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Recordó el día en que él la encontró en el lugar recóndito donde crecían las nicaraguas rosadas, arrodillada con las flores y mirándolas sin recogerlas, y él se detuvo a su lado y le gustó que no hubiese sentido impulso de arrancarlas. Entonces comprendió que ambos, él y ella, hallaban un gozo y una belleza en su simple contemplación, que estaban mucho más allá de la posesión.

Cuando llegó a la cresta de la montaña, descendió hacia la carretera cubierta de hierba que conducía al buzón.

Pero no se había equivocado en la fuente, se dijo, aunque luego le hubiese parecido distinto. La mariposa tenía el ala rota y arrugada y descolorida por falta de polvillo. Era un ala inútil, pero de pronto volvió a estar entera y sana y le permitió alejarse volando.

VIII

Winslowe Grant llegaba puntualmente.

Al llegar junto al buzón, Enoch vio la polvareda levantada por su viejo cacharro al galopar por la cresta. Aquel año había sido un año de polvo, pensó al detenerse junto al buzón. Hubo poca lluvia y esto había sido muy malo para el campo. Aunque, para decir la verdad, apenas se cultivaba nada a la sazón en aquellas montañas. Hubo un tiempo en que se alzaron allí pequeñas y pulcras granjas, casi una al lado de la otra a lo largo de la carretera, cuya blancura contrastaba con el rojo de los graneros. Pero en la actualidad, casi todas las casas de labor estaban abandonadas y aquellas construcciones ya no eran rojas ni blancas, sino de madera grisácea y maltrecha por la intemperie, despintadas, con las cercas cayéndose de puro viejas y sus moradores desaparecidos.

Winslowe no tardaría mucho en llegar. Enoch se sentó a esperarlo. El cartero sin duda se detendría ante el buzón de los Fisher, que estaba al otro lado del recodo, aunque los Fisher no solían tener mucho correo, recibiendo casi únicamente la propaganda y los folletos que se distribuían por las regiones rurales. Esta correspondencia importaba muy poco a los Fisher, pues a veces pasaban días enteros sin ir a recoger el correo. De no ser por Lucy, acaso no irían nunca a buscarlo, porque era Lucy quien casi siempre pensaba en recogerlo.

Enoch se dijo que, en realidad, los Fisher eran una gente muy rutinaria. Su casa y sus construcciones anexas eran tan decrépitas, que un día les caerían sobre sus cabezas; cultivaban un mísero maizal que casi siempre estaba inundado por las crecidas del río. Cosechaban un poco de heno y tenían un par de caballos que eran todo huesos, con media docena de vacas flacas y algunas gallinas. Tenían un automóvil viejo y desvencijado, una instalación para destilar alcohol oculta por las márgenes del río y se dedicaban a la caza, a la pesca y la colocación de trampas. Eran, en realidad, gentes míseras que arrastraban una existencia precaria. Aunque, mirándolo bien, no eran unos malos vecinos. Se ocupaban de sus asuntos sin molestar a nadie, aunque de vez en cuando toda la tribu se dedicaba a distribuir folletos y manifiestos de una oscura secta fundamentalista a la que mamá Fisher se afilió durante unos ejercicios espirituales que se celebraron en Millville algunos años antes.

Winslowe no se detuvo ante el buzón de los Fisher, sino que apareció por la curva, traqueteando y envuelto en una nube de polvo. Frenó el tembloroso armatoste y paró el motor, del que salía una nube de vapor.

—Dejemos que se enfríe un poco —dijo.

El bloque crujió al empezar a enfriarse.

—Hoy llega puntual —le dijo Enoch.

—Hoy fueron muy pocos los que tuvieron correo —repuso Winslowe—. He pasado ante sus buzones sin detenerme.

Metió la mano en la cartera que tenía en el asiento, a su lado, y sacó un mazo de correspondencia atado con un cordel para Enoch… eran varios periódicos y dos revistas.

—Recibe usted muchos impresos —observó Winslowe— pero apenas ninguna carta.

—Ya no queda nadie para escribirme —contestó Enoch.

—Sí, pero esta vez tiene una carta —dijo Winslowe.

Enoch miró el mazo de periódicos, incapaz de ocultar su sorpresa, y vio asomar entre ellos la punta de un sobre.

—Una carta personal —dijo Winslowe, haciendo casi chasquear sus labios—. No es una circular ni un anuncio. Ni tampoco una carta comercial.

Enoch se puso el paquete bajo el brazo, junto a la culata del rifle.

—Probablemente no será nada importante —observó.

—Tal vez no —dijo Winslowe, con un brillo taimado en sus ojos.

Sacando una pipa y una bolsa del bolsillo, empezó a llenar aquélla lentamente. El bloque del motor continuaba crujiendo y produciendo chasquidos. Caía un sol implacable de un cielo sin nubes. La vegetación que bordeaba la carretera estaba cubierta de polvo y de ella se elevaba un olor acre.

—He oído decir que ese buscador de ginseng ha vuelto —dijo Winslowe, como quien no le da importancia a la cosa, pero incapaz de contener cierto tono de conspirador—. Ha estado ausente tres o cuatro días.

—Quizá se fue a vender el sang que encontró.

—En mi opinión —dijo el cartero—, ese tipo no busca sang, sino alguna otra cosa.

—Pues lleva dedicado a eso mucho tiempo —comentó Enoch.

—En primer lugar —prosiguió Winslowe—, apenas hay mercado para esa planta, y aunque lo hubiese, ya no se encuentra. Antes sí había un buen mercado. Los chinos la empleaban en medicina, según creo. Pero ahora ya no hay comercio con China. Recuerdo que cuando yo era un mozalbete, íbamos a buscarla. No era fácil de encontrar, ni siquiera entonces. Pero casi siempre se conseguía recoger una poca.

Se recostó en el asiento, dando serenamente chupadas a su pipa.

—Es curioso que aún haya quien se dedique a eso.

—Nunca he visto a ese hombre —dijo Enoch.

—Camina furtivamente por los bosques —dijo Winslowe—, recogiendo diferentes clases de plantas. He llegado a pensar que pudiese ser una especie de curandero, que recoge cosas para hacer amuletos y ensalmos. Se pasa mucho tiempo hablando con los Fisher y bebiendo el alcohol que ellos destilan. Aunque hoy en día no se habla mucho de ello, yo aún sigo creyendo en la magia. Hay muchas cosas que la ciencia no puede explicar. Ahí tiene usted por ejemplo a la chica de los Fisher, la sordomuda… ¿puede curar las verrugas con ensalmos?

—Eso he oído decir —repuso Enoch.

Y aún más que eso, pensó: Puede recomponer el ala de una mariposa.

Winslowe se adelantó en el asiento.

—Casi lo olvidaba —dijo—. Tengo otra cosa para usted. Levantó del suelo un paquete envuelto en papel marrón de embalar y lo tendió a Enoch, diciendo:

—Esto no es correo. Es una cosa que he hecho para usted.

—Muchas gracias —dijo Enoch, tomando el paquete.

—Vamos, hombre, ábralo.

Enoch titubeó.

—Caramba, no tenga vergüenza —dijo Winslowe.

Enoch rasgó el papel y vio una talla de madera que le representaba a él mismo. Era de madera dorada, de color de miel, y media unos treinta centímetros. Brillaba bajo el sol como si fuese de cristal dorado. Él aparecía en actitud de caminar, con el rifle bajo el brazo y avanzando contra el viento, pues estaba ligeramente inclinado y el viento formaba pliegues en su chaqueta y sus pantalones.

Enoch se quedó boquiabierto y luego se puso a contemplar la talla.

—Wins —dijo—, es la obra más bella que he visto en mi vida.

—La hice —repuso el cartero—con aquel trozo de madera que usted me dio el invierno pasado. Nunca había tenido una madera más apta para la talla. Dura y apenas sin grano. No había el peligro de resquebrajarla o de que se partiese por un nudo. Cuando se le hacía un corte, se quedaba tal como lo hacía y no tenía que andar escogiendo el punto mejor para hacerlo. Y no cuesta nada de pulir. Sólo hay que frotarla un poco.