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Enoch se preguntó cuántos cadáveres de aquel ser descansaban a la sazón en los tanques de las estaciones que había ido recorriendo en el curso de su viaje… del mismo modo como dejaría allí otro cadáver, dentro de pocas horas, cuando él enviase los impulsos correspondientes a la estructura molecular de aquel ser, para que éste continuase su viaje.

Un largo reguero de cadáveres, pensó, quedaba entre las estrellas, para ser destruido por una solución de ácidos y arrojados a tanques enterrados profundamente, mientras el ser continuaba su viaje, hasta llegar a su punto de destino y cumplir el objeto de su travesía cósmica.

¿Y cuál era el objeto, se preguntó Enoch… el objeto que impulsaba a las innúmeras criaturas que pasaban por las estaciones esparcidas por la inmensidad del espacio? Algunos casos, charlando con los viajeros, éstos le existieron el objeto de su viaje, pero en su mayoría nunca supo qué les impulsaba a viajar… ni tenía derecho alguno a saberlo. Pues él sólo era el guardián.

A veces el anfitrión, pensó, aunque no siempre, porque con algunos seres era imposible serlo. Pero siempre era el hombre que vigilaba el funcionamiento de la estación y la mantenía en marcha, disponiéndola para recibir a los viajeros, y reexpidiendo a éstos cuando llegaba el momento de hacerlo. Y que realizaba también las pequeñas tareas que éstos pudiesen necesitar, tratándolos siempre con deferencia y cortesía.

Examinó el bloque de madera y pensó lo contento que estaría Winslowe con él. Muy raramente se encontraban maderas tan negras y pulidas como aquélla.

¿Qué pensaría Winslowe si supiese que las estatuillas que tallaba estaban hechas de una madera que había crecido en planetas desconocidos, situados a muchos años-luz de distancia? Sabía que Winslowe debía de haberse preguntado muchas veces de dónde procedía aquella madera y cómo se la había procurado su amigo. Pero nunca se lo preguntó. Y sabía también, naturalmente, que había algo muy raro en aquel hombre que iba todos los días a esperarlo en el buzón. Pero tampoco le había hecho preguntas al respecto.

Esto era la verdadera amistad, se dijo Enoch.

Aquella madera que entonces tenía en las manos también era otra prueba de amistad… la amistad que demostraban los seres de las estrellas hacia un humilde guarda de una estación remota y provinciana, perdida en uno de los brazos espirales, muy lejos del centro de la Galaxia.

Se había corrido la voz, al parecer, en el transcurso de los años y a través del espacio, de que el guarda de aquella estación coleccionaba maderas exóticas… y las maderas empezaron a afluir. No sólo se las traían los miembros de aquellas especies que él consideraba sus amigos, sino completos desconocidos, como la burbuja gelatinosa que entonces descansaba en el tanque.

Dejó la madera encima de la mesa y se acercó al frigorífico, para sacar un trozo de queso reseco que Winslowe le trajo hacía unos días, y un paquete de fruta que un viajero de Sirra X le regaló la víspera.

—Las he analizado —le explicó el viajero— y puede usted comerlas sin temor. No producirán ningún trastorno en su metabolismo. ¿Aún no ha probado estas frutas? Es una lástima que no las conociese, porque son deliciosas. La próxima vez, si quiere, le traeré más.

De la alacena contigua al frigorífico sacó un panecillo redondo, que formaba parte de la ración que le enviaba regularmente la Central Galáctica. Hecho con un cereal distinto a cuanto se conocía en la Tierra, tenía un marcado sabor a nueces con un ligero deje de especias no terrenales.

Puso la comida sobre lo que él llamaba la mesa de la cocina, aunque no había cocina. Después puso la cafetera sobre la estufa y volvió a su escritorio.

La carta aún estaba allí, abierta, y él la plegó para guardarla en el cajón.

Rasgó las fajas marrones de los periódicos y formó un montón con ellas. Escogió del montón el Times neoyorquino y se instaló en su sillón favorito para leerlo.

SE CONVOCA UNA NUEVA CONFERENCIA DE PAZ, rezaban los titulares del articulo de fondo.

La crisis se había estado gestando desde hacia más de un mes; era la última de una larga serie de crisis que mantenían al mundo en vilo desde hacía años. Y lo peor de todo, se dijo Enoch, era que en su mayoría se trataba de crisis creadas artificialmente por un bando u otro, a fin de conseguir ventajas en la implacable partida de ajedrez de la política, entablada desde que se terminó la segunda guerra mundial.

Las crónicas que publicaba el Times sobre la conferencia tenían una nota bastante desesperada, casi fatalista, como si los cronistas, y acaso los diplomáticos y los políticos aludidos en ellas, ya supiesen de antemano que la conferencia no resolvería nada… si en realidad no servía para agravar aún más la crisis.

Los observadores de esta capital (escribía el corresponsal de Washington del Times) no se hallan muy convencidos de la utilidad que pueda tener la conferencia en este caso, a diferencia de otras conferencias celebradas anteriormente, para aplazar un estallido bélico o mejorar las perspectivas de arreglo. En muchos círculos apenas se oculta la preocupación y se afirma que esta conferencia únicamente servirá para atizar el fuego de la controversia sin abrir en cambio el camino hacia un posible compromiso. En la mente del público, una conferencia sirve para proporcionar un lugar y un tiempo destinado a estudiar reposadamente los hechos y los puntos de litigio, pero son muy pocos los que ven en la convocatoria de esta conferencia un indicio de que vaya a ser también así, en esta ocasión.

La cafetera se había puesto a hervir y Enoch tiró el periódico para correr a la estufa y retirarla. Luego sacó una taza de la alacena y se dirigió a la mesa.

Pero antes de empezar a comer, volvió al escritorio, y, abriendo un cajón, sacó su gráfica y la extendió sobre la mesa, preguntándose por enésima vez el valor que pudiese tener, aunque a veces parecía tener cierto sentido, en algunas partes de ella.

La había basado en la teoría de la estadística de Mizar y se vio obligado, a causa de la naturaleza del tema, a extrapolar algunos factores y sustituir ciertos valores.

Volvió a preguntarse la validez que su trabajo podía tener y si había cometido algún error en alguna parte. ¿Habría destruido la validez del sistema con sus extrapolaciones y cambios? Y, de ser así, ¿cómo podría corregir los errores para restablecer la validez?

En este caso, se dijo, los factores eran el índice de natalidad y la población total de la Tierra, el índice de mortalidad, la cotización monetaria, el coste de la vida y su nivel, la asistencia a los lugares del culto, los progresos médicos, el avance tecnológico, los índices industriales, la mano de obra disponible, las tendencias que se registraban en el comercio mundial, y otros muchos, entre los que se incluían algunos que a primera vista no parecían tener importancia: los precios alcanzados en las subastas por los objetos de arte, las preferencias demostradas por el público en sus vacaciones, movimientos migratorios, la velocidad de los transportes y la frecuencia de los trastornos mentales.

El método estadístico creado por los matemáticos de Mizar era de aplicación universal, empleado correctamente. Pero él se vio obligado a deformarlo al aplicarlo a la situación que reinaba en un planeta distinto, si quería que se adaptase a la situación existente en la Tierra… Y, después de aquella deformación, ¿podía dársele aún por válido?

Se estremeció al contemplar la gráfica. Si no había cometido ninguna equivocación, si había manejado correctamente todos los factores, si la aplicación del sistema no había ido contra sus mismos principios, entonces la Tierra iba en derechura hacia otra guerra mundial, hacia un holocausto en el ara de la destrucción nuclear.