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—Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.

—¿Quiere usted decir que esas gentes tan atrasadas se han confabulado para no hablar?

—Acaso no sea una conspiración tan declarada como eso —repuso Lewis —. Sólo es su manera de hacer las cosas, una supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban de sus propios asuntos. No les gustaba que los demás se inmiscuyesen en ellos y en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos ajenos. Si un hombre quería vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso, pero al fin y al cabo era su maldito asunto. Y si quería vivir solo y ser dejado solo mientras lo hacía, era cosa suya también. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría que un extraño quisiera tirarles de la lengua.

»Al cabo de un tiempo, supongo, terminaron por aceptar el hecho de que Wallace continuaba siendo joven mientras ellos envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las nuevas generaciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de extraordinario… y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una vida muy retraída.

»Y en las regiones vecinas, cuando las gentes pensaban en aquello, se acostumbraron a considerarlo como una especie de leyenda… otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.

—Pero su agente lo hizo.

—Sí, y no me pregunte por qué.

—Sin embargo, no le habían ordenado que investigase el caso.

—Le necesitaban en otra parte. Y además, allí ya era demasiado conocido.

—¿Y usted?

—Me requirió dos años de trabajo.

—Pero ahora ya sabe la verdad.

—No toda. Hay más incógnitas ahora que al principio.

—Usted ha visto a ese hombre.

—Muchas veces —repuso Lewis—. Pero nunca he hablado con él. No creo que ni siquiera me haya visto. Da un paseo todos los días antes de ir a buscar el correo. Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus tierras. El cartero le trae las pocas cosas que necesita. Un saco de harina, una libra de tocino, una docena de huevos, cigarros y a veces vino.

—Pero esto debe de ser contrario al reglamento postal.

—Claro que lo es. Pero los carteros lo hacen desde hace años. No hace daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso, nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha tenido ese hombre.

—Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja sus tierras.

—Así es. Tiene un pequeño huerto y en él cultiva algunas verduras. Sus tierras vuelven a ser bravías y salvajes.

—Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.

—Y lo saca —dijo Lewis—. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras preciosas a una empresa de Nueva York.

—¿Las obtiene legalmente?

—Si lo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo. De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él como el comprador burlan varias de ellas.

—¿Y eso a usted no le importa?

—Visité a esa empresa —contestó Lewis—, y se pusieron bastante nerviosos. En primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen comprándole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre el asunto y no cambiasen nada.

—No quiere que nadie pueda asustarlo —comentó Hardwicke.

—Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa de Nueva York continúe comprándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proceden esas piedras, le diré que lo ignoro.

—Quizá tenga una mina.

—¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.

—Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.

Lewis asintió.

—Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una manera muy frugal, a juzgar por la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones científicas. También compra muchos libros.

—¿Obras técnicas?

—Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos adelantos. Física, química y biología… esas cosas.

—Pero yo no…

—Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de ciencia. O, al menos, no tiene una formación científica. En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba… quiero decir que no se daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras —una de esas escuelas rurales de una sola habitación— y sólo un invierno en una academia que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado. En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.

Hardwicke movió dubitativamente la cabeza.

—Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?

—Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería levantar la liebre. Ah, me olvidaba de una cosa… escribe mucho. Compra esas grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En cuanto a la tinta, la compra a litros.

Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.

—Lewis —dijo—, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.

Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lápiz, se puso a hacerlo rodar de nuevo entre las palmas de las manos.

—Lleva ya dos años estudiando este caso —dijo—. ¿Y no tiene ninguna idea?

—Ninguna en absoluto —repuso Lewis—. Estoy completamente desconcertado. Por eso me encuentro aquí.

—Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?

—Su madre murió —dijo Lewis—, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud. Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin necesitar a nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época. Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresistas. Tenía en cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.