Y él la amó, ciertamente, porque ella era una suma, un compendio de sus amores… la síntesis, en realidad, de todas las mujeres que había amado —si es que en realidad había amado a alguna— o de aquellas que creía haber amado, incluso de forma abstracta.
Pero el hecho de que ella lo amase también era algo que nunca había cruzado por su mente. Y mientras no supo el amor que ella le tenía, le resultó muy posible alimentar su amor en lo más recóndito de su corazón, sabiendo que era un amor sin esperanzas e imposible, pero el mejor que podía encontrar.
Se preguntó dónde podía estar ella ahora, a qué lugar se habría retirado… al limbo que había tratado de imaginar o a una extraña no-existencia, esperando sin saberlo el momento de volver a su lado.
Hundió la cabeza entre sus manos y se sentó lleno de profunda aflicción y duelo, tapándose la cara con las palmas.
Se sentía culpable. Ella nunca volvería. Ojalá no volviese nunca. Sería mejor para ambos que no volviese.
¡Si pudiese estar seguro de dónde se encontraba entonces! ¡Si pudiese tener la certeza de que estuviese en una especie de muerte donde sus pensamientos no la torturasen! Le era insoportable pensar que pudiese tener vida sensible.
Oyó un silbido que le anunciaba la llegada de un mensaje y apartó las manos de su cara. Pero no se levantó del sofá.
Tendió desmañadamente la mano hacia la mesita del café, que estaba al lado, cubierta de las baratijas y chucherías más vistosas que le habían regalado los viajeros.
Recogió un cubo de algo que parecía un extraño tipo de cristal o una piedra translúcida —nunca supo a ciencia cierta lo que era, si es que no era ambas cosas a la vez— y lo tomó cuidadosamente en sus manos. Lo miró con atención y vio en su interior una diminuta imagen, tridimensional y detallada, de un mundo fantástico. Era un mundo más bien grotesco encajado en el interior de lo que pudiera haber sido una vereda selvática rodeada de algo que parecían hongos floridos, y, flotando suavemente por el aire, como si fuese parte integrante de la atmósfera, vino lo que parecía una lluvia de nieve multicolor, que centelleaba y brillaba a la luz violeta de un gran sol azul.
Unos seres bailaban en la vereda, y parecían más flores que animales, pero se movían con una gracia y una poesía que encandilaban el ánimo. De pronto aquel lugar fantástico desapareció y fue reemplazado por otro… un lugar bravío y tétrico, de ceñudos acantilados que se alzaban a gran altura sobre un cielo rojizo y amenazador, mientras grandes seres voladores que parecían harapos aleteantes subían y bajaban ante la faz del acantilado, mientras otros se arrullaban de manera obscena sobre las raquíticas proyecciones que sin duda eran arbolillos deformes que surgían de la pared de roca. Y mucho más abajo, desde una distancia que apenas se podía conjeturar, llegaba el apagado trueno de un río tumultuoso.
Volvió a dejar el cubo encima de la mesa, preguntándose qué era lo que el observador veía en sus profundidades. Era como si pasara las páginas de un libro y viera en cada una la imagen de un lugar distinto, pero sin indicación alguna sobre la situación de aquel lugar. Cuando se lo dieron, pasó al principio muchas horas, fascinado, viendo cómo las imágenes cambiaban mientras tenía el cubo en las manos. Nunca vio que se pareciese ni remotamente a otra, y el desfile de imágenes era interminable. El observador tenía la sensación de que en realidad no eran imágenes, sino de que contemplaba una escena real y que en el momento más impensado podía perder el equilibrio y caer de cabeza en la escena contemplada.
Pero finalmente fue perdiendo interés por el juguete, porque comprendió que era absurdo contemplar aquella interminable serie de lugares desprovistos de identidad. Absurdo para él, desde luego, se dijo, pero no para aquel habitante de Enif V que se lo regaló. Por lo que él sabía, se dijo Enoch, aquello podía tener una gran importancia y ser un tesoro muy valioso.
Lo mismo sucedía con muchas de las cosas que atesoraba. Incluso aquellas que le proporcionaron goce sabía que podían emplearse equivocadamente, o, al menos, de una manera distinta a la intención de sus creadores.
Pero había algunas —sólo unas cuantas— que poseían un valor que él podía entender y apreciar, aunque en muchos casos sus funciones apenas tuviesen utilidad para él. Había el diminuto reloj que daba la hora local de todos los sectores de la Galaxia, que si bien podía ser intrigante, y hasta esencial en ciertas circunstancias, para él tenía muy poco valor. Y luego había el mezclador de perfumes, que era la manera más afortunada que él tenía de calificarlo, y que permitía crear el perfume deseado. Bastaba con obtener la mezcla y abrir la espita, para que la habitación se impregnase de aquel perfume, que desaparecía instantáneamente al cerrar la espita. Pasó momentos muy divertidos con el mezclador, por ejemplo, aquel crudo día de invierno, en que, después de muchos tanteos, consiguió el perfume de las flores del manzano, y pasó el día respirando un aire primaveral, mientras afuera aullaba la ventisca.
Tendió la mano para asir otro objeto… una cosa muy hermosa que siempre le había intrigado, pero para la que no encontraba aplicación, si es que de veras la tuviese. Llegó a pensar que acaso no fuese más que una obra de arte, una cosa bella destinada únicamente al placer de la vista. Pero algo le decía que acaso tuviese una finalidad específica.
Era una pirámide de esferas, esferas más pequeñas puestas sobre otras mayores. Medía unos treinta y cinco centímetros de altura y era un objeto muy gracioso; cada esfera tenía un color distinto, pero no un color pintado, sino un color tan profundo y auténtico que instintivamente se comprendía que cada esfera poseía su color intrínseco y que toda ella, del centro a la superficie, era de aquel color particular.
Nada indicaba que se hubiese empleado una cola o un pegamento cualquiera para montar las esferas unas sobre otras y mantenerlas en su sitio. Todo hacía creer que alguien se había dedicado a amontonar las esferas hasta formar una pirámide con ellas, y que así se habían quedado.
Sosteniendo la pirámide en sus manos, trató de recordar quién se la había dado, pero no lo consiguió.
El silbido de la máquina receptora de mensajes aún no había cesado y recordó que tenía mucho que hacer. No podía estarse sentado allí, pensando en las musarañas. Volvió a dejar la pirámide de esferas encima de la mesa y se levantó para cruzar la estancia.
El mensaje rezaba:
N.º 406302 A ESTACIÓN 18327. NATURAL DE VEGA XXI LLEGA A LAS 16532'82. PARTIDA INDETERMINADA. SIN EQUIPAJE. SÓLO GABINETE CONDICIONES LOCALES. CONFIRME.
Enoch se sintió contento al leer el mensaje. ¡Qué bueno sería volver a recibir la visita de un hazer! Hacía tal vez más de un mes que el último pasó por la estación.
Recordaba muy bien el primer día que vio a un hazer… fue aquel día en que llegaron cinco de ellos. Debió de ser en 1914 ó 1915. En plena guerra, la primera guerra mundial, que entonces llamaban la Gran Guerra.
El hazer llegaría aproximadamente a la misma hora que Ulises, y los tres pasarían una velada muy agradable.
No sucedía con frecuencia que le visitasen dos buenos amigos a la vez.
Dio un respingo al pensar que calificaba de amigo al hazer pues era más que probable que nunca hubiese visto a su visitante. Aunque esto poco importaba, porque un hazer, el que fuese, siempre acababa siendo su amigo.
Colocó el gabinete bajo un materializador, lo comprobó todo y volvió a comprobarlo para cerciorarse de que todo estaba perfectamente en orden, volvió junto a la máquina transmisora y envió la confirmación.
Y, entre tanto, no cesaba de preguntarse: ¿Fue en 1914, o acaso un poco después?