Mientras cruzaba apresuradamente la habitación, oyó unos chasquidos… era el thubano que le estaba hablando.
—Un regalo para usted —dijo el chasquido—. Vegetación muerta.
Enoch atisbó el cubo que flotaba en el líquido.
—Tómelo —dijo el thubano con sus chasquidos—. Lo he traído para usted.
Desmañadamente, Enoch le contestó, golpeando con las uñas en la pared de cristal del depósito: "Muchas gracias, gracioso señor”. Mientras transmitía el mensaje, se preguntó si utilizaba el tratamiento adecuado para dirigirse a aquella masa gelatinosa. Un hombre, pensó, podía armarse un lío tremendo con aquellas cuestiones de etiqueta. Había algunos de aquellos seres a los que era necesario dirigirse en un lenguaje florido y ampuloso (y aún, en esos casos, las fórmulas variaban), mientras otros hablaban en los términos más escuetos y directos.
Metió la mano en el depósito para sacar el cubo y vio que era un bloque de madera muy pesada, negra como el ébano y de un grano tan fino, que parecía piedra. Rió interiormente, al pensar que, si había que hacer caso a Winslowe, se había convertido en un experto en maderas artísticas.
Dejó la madera en el suelo y volvió su atención al depósito.
—¿Le importaría explicarme lo que piensa hacer con ella? —le preguntó el thubano—. Para nosotros, eso no sirve para nada.
Enoch titubeó, rebuscando desesperadamente en su memoria. ¿Con qué señales del código se traducía el verbo "tallar”?
—¿Bien? —dijo el thubano.
—Debe usted perdonarme, gracioso señor. No estoy muy versado en su lenguaje. Lo empleo muy pocas veces.
—Apee el tratamiento y no me llame "gracioso señor". Soy un ser vulgar.
—Modelarla —dijo Enoch—. Darle otra forma. ¿Es usted un ser visual? Si puede verla, le mostraré una.
—No soy visual —repuso el thubano—. Muchas otras cosas, sí, pero no visual.
Cuando llegó tenía forma de globo y entonces empezaba a aplastarse.
—Usted es un bípedo —le dijo el thubano con sus curiosos chasquidos.
—Sí, eso es lo que soy.
—Hablemos de su planeta. ¿Es un planeta sólido?
¿Sólido?, se preguntó Enoch. Oh sí, sólido; lo contrarío de líquido.
—Sólido en una cuarta parte —respondió—. El resto es líquido.
—El mío es casi totalmente líquido. Sólo una pequeña parte es sólida. Un mundo muy tranquilo.
—Quiero preguntarle una cosa —dijo Enoch, golpeando en las paredes del tanque.
—Pregunte —repuso el extraño ser.
—Usted es matemático. ¿Todos ustedes lo son?
—Sí —contestó el thubano—. Es un excelente pasatiempo. Mantiene la mente ocupada.
—¿Quiere usted decir que no aplican sus conocimientos a nada?
—Oh, sí, una vez los aplicamos. Pero ahora ya no necesitamos aplicarlos. Hace mucho, muchísimo tiempo que tenemos todo cuanto necesitamos. Ahora sólo nos divertimos.
—He oído hablar de su sistema de notación numérica.
—Es muy diferente —observó el thubano—. Un concepto muy superior.
—¿No puede usted explicármelo?
—¿Conoce el sistema de notación que emplean los habitantes de Polar VII?
—No, no lo conozco —contestó Enoch.
—Entonces, será inútil que le hable del nuestro. Primero debe de conocer el de Polar.
Así era, pensó Enoch. Debiera haberlo supuesto. ¡Había una suma tan fabulosa de conocimientos en la Galaxia y era tan poco lo que él había podido aprender, y entendía tan poco de lo poco que sabia!
Había en la Tierra hombres que podrían comprenderlo. Hombres que lo darían todo, salvo la vida, por saber lo poco que él sabia, y poder sacar partido de aquellos conocimientos.
Allá entre las estrellas había una masa de conocimientos colosal, que en parte era una extensión de lo que ya sabía la humanidad, y en parte relacionada con cuestiones que el hombre ni siquiera sospechaba, y que se utilizaban de unas maneras y para unas finalidades que en la Tierra eran inimaginables. Y que el hombre nunca podría imaginar, abandonado a sus propios medios.
Dentro de cien años, pensó Enoch. ¿Cuánto habría aprendido dentro de cien años? ¿Y cuando hubiesen pasado mil?
—Ahora me voy a descansar —dijo el thubano—. Hemos tenido una agradable conversación.
XII
Enoch se apartó del tanque y recogió el bloque de madera. A su alrededor se había formado un pequeño charco, que brillaba sobre el suelo.
Se fue con el bloque hacia una de las ventanas para examinarlo. Era pesado, negro, de grano fino y a un lado aún tenía un poco de corteza. Lo habían aserrado. Alguien lo había aserrado hasta darle unas dimensiones que permitieran meterlo en el tanque donde descansaba el thubano.
Recordó un artículo periodístico que había leído un par de días antes, en el que un hombre de ciencia argüía que en un mundo líquido la inteligencia nunca podría desarrollarse.
Pero aquel científico se equivocaba, porque los thubanos eran una de las especies inteligentes que habitaban en un mundo líquido, y había otras que pertenecían a la comunidad galáctica. Había muchas cosas, se dijo, que el hombre no sólo tendría que aprender, sino que desaprender, si alguna vez quería convertirse en un miembro de la cultura galáctica.
La limitación de la velocidad de la luz, por ejemplo.
Si nada pudiese moverse a una velocidad superior que la de la luz, entonces el sistema galáctico de transporte sería imposible.
Pero no había que censurar al hombre, se dijo, por haber supuesto que la velocidad de la luz era la velocidad límite del Universo. El hombre —o cualquier ser que pensase como él— únicamente podía valerse de sus observaciones y de los datos que éstas facilitaban, para establecer sus postulados. Y como la ciencia humana no conocía hasta la fecha nada que fuese más rápido que la luz, entonces había que dar como válida la suposición de que nada podía ser más veloz. Pero este postulado era únicamente válido como suposición, y nada más.
Pues los impulsos que transportaban a los seres de una estrella a otra eran casi instantáneos, fuese cual fuese la distancia.
Por más que pensara en ello, tuvo que reconocer que le costaba admitirlo.
Sólo hacía unos instantes, el ser que descansaba en el depósito estaba en otro depósito de otra estación, y el materializador captó su estructura molecular… y no sólo de su organismo, sino la estructura de su misma fuerza vital, el soplo que le infundía vida. Luego esta estructura recorrió casi instantáneamente los insondables abismos del espacio, hasta llegar al receptor instalado en esta estación, dónde los impulsos recibidos sirvieron para duplicar el organismo, la mente, la memoria y la vida de aquel ser, que entonces yacía muerta a muchos años luz de distancia. Y en el depósito, el nuevo cuerpo, la nueva mente, la nueva memoria y la vida cobraron realidad y forma casi instantáneamente… el ser era nuevo por completo, pero réplica exacta del anterior, por lo que la identidad continuaba, lo mismo que la consciencia (el pensamiento únicamente se había interrumpido durante una fracción de segundo), de manera que para todos los fines y propósitos, aquel ser era el mismo.
Existían limitaciones para el envío de estos impulsos, pero estas limitaciones nada tenían que ver con la velocidad, pues los impulsos podían cruzar toda la Galaxia en un tiempo brevísimo. Pero bajo ciertas condiciones, podían alterarse los impulsos y por esto tenían que existir muchas estaciones… millares de ellas. Las nubes de polvo o de gas cósmico y las zonas altamente ionizadas podían alterar los impulsos, y en los sectores de la Galaxia donde reinaban estas condiciones, los saltos de estación a estación eran mucho más cortos, para evitar dichas alteraciones. Había que evitar algunas zonas dando un rodeo, a causa de las elevadas concentraciones de gases o de polvillo que presentaban, y que producían efectos comparables al de la refracción.