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—Pero esto no hubiera dado resultado —objetó David—. Tú no tienes conocimientos técnicos, no eres un investigador ni posees estudios superiores. No fuiste a ninguna escuela especializada ni a la universidad. Las revistas no publicarían tus artículos si no pudieses exhibir ciertos títulos.

—Eso ya lo comprendo. Y precisamente por eso no escribí esos artículos. Sabía que hubiera sido perder el tiempo. No hay que culpar de ello a las revistas. Éstas deben tener un sentido de la responsabilidad. No pueden ofrecer sus páginas al primero que se presente. Y, aun en el caso de que los artículos les hubiesen parecido dignos de publicarse, hubieran tenido que averiguar quién era su autor. Y esto les hubiera conducido en derechura a la estación.

—Pero aunque hubieses conseguido publicarlos —señaló David—, el problema aún no estaría resuelto. Dijiste hace un momento que tú tenías que ser fiel a la Central Galáctica.

—Suponiendo —dijo Enoch—que en este caso concreto hubiese conseguido lo que me proponía, tal vez nada hubiera ocurrido. Por el simple hecho de difundir algunas ideas entre los hombres de ciencia de la Tierra para que éstos las desarrollasen, no hubiera perjudicado a la Central Galáctica. El problema principal, por supuesto, hubiera consistido en no revelar la fuente.

—Y aun así —dijo David—, hubieras podido decirles muy poco. Lo que yo quiero decir es que, en términos generales, lo que tienes es muy poco. Gran parte de estos conocimientos galácticos se hallan fuera de nuestro alcance.

—Efectivamente, así es —asintió Enoch—. Por ejemplo, allí tienes la ingeniería mental de Mankalinen III. Si la Tierra pudiese conocerla, indudablemente dispondríamos de un medio para combatir con éxito las neurosis y los trastornos mentales. Las instituciones donde se acoge a esa clase de enfermos quedarían vacías y podríamos derribarlas o emplearlas para otra cosa, pues no las necesitaríamos. Pero los únicos que podrían explicarnos esa terapéutica serían los habitantes de Mankalinen III. Lo único que yo sé es que su ingeniería mental es famosa, pero esto es todo. No tengo la menor idea de lo que se trata. Es algo que sólo esa gente podría proporcionarnos.

—De lo que en realidad hablamos —intervino Mary— es de todas las ciencias innominadas… las ciencias en las que no ha pensado ningún ser humano.

—Como nosotros, tal vez —dijo David.

—¡David! —le reprendió Mary.

—Es absurdo —dijo David, colérico— pretender que somos seres humanos.

—Pues lo sois —dijo Enoch con firmeza—. Para mí, sois seres humanos. Sois los únicos que tengo conmigo. ¿Qué te ocurre, David?

—Creo que ya es hora de que digamos lo que somos en realidad —repuso David—. De que digamos que somos una mera ilusión. Que nos han creado y luego nos han conjurado. Que existimos únicamente para una cosa: para venir a hablar contigo, para sustituir a las personas de verdad que no pueden hacerte compañía.

—¡Mary —exclamó Enoch—, supongo que tú no pensarás eso! ¡No puede ser que pienses lo mismo!

Tendió las manos hacia ella y después las dejó caer, aterrorizado al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer. Era la primera vez que había intentado tocarla. La primera vez, en el transcurso de tantos años, que lo había olvidado.

—Perdóname, Mary. He hecho una cosa que no debía. Ella tenía los ojos arrasados en llanto.

—David —dijo él, sin volver la cabeza.

—David se ha ido —dijo Mary.

—No volverá —observó Enoch.

Mary movió negativamente la cabeza.

—¿Qué pasa Mary? ¿Puede saberse qué ocurre? ¿Qué he hecho?

—Nada —contestó Mary—, salvó que tú nos hiciste demasiado semejantes a seres vivientes. Así, fuimos cada vez más humanos, hasta serlo por completo. Dejamos de ser unos títeres, unos muñecos fascinadores, para convertirnos en seres reales. Creo que David está resentido por eso… no por ser una persona, sino porque es una persona pero continúa siendo una sombra al mismo tiempo. No nos importaba ser títeres o muñecos, porque entonces no éramos humanos. No teníamos sentimientos humanos.

—Mary, te lo suplico —imploró él—. Mary, por favor, perdóname.

Ella se inclinó hacia él, con el rostro iluminado por una profunda ternura.

—No tengo nada que perdonarte —le dijo—. Por el contrario, creo que debería darte las gracias. Tú nos creaste por amor a nosotros, porque nos necesitabas, y es maravilloso sentirse amada y saber que hacemos falta a alguien.

—Pero yo no os he vuelto a crear —arguyó Enoch— hubo un tiempo, hace muchos años en que tuve necesidad de crearos. Pero ahora ya no. Ahora venís a visitarme por vuestra propia voluntad.

¿Cuántos años hacía?, se preguntó. Por lo menos cincuenta. Mary fue la primera, y David el segundo. De todos sus seres queridos, aquéllos eran los que ocupaban el primer lugar en su corazón.

Pero antes de que aquello ocurriese, antes de que lo intentase siquiera, pasó muchos años estudiando aquella ciencia innominada creada por los taumaturgos de Alphard XXII.

Hubo un día y un estado de espíritu en que aquello hubiera sido llamado magia negra, pero no lo era. En realidad, consistía en la manipulación ordenada de ciertos aspectos naturales del universo que la especie humana aún no sospechaba que existiesen. Tal vez aspectos que el hombre nunca descubriría. Pues no existía, al menos en el momento presente, la orientación necesaria del espíritu científico para iniciar los estudios e investigaciones que precederían al descubrimiento.

—David opina —dijo Mary— que no podíamos seguir jugando indefinidamente a este tranquilo juego de las visitas. Tenía que llegar un momento en que afrontásemos la realidad de lo que somos.

—¿Y los demás?

—Lo siento Enoch, pero los demás también.

—Pero, ¿y tú? ¿Y tú qué, Mary?

—No sé —repuso ella—. Mi caso es distinto. Yo te quiero mucho.

—Yo…

—No, no es eso lo que quiero decir. ¡No me entiendes! Me he enamorado de ti.

El se quedó anonadado, mirándola fijamente y escuchó un gran bramido, como si él permaneciese quieto mientras el mundo y el tiempo pasaban impetuosamente a su alrededor.

—Si esto hubiese podido haber continuado como al principio… —murmuró Mary—. Entonces nos alegrábamos de existir, nuestras emociones eran puramente superficiales y todos estábamos tan dichosos y contentos. Éramos como niños felices, correteando al sol. Pero luego nos fuimos haciendo mayores. Creo que yo fui la que más creció.

Le sonrió a través de las lágrimas.

—No te lo tomes tan a pecho, Enoch. Aún podremos…

—Querida —le dijo Enoch—, he estado enamorado de ti desde el primer día en que te vi. Creo que incluso desde antes.

Tendió la mano hacia ella y luego la retiró, al acordarse de que no podía tocarla.

—No lo sabía —dijo ella—. No debía de habértelo dicho. Hubieras podido soportarlo si yo no te hubiese dicho que también te amaba.

Él asintió en silencio.

Ella agachó la cabeza.

—Dios mío, ¿qué habremos hecho para merecer esto?

Alzó la cabeza y lo miró.

—Si pudiera tocarte…

—Podemos continuar como hasta ahora —dijo Enoch—. Puedes volver a venir siempre que quieras. Podríamos…

Ella meneó negativamente la cabeza.

—Sería inútil —dijo—. Ni tú ni yo podríamos soportarlo.

Comprendió que tenía razón. Comprendía que todo había terminado. Durante cincuenta años, ella y los demás acudieron a visitarle. Y ya no vendrían más. El país de las hadas estaba destrozado y se había roto aquel mágico hechizo. Se quedaría solo… más solo que nunca, más solo que antes de conocerla.