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XV

Las doce botellas diamantinas, vacías desde hacía mucho tiempo, estaban en una centelleante hilera sobre la repisa de la chimenea. La cajita de música, que era una de sus más preciadas posesiones, estaba guardada en uno de los armarios, en un lugar seguro y protegido. Y Enoch pensó tristemente que, a pesar de haberlas utilizado con regularidad durante todos aquellos años, aún no había agotado la lista de las composiciones. Había tantas de las primeras que había interpretado una y otra vez, que apenas había recorrido más de la mitad de la escala normal.

Los cinco hazers regresaron de vez en cuando, porque al parecer encontraban en aquella estación, e incluso en el hombre que estaba a su cuidado, unas cualidades que eran de su agrado. Le enseñaron el idioma de Vega, le trajeron rollos de literatura vegana junto con muchas otras cosas y fueron para él, sin ningún género de dudas, los mejores amigos que tuvo entre los extraterrestres, con la sola excepción de Ulises. Hasta que un día dejaron de volver y él se preguntó a qué se debía su ausencia, preguntando también por ellos a los hazers que a veces pasaban por la estación. Pero nadie supo darle razón de ellos.

Ahora ya sabía muchas más cosas sobre los hazers y sus formas artísticas, sus tradiciones, sus costumbres y su historia, que lo que sabía el primer día que hizo aquella anotación, en el año 1915. Pero aún distaba mucho de comprender un buen número de los conceptos que ellos empleaban corrientemente.

Vio a muchos de ellos desde aquel día de 1915 pero había uno que recordaba particularmente: el viejo sabio, el filósofo, que murió en el suelo, junto al sofá.

Ambos estaban sentados en el sofá, hablando, e incluso podía recordar cuál era el tema de su conversación. El viejo le estaba explicando el perverso código moral, irracional y cómico a la vez, creado por aquella curiosa raza de vegetales sociables que descubrió en una de sus visitas a un apartado planeta, situado en el borde opuesto de la Galaxia. El viejo hazer había bebido un par de copas y se hallaba en espléndida forma, relatando incidente tras incidente con entusiasmo.

De pronto, se interrumpió a la mitad de una frase, y se inclinó suavemente hacia delante. Enoch, sorprendido, trató de sostenerlo, pero antes de que pudiera ponerle la mano encima, el anciano visitante se escurrió con lentitud al suelo.

El aura dorada que rodeaba su cuerpo se apagó lentamente y el extraterrestre permaneció tendido en el suelo, angular, huesudo y repugnante, como algo terriblemente extraño, lamentable y monstruoso a la vez. Más monstruoso, le pareció, que cualquier otra forma viviente no terrestre que hasta entonces había visto.

Si en vida era una criatura maravillosa, entonces, muerto, aquel ser era un viejo saco de huesos deformes, recubiertos de una piel escamosa y apergaminada. Era el aura dorada, se dijo Enoch, tragando saliva, dominado por un sentimiento muy próximo al horror, lo que había hecho que el hazer pareciese tan maravilloso y bello, tan lleno de vitalidad, dignidad y alegría. El aura dorada era la vida de aquellos seres, y, cuando desaparecía, se convertían en algo horrible y repulsivo, cuya contemplación producía náuseas.

¿Acaso seria posible, se preguntó, que la bruma dorada fuese la fuerza vital de los hazers y que éstos la llevasen como un manto, como una especie de disfraz completo? ¿Y si tuviesen la energía vital en el exterior, a diferencia de los demás seres, que la tenían en el interior de su organismo?

El viento gemía en los altos aleros de la casa y por las ventanas vio legiones de nubes deshilachadas que huían velozmente sobre la faz de la luna, que había ascendido hasta la mitad del firmamento oriental.

En la estación reinaban un frío y una soledad que llegaban muy lejos, mucho más allá de una simple soledad terrenal.

Enoch abandonó el cadáver y cruzó rápidamente la habitación, para dirigirse al aparato transmisor. Puso una llamada pidiendo conexión directa con la Central Galáctica y luego esperó, asiendo fuertemente los lados de la máquina con ambas manos.

COMUNIQUE, dijo la Central Galáctica.

De la manera más breve y objetiva que le fue posible, Enoch comunicó lo sucedido.

Le contestaron sin la menor vacilación y sin hacerle preguntas, únicamente le enviaron las instrucciones necesarias para el caso, como si aquella situación fuese algo corriente. El vegano debía quedarse en el planeta donde había ocurrido su fallecimiento, procediéndose con su cadáver de acuerdo con las normas y costumbres locales de aquel planeta. Así lo estipulaba la ley vegana, y, además, era cuestión de honor. Un vegano, cuando caía, debía permanecer donde había caído, y aquel lugar se convertía para siempre en territorio de Vega XXI. La Central Galáctica le dijo que había muchos lugares así en toda la Galaxia.

NUESTRA COSTUMBRE (mecanografió Enoch) ES ENTERRAR A LOS MUERTOS.

ENTONCES ENTIERRE AL VEGANO.

LUEGO LEEMOS UNOS VERSÍCULOS DE NUESTRO LIBRO SAGRADO.

PUES LÉALOS PARA EL VEGANO. ¿PUEDE HACERLO?

SÍ. PERO SUELE HACERLO UN SACERDOTE. SIN EMBARGO, EN LAS PRESENTES CIRCUNSTANCIAS, ESTO ACASO NO SEA PRUDENTE.

DE ACUERDO (dijo Central Galáctica) ¿PUEDE USTED SUPLIR AL SACERDOTE?

SÍ.

ASÍ, MÁS VALDRÁ QUE LO HAGA.

¿LLEGARAN PARIENTES O AMIGOS PARA ASISTIR A LA CEREMONIA?

NO.

¿LES PARTICIPARÁN EL FALLECIMIENTO?

OFICIALMENTE, DESDE LUEGO, PERO YA ESTÁN ENTERADOS.

¿CÓMO ES POSIBLE? FALLECIÓ HACE UN MOMENTO.

SIN EMBARGO, YA LO SABEN.

¿NO HAY QUE EXTENDER UN CERTIFICADO DE DEFUNCIÓN?

NO HACE FALTA. YA SABEN QUE MURIÓ.

¿QUE HAY QUE HACER CON SU EQUIPAJE? TRAÍA UN BAÚL.

QUÉDESELO. SUYO ES. CONSIDÉRELO COMO UN OBSEQUIO POR LOS SERVICIOS QUE USTED RINDE AL HONORABLE MUERTO. TAMBIÉN LO DICE LA LEY.

PERO PUEDE CONTENER COSAS IMPORTANTES.

QUÉDESE EL BAÚL. RECHAZARLO SERIA INSULTAR LA MEMORIA DEL MUERTO.

¿ALGO MÁS? (preguntó Enoch) ¿ESTO ES TODO?

ESTO ES TODO. PROCEDA COMO SI EL VEGANO FUESE UN SEMEJANTE SUYO.

Enoch borró el mensaje de la máquina y cruzó de nuevo la habitación. Luego se acercó al hazer, haciendo de tripas corazón para inclinarse, recoger el cuerpo y ponerlo en el sofá. Le produjo una gran repugnancia tocarlo, acercar sus manos a aquel cuerpo impuro y terrible, trágica parodia de la resplandeciente criatura que se había sentado allí, a hablar con él.

Desde que conoció a los hazers los quiso y admiró, esperando ansiosamente sus visitas. Pero entonces estaba allí, temblando como un azogado y sin atreverse a tocar a un muerto.

No era solamente por el horror que éste le inspiraba, pues durante sus muchos años de guardián de la estación, había visto toda clase de horrores visuales encarnados en cuerpos extraños, pero había aprendido a dominar aquella sensación de horror, a prescindir de las apariencias considerando a todos los seres vivientes como hermanos y a todas las criaturas como personas.