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No sabría lo que pasaba en el mundo, dejaría de saber lo que ocurría en el exterior. Su gráfica se resentiría de esto y se convertiría en un documento bastante inútil; aunque, por otra parte, pensó, ahora ya era casi inútil del todo, pues no podía estar seguro de la dosificación correcta de los factores.

Pero dejando aparte todo esto, echaría de menos aquel pequeño mundo exterior que había llegado a conocer tan bien, ese rinconcito del planeta que medía en sus paseos.

Eran estos paseos, pensó, tal vez más que otra cosa, lo que le había permitido seguir siendo un ser humano y un ciudadano de la Tierra.

Se preguntó la importancia que podía tener que continuase siendo, intelectual y sentimentalmente, un ciudadano de la Tierra y un miembro de la especie humana. Acaso no hubiese razón alguna para que continuase siéndolo. Con el cosmopolitismo de la Galaxia a su disposición, incluso podía parecer provinciano su afán continuado por mantenerse fiel a su viejo planeta natal. Acaso sin saberlo perdiese algo muy importante con su provincianismo.

Pero sabía que no era propio de él volverse de espaldas a la Tierra. Era un lugar que amaba demasiado para ello… probablemente lo amaba más que el común de los mortales, que no había podido tener el atisbo que él tuvo de mundos remotos e inimaginables. Un hombre, se dijo, tenía que pertenecer a alguna parte, debía tener una lealtad y una identidad. La Galaxia era un lugar demasiado grande para que un ser viviente pudiera permanecer en ella solo y desamparado.

Una alondra se elevó de entre unas matas y se cernió a gran altura en el cielo. Al verla, esperó la cascada de notas cristalinas que surgiría de su garganta para desparramarse por el azul. Pero no hubo canto, pues la primavera ya había pasado.

Continuó bajando por el camino y de pronto, frente a él, vio la desnuda silueta de la estación, de pie sobre el otero.

Tiene gracia, pensó, que piense más en ella como una estación que como un hogar, pero había sido estación más tiempo que hogar.

De ella se desprendía una especie de fea solidez, como si se hubiese lanzado en aquella loma y se propusiese permanecer allí para siempre.

Y allí permanecería, desde luego, si ésta era la voluntad de quienes la habían construido. Nada podía causarle el menor efecto.

Aunque un día se viese obligado a permanecer dentro de sus paredes, la estación seguiría alzándose imperturbable contra todos los intentos y vigilancias humanas. Los hombres no podrían derribarla ni hacerle mella. Nada podrían hacer. Todas sus observaciones y especulaciones, todos los análisis a que él se entregaba, no proporcionarían nada al Hombre, salvo el conocimiento de que en aquella loma existía una construcción inusitada. Pues la estación podría sobrevivir a todo, excepto una explosión termonuclear… y tal vez esto también.

Entró en el corral y se volvió para mirar hacia atrás, hacia el grupo de árboles de donde había salido el destello; pero no vio nada que indicase allí la presencia de alguien.

X

En el interior de la estación, la máquina transmisora de mensajes emitía un sonido quejumbroso.

Enoch colgó el rifle, dejó el correo y la estatuilla sobre su mesa y cruzó la habitación hacia la máquina, que no paraba de silbar. Oprimió el botón y bajó la palanca. El silbido cesó inmediatamente.

En la placa para mensajes leyó:

N.º 406302 A ESTACIÓN 18327. LLEGARE AL ANOCHECER HORA LOCAL. PREPARA CAFÉ. ULISES.

Enoch sonrió. ¡Ulises y su café! Era el único extraterrestre que había conocido que se aficionó a un producto de la Tierra. Otros muchos los probaron, ya fuesen alimentos o bebidas, pero casi nunca repitieron.

Lo que pasaba con Ulises y él era muy curioso, pensó. Simpatizaron desde el primer momento, desde aquella tarde de tormenta en que estaban sentados en la escalera y la máscara humana se desprendió de la cara de su visitante.

Entonces apareció un rostro espantoso, feo y repulsivo. El rostro de un payaso cruel, pensó Enoch. En el mismo momento de pensarlo, se preguntó por qué había podido escoger una frase tan particular, pues los payasos lo eran todo menos crueles. Pero aquél podía serlo… con su cara abigarrada, su mandíbula dura y enérgica, la boca reducida a un fino trazo.

Entonces le vio los ojos y se olvidó de todo lo demás. Eran muy grandes y tenían una suavidad y la luz del entendimiento brillaba en ellos; lo miraban con simpatía, como otro ser hubiera podido tenderle amistosamente las manos.

La lluvia llegó susurrando sobre la tierra, tamborileó en el techo del cobertizo donde se guardaba la maquinaria agrícola y luego cayó sobre ellos en ráfagas inclinadas que martilleaban coléricamente el polvo del corral, mientras las gallinas sorprendidas y azoradas, corrían alocadamente en busca de cobijo.

Enoch se puso en pie de un salto, agarró al visitante por un brazo y lo llevó bajo la protección del porche.

Allí se detuvieron, uno frente al otro; Ulises terminó de quitarse la máscara, que se había aflojado al romperse, y terminó de mostrar un cráneo lampiño en forma de huevo… y la cara, que parecía pintarrajeada. Dijérase la cara de un indio bravo y belicoso, pintado con los colores de la guerra, con la única diferencia de que aquí y allá mostraba toques de payaso, como si al pintarse la cara de aquel modo hubiese querido poner de relieve lo grotesco y absurdo de la guerra. Pero al mirarla Enoch comprendió que no era pintura, sino la coloración natural de aquel ser procedente de algún lugar perdido entre las estrellas.

Fuesen cuales fuesen las dudas que subsistieran en su ánimo, o el pasmo que aún sintiese, Enoch no tenía ninguna duda de que aquel extraño ser no era de la Tierra. Pues no era humano. Podía tener forma humana, con dos brazos y dos piernas, una cabeza y un rostro, pero había en él algo esencialmente inhumano, casi la negación de la humanidad.

En otras épocas acaso lo hubiesen tomado por un demonio, pero aquellos tiempos ya habían pasado (aunque en algunos lugares aún subsistían) hasta cierto punto, en que la gente creía en demonios, en trasgos o en cualquier otro miembro de aquella legión sobrenatural que, en la imaginación de los hombres antiguos, tenía sus reales en la Tierra.

Dijo que venía de las estrellas. Y era posible que así fuese, aunque aquello no tenía pies ni cabeza. Nadie había podido imaginarlo, ni en las fantasías más descabelladas. Sin ningún asidero, no ofrecía nada a que sujetarse. No tenía puntos de referencia ni podía medirse con nada. Y dejaba una especie de vacío en la mente que acaso podría llenarse, andando el tiempo, pero que entonces no era más que un túnel de pasmo y maravilla que sé extendía indefinidamente.

—No tenga prisa —le dijo el extraterrestre—. Ya sé que no es fácil. Y no conozco nada para facilitar el proceso. Al fin y al cabo, no tengo ningún medio de demostrar que vengo de las estrellas.

—Pero, ¿cómo habla usted tan bien…?

—¿Quiere decir en su idioma? Esto no ha sido muy difícil. Si conociese todos los idiomas de la Galaxia, comprendería que esto ofrece muy poca dificultad. Su idioma no es difícil. Es un idioma fundamental y omite un sinfín de conceptos.

Enoch tuvo que admitir que aquello podía ser cierto.

—Si usted lo desea —prosiguió el extraño visitante—, puedo irme durante un día o dos, para que usted tenga tiempo de pensar. Entonces volveré y usted ya habrá llegado a una decisión.