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—Yo también confiaba que así fuese —repuso Enoch—, pero temo que hayan venido demasiado pronto. Aún es demasiado temprano para la especie humana. Todavía no estamos maduros. Somos unos simples adolescentes.

—Es una pena —observó Mary—. Con lo mucho que podríamos aprender… Ellos saben mucho más que nosotros. Su concepto de la religión, por ejemplo…

—No sé si en realidad se trata de una religión —dijo Enoch—. No tiene todos esos ringorrangos que suelen acompañar a nuestras religiones. Y no se basa en la fe. ¿Por qué tenía que basarse? Se basa en el conocimiento. Los extraterrestres saben, y esto es todo.

—¿Quieres decir la fuerza espiritual?

—Existe —prosiguió Enoch— con tanta seguridad cómo las demás fuerzas que componen el Universo. Existe una fuerza espiritual, del mismo modo como existen el tiempo, el espacio, la gravitación y todos los demás factores que forman el Universo no material. Existe y los extraterrestres pueden establecer contacto con ella…

—Pero, ¿tú no crees —le preguntó David— que la especie humana también puede intuir la existencia de esta fuerza? No la conoce, pero la siente. Y tiende las manos hacia ella. Como no posee el conocimiento, tiene que pasar como puede con la fe. Y la fe es antiquísima. Tal vez se remonta a los primeros días de la prehistoria. Entonces era una fe tosca, pero una especie de fe, un avanzar a tientas en busca de una fe más profunda.

—Es posible —dijo Enoch—. Pero en realidad, yo no pensaba en la fuerza espiritual, si no en todas las demás cosas, las cosas materiales, los métodos, las filosofías que podrían ser útiles para la humanidad. Nómbrame la rama que quieras de la ciencia, que habrá algo nuevo para nosotros, algo más de lo que tenemos.

Pero su mente volvió a aquella extraña cuestión de la fuerza espiritual y de la máquina aún más extraña que fue construida hacía eones, mediante la cual los galácticos podían establecer contacto con la fuerza. Aquella máquina tenía un nombre, pero no existía palabra alguna en el idioma inglés que se le acercase ni remotamente. «Talismán» era acaso la versión más próxima, pero talismán era un término demasiado tosco. Aunque ésa fue la palabra que empleó Ulises cuando hablaron de ella unos cuantos años después.

Había tantas cosas, tantos conceptos en la Galaxia, pensó, que no podían expresarse adecuadamente en ningún idioma de la Tierra… El Talismán era mucho más que un simple talismán y la máquina que recibió este nombre, algo más que una simple máquina. En ella, además de ciertos conceptos mecánicos, se hallaba involucrado un concepto psíquico, acaso una especie de energía psíquica desconocida en la Tierra. Pero esto no era todo, sino que había mucho más. Si había leído parte de la literatura publicada sobre la fuerza espiritual y el Talismán y se acordaba de que al leerla se percató de cuán pequeña era su estatura, cuánto escapaba aquello a la comprensión de la especie humana.

El Talismán sólo podía funcionar en manos de determinados seres dotados de unas mentes especiales y de algo más (¿unas almas especiales, acaso?). «Sensitivos» era el término que empleó al traducir mentalmente la expresión que denominaba a esa clase de seres, pero en este caso, tampoco estaba seguro de que el vocablo fuese el adecuado. El Talismán estaba puesto bajo la custodia de los sensitivos galácticos más capacitados, o más eficientes, o más devotos (¿cuál sería el adjetivo exacto?), que lo llevaban de estrella a estrella en una especie de progresión eterna. Y en cada planeta, los seres que lo poblaban establecían una comunión personal e individual con la fuerza espiritual por intermedio y con la ayuda del Talismán y su custodio.

Descubrió que esta idea le producía un escalofrío… el puro éxtasis que debía de producir tender la mano hacia la fuerza espiritual que llenaba la Galaxia e, indudablemente, todo el Universo, para tocarla. ¡Qué seguridad debía de proporcionar! La seguridad de que la vida ocupaba un lugar especial en el gran orden de la existencia, y que los seres, por pequeños, por débiles y por insignificantes que fuesen, ocupaban un lugar en la inmensa extensión del espacio y el tiempo.

—¿Qué te pasa, Enoch? —le preguntó Mary.

—Nada —contestó él—. Sólo estaba pensando. Discúlpame. Procuraré estar más atento.

—Hablábamos —dijo David— de lo que podría darnos la Galaxia. Recuerdo, por ejemplo, esas matemáticas especiales de que tú nos hablaste una vez, diciendo que eran algo…

—Sí, las matemáticas de Arturo —dijo Enoch—. Sé muy poco más sobre ellas que cuando os las mencioné. Son demasiado complicadas. Se basan en un simbolismo de la conducta.

Era dudoso, pensaba, que incluso se las pudiera llamar matemáticas, aunque, en última instancia, esto es probablemente lo que eran. Eran algo que los científicos de la Tierra podrían utilizar indudablemente en el desarrollo de las ciencias sociales, convirtiéndose en una ciencia exacta, pues en ellas resultarían tan lógicas y eficientes como las matemáticas corrientes, empleadas en ingeniería, por ejemplo.

—Y la biología de esa especie de Andrómeda —observó Mary—. La especie que colonizó todos aquellos locos planetas.

—Sí ya sé. Pero la Tierra tendría que madurar un poco en el aspecto intelectual y emocional antes de que pudiésemos atrevernos a utilizarla como hacen los de Andrómeda. Sin embargo, supongo que tendría sus aplicaciones.

Se estremeció interiormente al pensar en la forma en que la utilizaban los de Andrómeda. Comprendió que esto demostraba que él seguía siendo un hombre de la Tierra, sujeto a todos los prejuicios, las manías y los tabúes del espíritu humano. Pues lo que habían hecho los de Andrómeda era sólo de sentido común. Si no se puede colonizar un planeta con la forma que se tiene, pues a cambiar de forma se ha dicho. Uno se convierte en un ser que puede vivir en el planeta y así se procede a su colonización. Si es necesario convertirse en gusanos pues uno se convierte en gusano… o insecto, o en molusco, o en lo que sea. Y no sólo se cambia de cuerpo, sino de mente, adquiriendo la mente necesaria para vivir en el planeta en cuestión.

—Las drogas y los medicamentos, por ejemplo —dijo Mary—. Los conocimientos médicos con que la Tierra podría enriquecerse. ¿Te acuerdas de ese paquetito de drogas que te envió la Central Galáctica?

—Unas drogas —dijo Enoch— que pueden curar casi todas las enfermedades de la Tierra. Tal vez esto sea lo que más me duele. Saber que las tengo aquí, en esa alacena, en este mismo planeta, donde hay tanta gente que las necesita.

—Podrías enviar muestras por correo —apuntó David—, a las asociaciones médicas o a las fábricas de productos químicos.

Enoch denegó con la cabeza.

—Ya pensé en eso, desde luego. Pero tengo que pensar también en la Galaxia. Estoy ligado por ciertas obligaciones a la Central Galáctica. Han adoptado grandes precauciones para no delatar la presencia de la estación. Luego están Ulises y todos mis amigos galácticos. No puedo estropear sus planes. Me siento incapaz de representar el papel de traidor. Porque, pensándolo bien, la Central Galáctica y la labor que realiza es más importante que la Tierra.

—Una lealtad dividida —comentó David, con un ligero deje burlón.

—Sí, eso es, exactamente. Hubo un momento, hace muchos años, en que pensé en escribir artículos para enviarlos a alguna revista científica. Una revista de medicina, naturalmente, porque no sé nada de medicina. Las drogas están ahí, desde luego, en el estante, con instrucciones para su uso, pero no son más que píldoras, polvos o ungüentos, o lo que sea. Pero yo sabía de otras cosas, me hallaba enterado de otras cosas que me habían enseñado. No las conocía mucho, naturalmente, pero al menos eran atisbos en otras direcciones. Eran suficientes para que alguien se fijase en ellos y les sirviesen de punto de partida. Alguien más preparado que yo, y que supiese sacarles partido.