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Dicho de aquel modo, naturalmente, parecía muy sencillo, pero Enoch tenía la impresión de que distaba mucho de serlo.

—¿Cómo pueden ir vagones de ferrocarril por el espacio? —preguntó.

—No son vagones de ferrocarril —le contestó Ulises— sino otra cosa. No sé cómo explicártelo…

—¿Por qué no tratas de buscar a otro… a otro capaz de entenderlo?

—No hay nadie en este planeta que pudiera entenderlo ni remotamente. No, Enoch, tú nos servirás tan bien como otro cualquiera. En cierto modo, mucho mejor que otros.

—Pero…

—¿Qué, Enoch?

—Nada —repuso Enoch.

Se había acordado entonces de que había estado sentado en la escalera, pensando en lo solo que estaba y en un nuevo comienzo, sabiendo que era inevitable empezar de nuevo, empezar otra vez desde cero para volver a edificar su vida.

Y aquí, de pronto, estaba aquel nuevo comienzo… más terrible y maravilloso que todo cuanto hubiera podido soñar, incluso en un momento de demencia.

XI

Enoch archivó el mensaje y envió el acuse de recibo:

N.º 406302 RECIBIDO. PONGO CAFÉ A HERVIR. ENOCH

Después de borrar el mensaje de la máquina, se dirigió al depósito para líquidos N.º 3 que había preparado antes de irse. Comprobó la temperatura y el nivel de la solución, cerciorándose de nuevo de que el depósito estuviese bien colocado respecto al materializador.

De allí pasó al otro materializador, el oficial y de urgencia, colocado en un rincón, y lo examinó escrupulosamente. Estaba bien. Siempre estaba bien, pero él nunca dejaba de revisarlo antes de una visita de Ulises. Si algo hubiese ido mal, no hubiera podido hacer otra cosa sino enviar un mensaje urgente a la Central Galáctica. En este caso, alguien hubiera venido en el materializador normal, para reparar la avería. Pues la verdad era que el materializador oficial y de urgencia era exactamente lo que su nombre indicaba. Tan sólo se utilizaba para las visitas oficiales efectuadas por el personal del Centro Galáctico o para posibles casos urgentes, y su manejo se efectuaba totalmente desde fuera de la estación local.

Ulises, en su calidad de inspector de aquella y de otras varias estaciones, podría haber utilizado el materializador oficial siempre que le hubiese venido en gana y sin previo aviso. Pero en todos los años que llevaba visitando la estación nunca había dejado de avisarle su llegada, recordó Enoch con cierto orgullo. Se trataba de un gesto de cortesía que tal vez muchos inspectores no tuviesen con las demás estaciones de la gran red galáctica, aunque era posible que con algunas de ellas tuviesen la misma deferencia.

Aquella misma noche, se dijo, tendría que decir a Ulises la vigilancia a que se hallaba sometida la estación. Acaso hubiese tenido que decírselo antes, pero se mostraba reacio a admitir que la especie humana pudiese constituir un problema para la instalación galáctica.

No tenía remedio, se dijo para sus adentros, aquella obsesión que le dominaba de presentar a los habitantes de la Tierra como seres buenos y razonables. La verdad era que por muchos conceptos no eran buenos ni razonables; tal vez porque aún no habían alcanzado la madurez. Eran listos y rápidos de entendimiento, a veces compasivos e incluso llenos de comprensión, pero fallaban lamentablemente en muchos otros aspectos.

Pero si se les diese ocasión para ello, pensaba Enoch, si se les ofreciese una oportunidad, únicamente si pudiese decirles lo que existía en el espacio, entonces tratarían de dominarse y de ponerse a la altura, y así, a su debido tiempo, serían admitidos en el gran concierto de pueblos estelares.

Una vez admitidos, demostrarían su valía y harían oír su voz, porque aún eran una estirpe joven y rebosante de energía… a veces incluso excesiva.

Enoch meneó dubitativamente la cabeza y cruzó la habitación, para ir a sentarse en su escritorio. Colocando el correo ante él, desató el cordel con que Winslowe había atado el mazo de correspondencia.

Había unos cuantos diarios, un semanario, dos revistas —Nature y Science— y la carta.

Apartó los diarios y revistas a un lado y tomó la carta. Vio que era un sobre de correo aéreo con la estampilla de Londres y como remitente figuraba un nombre que le era desconocido. Se preguntó quién podía escribirle desde Londres sin conocerlo. Aunque luego pensó que quienquiera que le escribiese, desde Londres o desde donde fuese, tenía que ser forzosamente un desconocido. Sí no conocía a nadie en Londres ni en ningún lugar del mundo.

Rasgó el aerograma, lo abrió y extendió sobre la mesa, acercando la lámpara de pie para que la luz cayese de pleno sobre la escritura.

Entonces leyó lo siguiente:

Muy señor mío:

Sin duda mi nombre le será desconocido. Soy uno de los varios directores de Nature, la publicación inglesa a la que usted está suscrito desde hace muchos años. No le escribo con papel de la revista porque esta carta es personal y no tiene carácter oficial, y acaso incluso la considere usted de muy mal gusto.

Tal vez le interese saber que es usted nuestro suscriptor más antiguo. Figura usted en nuestras listas de suscriptores desde hace más de ochenta años.

Si bien comprendo que esto no es de mi incumbencia, a veces me he preguntado si ha sido usted mismo quien ha estado suscrito a nuestra publicación durante un período tan prolongado, o si es posible que fuese su padre, o cualquier otro familiar suyo quien inició la suscripción, limitándose usted a dejar que ésta siguiese a su nombre.

Es indudable que mi interés representa una curiosidad, y una intromisión inexcusable y si usted prefiere dar esta carta por no recibida, se halla muy en su derecho de hacerlo y me parecerá justo que así lo haga. Pero si no le importa contestar, agradeceré sumamente una respuesta.

Puedo únicamente decir en mi descargo que llevo tanto tiempo en la revista, que siento cierto orgullo en comprobar que hay alguien que ha sentido interés en recibirla durante más de ochenta años. Dudo que existan muchas publicaciones que hayan podido merecer un interés tan pronunciado por parte de uno de sus suscriptores.

Le saluda respetuosamente, con mi mayor consideración,

suyo affmo. S.S.

Y después venía la firma.

Enoch apartó la carta a un lado.

De nuevo el mismo problema, se dijo. Allí estaba otro que lo vigilaba, aunque discretamente y con suma cortesía, y sin que representase un peligro como los demás.

Pero era otro que se había dado cuenta, otro que se extrañó ante el hecho de que el mismo individuo estuviese suscrito a una revista durante más de ochenta años.

Y a medida que fuese pasando el tiempo, habría más y más. No eran sólo los que lo vigilaban apostados fuera de la estación los que debían de preocuparle, sino los que estaban en potencia. Por más callado y discreto que fuese un hombre, llegaría un momento en que no podría seguirse ocultando. Tarde o temprano, el mundo vendría a pedirle cuentas y las gentes se agolparían, frente a su puerta, ansiosas por saber por qué se ocultaba.

Sabía que el plazo tocaba a su fin. El mundo estrechaba su cerco.

¿Por qué no pueden dejarme en paz?, murmuró entre dientes. Si él pudiese explicarles lo que verdaderamente sucedía, tal vez lo dejasen en paz. Pero no podía explicárselo. Y aunque pudiese, siempre habría algunos que vendrían a curiosear.

Al otro lado de la estancia, el materializador lanzó una llamada de aviso y Enoch giró en redondo.

El thubano había llegado. Estaba en el depósito, como una masa oscura y globular, y, por encima de él, flotando perezosamente en la solución, había un objeto cúbico.

El equipaje, se dijo Enoch. Pero el mensaje decía que no traía equipaje.