Allí fue, pensó, donde todo empezó. Allí estaba sentado aquel día estival de hacía tantos años, cuando las estrellas lo señalaron, a través de las inmensas extensiones del espacio.
El sol estaba muy bajo por el oeste y pronto anochecería. El calor diurno ya empezaba a disiparse y una brisa débil y fresca subía del río. Al otro lado del campo, en el lindero del bosque, los cuervos trazaban círculos en el cielo emitiendo ásperos graznidos.
Sería algo muy duro tener que cerrar la puerta para no abrirla más, muy duro no volver a sentir la caricia del sol y del viento, no aspirar el perfume de las cambiantes estaciones que cruzaban la faz de la Tierra. El hombre, se dijo, aún no estaba preparado para eso. Todavía no se había convertido en un ser artificial, hijo del ambiente que él mismo había creado, capaz de establecer un completo divorcio entre su persona y las características físicas de su planeta natal. Necesitaba sol, tierra y viento para seguir siendo un ser humano.
Tenía que salir con más frecuencia al porche, pensó Enoch, para sentarse allí sin hacer nada, contemplando únicamente los árboles y el río por el oeste, las azuladas montañas de Iowa al otro lado del Mississipi, viendo como los cuervos giraban en el cielo y las palomas se arrullaban en lo alto del tejado del granero.
Valdría la pena que lo hiciese todos los días. ¿Qué era una hora más de envejecimiento? No tenía necesidad de escatimar las horas… Llegaría un tiempo en que éstas le serían preciosas, pero cuando este tiempo llegase, tendría que atesorar las horas, los minutos y hasta los segundos, como un avaro que contase su dinero.
Oyó un rumor de rápidas pisadas en el extremo opuesto de la casa, alguien, dando traspiés y exhausto, dio la vuelta a la esquina de construcción, corriendo como si viniese desde muy lejos.
Se levantó de un salto y salió al corral para ver quién era. La persona que corría avanzó tambaleándose hacia él, con los brazos tendidos. Él la asió fuertemente y la sujetó contra su cuerpo para evitar que se cayese.
—¡Lucy! —exclamó—. ¡Lucy! ¿Qué te pasa, criatura?
La mano que le había puesto en la espalda notó algo caliente y pegajoso y la apartó para ver si era sangre, como temía. La espalda del vestido de la muchacha estaba empapada de sangre.
La agarró por los hombros y la apartó para verle la cara. Estaba bañada en llanto y en ella se pintaba el terror… mezclado con una expresión suplicante.
Entonces le dio la vuelta para mirarle de nuevo la espalda. La muchacha se llevó las manos a los hombros para bajarse el vestido hasta la cintura. Enoch vio que tenía los hombros y la espalda cruzados por largas heridas que aún sangraban.
Lucy se arregló el vestido y se volvió para mirarlo. Con gesto suplicante, señaló hacia abajo, en dirección al campo que descendía hasta el bosque.
Allí se movía algo… alguien cruzaba el bosque y llegaba casi al lindero del viejo campo abandonado.
Ella también lo vio, sin duda, porque se arrimó a él, temblorosa, buscando protección.
Inclinándose, él la tomó en brazos y se dirigió con paso vivo al anexo. Pronunció la palabra mágica, la puerta se abrió y penetró en la estación, oyendo como la puerta se cerraba a su espalda.
Una vez dentro se detuvo, con Lucy Fisher acurrucada en sus brazos, y comprendió que había cometido una gran equivocación… que aquello era algo que, en un momento en que hubiese estado más sereno, jamás hubiera hecho.
Pero se había dejado llevar por un impulso momentáneo y obró sin pensar. La muchacha acudió a él en busca de protección y allí la tenía, allí nada del mundo podía llegar hasta ella. Pero Lucy era un ser humano y ningún ser humano, excepto él, debía haber cruzado aquel umbral.
Pero ya estaba hecho y la cosa no tenía remedio. Una vez cruzado el umbral, ya no podía hacer nada por cambiarlo.
La llevó al otro lado de la habitación, la depositó en el sofá y dio un paso atrás. Ella se quedó sentada, mirándolo con una leve sonrisa, como si no supiese si podía sonreír en un lugar como aquél. Se llevó una mano a la cara, para enjugarse las lágrimas.
Luego paseó rápidamente la vista a su alrededor y abrió la boca, admirada.
Él se agachó, dio unas palmadas sobre el sofá y luego la señaló, para indicarle que debía quedarse allí y no moverse. Abarcó con el brazo el resto de la estación y movió la cabeza en un enérgico gesto negativo.
Tomó una de las manos de la joven entre las suyas y se la acarició cariñosamente, tratando de tranquilizarla y de hacerle entender que todo iría bien si ella obedecía exactamente sus instrucciones.
Lucy le sonreía, sin comprender por lo visto, que lo que había ocurrido era algo que debía de haberle quitado las ganas de sonreír.
Con la mano libre, la muchacha hizo un ligero ademán en dirección a la mesita del café, abarrotada de objetos extraterrestres.
Él asintió y ella tomó uno de los objetos, dándole vueltas entre las manos con gesto de admiración.
Enoch se levantó y se acercó a la pared para descolgar el rifle.
Luego salió al exterior, para enfrentarse con los perseguidores de Lucy.
XVII
Los hombres subían por el campo en dirección a la casa. Enoch vio que uno de ellos era Hank Fisher, el padre de Lucy. Conoció a aquel hombre hacía varios años, durante uno de sus paseos, y sostuvo una breve conversación con él. Hank le explicó bastante cohibido y a pesar de que no era necesario que le ofreciese explicaciones, que andaba buscando una vaca perdida. Pero a juzgar por sus modales furtivos, Enoch dedujo que lo que le traía por allí no era buscar una vaca, sino algo inconfesable, aunque no podía imaginarse qué pudiese ser.
El otro individuo era más joven. No aparentaba más de dieciséis o diecisiete años. Era muy probable, pensó Enoch, que fuese uno de los hermanos de Lucy.
Enoch se detuvo a esperarlos frente al porche.
Vio que Hank llevaba un látigo arrollado en la mano. Al verlo, Enoch comprendió la causa de las heridas que cruzaban los hombros y la espalda de Lucy. Sintió un súbito acceso de ira, pero trató de dominarse. Se entendería mejor con Hank Fisher si no perdía los estribos.
Los dos hombres se detuvieron a tres pasos de distancia.
—Buenas tardes —les dijo Enoch.
—¿Has visto a mi chica? —le preguntó Hank.
—¿Y qué si la he visto? —preguntó Enoch a su vez.
—Le arrancaré la piel a tiras —gritó Hank blandiendo el látigo.
—En tal caso —dijo Enoch—, no creo que te diga nada.
—La has escondido —dijo Hank acusador.
—Búscala, si quieres —repuso Enoch.
Hank dio un paso hacia él, pero lo pensó mejor y se detuvo.
—Le he dado su merecido —vociferó—. Y aún no he acabado con ella. No hay nadie en el mundo, ni aunque sea de mi propia sangre, que pueda burlarse de mí.
Enoch dio la callada por respuesta. Hank parecía indeciso.
—Es una entrometida —dijo—. Se metió donde no la llamaban.
El muchacho intervino para decir:
—Yo sólo estaba tratando de domesticar a Butcher. Butcher —explicó a Enoch— es un cachorro de perdiguero.
—Exactamente —asintió Hank—. No hacía nada malo. Mis chicos capturaron a una liebre joven la otra noche. Les costó mucho apresarla. Roy, aquí presente, la ató a un árbol. Y trajo a Butcher sujeto con una correa, para dejar que se lanzase sobre la liebre, pero no le hacía daño, pues él tiraba de Butcher antes de que el perro pudiera morderla. Entonces dejaba que los dos descansasen un poco y luego azuzaba de nuevo a Butcher sobre la liebre.
—Es la mejor manera de adiestrar a un perro de caza —observó Roy.
—Sí, señor —asintió Hank—. Por esto mis hijos apresaron a la liebre.