Ella no volvería y él no se resolvería a invocarla de nuevo, aunque pudiese, y su mundo de sombras con su amor que también era una sombra, el único amor que había tenido en su vida, desaparecerían para siempre.
—Adiós, amor mío —musitó.
Pero ya era demasiado tarde. Ella se había esfumado.
Y como si fuera desde muy lejos, oyó un quejumbroso silbido que indicaba la recepción de un mensaje.
XIII
Ella había dicho que debían afrontar la realidad de lo que eran.
¿Y qué eran? No lo que pensaba él que fuesen, si no lo que eran en realidad. ¿Qué ideas tenían de sí mismos? Acaso ellos conociesen su verdadera identidad mucho mejor que él.
¿Adónde se había ido Mary? ¿En qué limbo desaparecía cuando abandonaba aquella la habitación? ¿Continuaba existiendo? Y de ser así, ¿qué clase de existencia era la suya? ¿La guardarían en alguna parte como las niñas guardan a sus muñecas en una caja, para meterlas en un armario con los demás juguetes?
Trató de imaginarse el limbo pero no pudo; para él el limbo era algo inexistente, algo irreal; un ser metido en el limbo sería una existencia dentro de una inexistencia, un absurdo. No habría nada… ni espacio ni tiempo, ni luz ni aire, ni color ni visión, sólo una negación interminable de la existencia, que necesariamente debía de hallarse en un punto situado fuera del universo.
¡Mary!, Exclamó para sus adentros. ¿Qué te he hecho, Mary?
La respuesta a esta pregunta estaba allí, escueta y terrible.
Se había metido en algo que no entendía. Y, además, había cometido el gran pecado de figurarse que lo entendía, aunque la verdad era que apenas sabía lo bastante para sacar partido del concepto, pero no lo bastante para calcular las consecuencias.
La creación traía aparejada una responsabilidad y él no se hallaba preparado para asumir más que la responsabilidad moral por el mal que había hecho, pero la responsabilidad moral, si no podía ir unida con la facultad de mitigar en parte el mal causado, era algo completamente inútil.
Ellos lo odiaban y estaban resentidos con él, y no podía censurárselo, porque él los había guiado para mostrarles la tierra de promisión de la condición humana, para vedarles después el paso a ella. Les dio todos los atributos de un ser humano con una sola excepción: la facultad de existir en el mundo de los hombres. Y esto era lo más importante.
Todos lo odiaban excepto Mary, mas para Mary esto era peor que el odio, pues estaba condenada, en virtud de la humanidad que él le había conferido, a amar al monstruo que la había creado.
Ódiame, Mary, suplicó. ¡Ódiame como los demás!
Para él no eran más que el pueblo de las sombras, pero no fue más que un nombre creado por él mismo y para su propia conveniencia, una cómoda etiqueta que les había puesto, para tener algún modo de identificarlos al pensar en ellos.
Pero la etiqueta estaba equivocada, porque ellos no eran sombras ni fantasmas. Ante la vista eran sólidos y sustanciales, tan reales como los demás seres humanos. Su irrealidad sólo se ponía de manifiesto cuando intentaba tocarlos… porque entonces, la mano nada encontraba.
Engendros de su mente, pensó al principio, pero ahora ya no estaba tan seguro. Al principio sólo aparecían cuando él los conjuraba, utilizando los conocimientos y las técnicas adquiridos mediante el estudio de la obra realizada por los taumaturgos de Alphard XXII. Pero en los últimos años ya no los invocaba, por la sencilla razón de que no tenía que hacerlo. Ellos se le anticipaban y se presentaban sin que los llamase. Se daban cuenta de que él los necesitaba antes de que él mismo lo supiese. Y allí los tenía, esperándolo, para pasar una hora o una velada con él.
Desde luego, eran engendros de su imaginación hasta cierto punto, porque fue él quien les dio forma, tal vez de manera inconsciente, sin saber por qué lo hacía, pero en los últimos años lo había sabido, aunque hubiese intentado ignorarlo y hubiese estado más tranquilo de no saberlo. Pues se trataba de un conocimiento que se negaba a admitir y rechazaba al fondo de su mente. Pero entonces, cuando ya todo había pasado y no importaba ya, por último tuvo que admitirlo.
David Ransome era él mismo, tal como había soñado, como hubiera deseado ser… sin llegar a serlo nunca, desde luego. Era el bizarro oficial de la Unión, no un oficial de alta graduación, envarado y pesadote, sino un oficial muy por encima de un hombre ordinario. Era atildado, elegante y se veía un hombre valiente y temerario, al que las mujeres amaban y los hombres admiraban. Era un jefe nato y al mismo tiempo un buen compañero, que se encontraba tan a sus anchas en el campo de batalla como en el salón.
¿Y Mary? Era curioso, pensó, que siempre la hubiese llamado únicamente Mary. Nunca le puso ningún apodo. Ella fue sencillamente Mary.
Sin embargo, estaba formada por dos mujeres, por lo menos. Era Sally Brown, que vivía un poco más abajo… ¿Cuánto tiempo hacía, se dijo, que no pensaba en Sally Brown? Sabía que era extraño que no hubiese pensado en ella, que ahora le sorprendiese el recuerdo de una antigua vecinita llamada Sally Brown, pues ambos estuvieron enamorados, o tal vez se figuraron que lo estaban. Porque incluso en los últimos años, al evocar su recuerdo, nunca estuvo muy seguro, ni siquiera a través de la niebla romántica del tiempo, de sí aquello fue amor o nada más el romanticismo de un soldado que se iba a la guerra. Fue un amor tímido y vacilante, desmañado, el amor entre la hija de un labriego y el mozo de la casa vecina. Decidieron que se casarían cuando él volviese de la guerra, pero pocos días después de Gettysburg recibió una carta, escrita hacía más de tres semanas, en la que le participaban que Sally Brown había muerto de difteria. La noticia le produjo pena, recordaba, pero no sabía si fue muy profunda, aunque probablemente lo fue, porque en aquellos días estaban de moda las penas largas y profundas.
Así es que Mary, sin duda, era parcialmente Sally Brown, pero no del todo. Era también aquella alta y airosa hija del Sur, que vislumbró por unos momentos cuando su columna avanzaba por una polvorienta carretera, bajo el sol abrasador de Virginia. Bastante apartada de la carretera se alzaba una mansión, una de esas grandes haciendas de los plantadores, y ella estaba de pie en el pórtico, junto a una de las grandes columnas blancas, viendo pasar al enemigo. Tenía el cabello negro como ala de cuervo y su tez era más blanca que la misma columna; se erguía tan altanera y firme, tan retadora e imperiosa, que su recuerdo se grabó profundamente en su memoria y soñó con frecuencia con ella —aunque no sabía su nombre— durante todos los días de la guerra, llenos de sangre, sudor y polvo. Mientras pensaba en ella y ella lo visitaba en sus sueños, se preguntaba si no sería infiel a su Sally al tenerla tan presente en su pensamiento. Sentado en torno al fuego del campamento, cuando la conversación se calmaba, y luego, envuelto en sus mantas y mirando a las estrellas, elaboró una fantasía en que se veía volviendo a Virginia, terminada la guerra, para buscarla. Acaso no la encontrase ya en la mansión, pero entonces él recorrería todo el Sur hasta encontrarla. Pero aquello no pasó de ser un sueño; nunca pensó en serio en ir a buscarla. Fue una simple divagación concebida al amor de la lumbre.
Así, Mary fue una síntesis de aquellas dos mujeres… fue Sally Brown y la desconocida belleza de Virginia que estaba de pie junto a la columna, viendo desfilar las tropas. Era la sombra de ambas y tal vez de muchas otras que él mismo ignoraba, una composición de todo cuanto había visto o admirado en las mujeres. Era un ideal de perfección. Se convirtió en la mujer perfecta, concebida por su mente. Y ahora, como Sally Brown, que descansaba en su tumba; como la belleza de Virginia, perdida en las tinieblas del tiempo, como todas las demás que acaso contribuyeron a forjarla, se había ido y lo había dejado.