por un momento y luego se apartaron.
Enoch cruzó el arroyuelo que nacía en la fuente y tomó el sendero que conducía desde la linde del bosque a través del campo, en dirección a la cresta del monte. A medio camino de la cuesta, se volvió y vio que ella lo estaba mirando. Levantó la mano en gesto de despedida y ella le hizo una idéntica salutación.
Se acordó de que hacía tal vez más de doce años que la conocía. Cuando la conoció era una personilla de unos diez años, que parecía un hada o un animalillo silvestre que corría por los bosques. Recordaba que tardaron mucho tiempo en hacerse amigos, a pesar de que él la veía a menudo, porque corría por montes y valles como si éstos fuesen su campo de juegos… y en realidad lo eran.
En el transcurso de los años la vio crecer y se encontró a menudo con ella en sus paseos diarios, estableciéndose entre ambos el entendimiento que nace entre los solitarios y los proscritos, pero que estaba basado en algo más que eso… en el hecho de que cada uno de ellos tenía su mundo propio y este mundo les había dado una clarividencia de la que sus semejantes se hallaban generalmente desprovistos. Eso no quería decir, pensó Enoch, que se lo hubiesen dicho o hubiesen tratado de comunicarse la existencia de esos mundos íntimos, pero el mero hecho de que esos mundos existiesen en la consciencia de cada uno de ellos, proporcionaba unos firmes cimientos para la construcción de una amistad.