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Era alguna otra cosa comprendió, algún factor desconocido que no tenía nada que ver con el horror. Pero aquel ser, se dijo, había sido un amigo suyo y, en su calidad de tal, él tenía la obligación de hacerle los últimos honores con amor y cariño.

Cerrando los ojos, se inclinó y levantó el cadáver. Casi no pesaba nada, como si al morir hubiese perdido una dimensión, como si se hubiese hecho más pequeño e insignificante. ¿Sería posible que el aura dorada hubiese tenido peso?

Tendió el cadáver en el sofá, colocándolo lo mejor que supo. Luego salió al exterior, encendió la linterna del anexo y bajó al antiguo granero.

Hacía años que no había estado en él, pero apenas nada había cambiado. Protegido por una recia techumbre de las inclemencias atmosféricas, permaneció seco y abrigado. De las vigas colgaban telarañas y todo estaba cubierto de polvo. De lo alto del granero pendían briznas de paja resecas, que asomaban entre las rendijas de las tablas. El lugar poseía un perfume seco, dulce y polvoriento, pues los olores causados por los animales y el estiércol se habían esfumado hacía tiempo.

Enoch colgó la linterna en una clavija del establo y trepó por la escala del granero. Avanzando a tientas, porque no se atrevía a introducir la linterna entre aquel montón de paja reseca, dio con un rimero de tablas de encina que estaban en el fondo, debajo del alero.

Se acordó de que allí, donde el alero se juntaba con el piso, se imaginó de niño que existía una cueva en la que pasó muchas tardes de lluvia, feliz y contento, cuando no podía salir a jugar afuera. Fue allí Robinson Crusoe en su cueva de la isla desierta, o un proscrito cuyo nombre había olvidado, huyendo de la Ley, o un fugitivo de los indios, que querían arrancarle el cuero cabelludo. Tenía una escopeta de madera que se fabricó aserrando un madero, que luego talló con un cortaplumas y frotó con papel de lija para hacerlo suave. Fue su juguete predilecto durante los días de su infancia… hasta aquel día, al cumplir los doce años, en que su padre al volver a casa, le regaló un rifle que le había comprado en el pueblo.

Tanteó el montón de tablas y decidió con el tacto las que podía utilizar. Tiró de ellas y luego las bajó cuidadosamente por la escalera.

Después fue en busca de las herramientas, que guardaba en un rincón del granero. Levantó la tapa del gran arcón de herramientas y vio que estaba lleno de nidos de musarañas, abandonados desde hacía mucho tiempo. Apartó los puñados de paja, heno y hierba que los pequeños roedores empleaban para tapizar sus nidos y descubrió las herramientas. Su brillo se había empañado y tenían una ligera capa de orín a causa de su largo abandono, pero no estaban oxidadas y aún conservaban su filo.

Tomó las herramientas que necesitaba, bajó a la planta baja del granero y se puso a trabajar. Pensó que hacía un siglo hizo lo mismo que entonces, trabajando a la luz de la linterna para hacer un ataúd. Pero entonces, hacía cien años, era su padre quien yacía muerto en la casa.

Las tablas de madera de encina estaban resecas y duras, pero las herramientas aún eran buenas para desbastarlas. Las aserró, les pasó el cepillo y las unió mediante clavos, mientras por el granero se esparcía el olor de las virutas y el serrín. El granero estaba silencioso y acogedor, pues los montones de paja que cubrían el altillo apagaban los gemidos del viento.

Acabó de construir el ataúd y vio que era más pesado de lo que había supuesto. Fue entonces en busca de la vieja carretilla, apoyada en la pared del fondo del establo que antes había albergado a los caballos, y cargó el ataúd en ella. Laboriosamente, deteniéndose con frecuencia a descansar, lo llevó cuesta abajo hasta el pequeño cementerio rodeado de manzanos silvestres.

Y allí, junto a la tumba de su padre, cavó otra tumba, pues se había traído una pala y un pico consigo. No la cavó tan profunda como hubiera querido, no los seis pies que la costumbre decretaba, porque sabia que si la cavaba tan profunda, no podría introducir en ella el ataúd. Así que no la cavó muy profunda, trabajando a la luz de la linterna, puesta sobre el montón de tierra, desde donde esparcía su mortecino resplandor. Salió volando un búho del bosque y permaneció invisible entre la espesura del bosquecillo, murmurando y graznando. La luna se hundió por poniente y las nubes deshilachadas se aclararon, para dejar brillar las estrellas.

Finalmente terminó de cavar la tumba, descendió a ella el féretro a la luz vacilante de la linterna, cuyo petróleo estaba casi consumido.

De regreso a la estación, Enoch buscó una sábana para amortajar al muerto. Se metió una Biblia en el bolsillo, cargó con el cuerpo amortajado del vegano, y, a la luz incierta que precede al alba, bajó por la cuesta hacia el bosquecillo de manzanos. Puso al vegano en el ataúd, clavó la tapa y luego salió de la tumba.

De pie al borde de ella, sacó la Biblia del bolsillo y buscó el pasaje que deseaba. Lo leyó en voz alta, sin que apenas tuviese que esforzar la vista a la tenue luz para seguir el texto, pues eran unos versículos que había leído muchas veces:

En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así os lo diría…

Mientras leía este pasaje pensó en cuán apropiado era; cuán cierto era que existían muchas mansiones para albergar todas las almas de la Galaxia… y de todas las demás galaxias que se extendían por el espacio, quizás hasta el infinito. Aunque para quien entendiere, con una bastaba.

Cuando hubo terminado de leer recitó de memoria el oficio de difuntos, lo mejor que supo, pues no estaba seguro de recordar absolutamente todas las palabras. Pero recordaba lo bastante, se dijo, para que la oración tuviese sentido. Luego cubrió el ataúd de tierra.

Las estrellas y la luna se habían apagado y el viento se había calmado. En la quietud de la mañana, el cielo mostraba un resplandor nacarado por oriente.

Enoch permanecía de pie junto a la tumba, apoyado en la pala.

—Descansa en paz, amigo mío —dijo.

Luego dio media vuelta y, a las primeras claridades de la mañana, volvió a la estación.

XVI

Enoch se levantó de su escritorio y volvió con el libro registro al estante, para colocarlo en su sitio.

Luego dio media vuelta y se detuvo, indeciso.

Tenía que hacer varias cosas. Tenía que leer los periódicos. Tenía que escribir su diario. Había un par de artículos en los últimos números de la Revista de Estudios Geofísicos que deseaba consultar.

Pero no tenía ganas de hacerlo. Tenía demasiadas cosas en que pensar y de que preocuparse, demasiadas cosas que llorar.

Sus misteriosos vigilantes continuaban espiándole. Había perdido a sus amigos de las sombras. El mundo caminaba hacia el precipicio de la guerra.

Aunque acaso no debiese preocuparle la suerte del mundo. Podía renunciar al mundo y abandonar a la especie humana en el momento en que lo desease. Si nunca saliese al exterior, si jamás abriese la puerta, nada podría importarle lo que el mundo hiciese o lo que a él pudiese ocurrirle. Él tenía su mundo propio, mayor que el que se extendía fuera de la estación, más inmenso que todo cuanto sus semejantes habían podido soñar. La Tierra no le hacía ninguna falta.

E incluso mientras lo pensaba, comprendió que aquello no era verdad. Por extraño que fuese, la Tierra le hacía falta.

Se acercó a la puerta, pronunció la palabra mágica y la puerta se abrió. Pasó al anexo y la puerta se cerró a sus espaldas.

Dio la vuelta a la esquina de la casa y se sentó en la escalera del porche.