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Cruzó la habitación hasta el sofá donde estaba sentada Lucy y se colocó detrás de ella. Le mostró lo que traía y le indicó por gestos el modo de emplearlo. Ella se bajó el vestido de los hombros y él se inclinó para examinarle las heridas.

Estas ya no sangraban pero la carne estaba roja e inflamada.

Enoch le aplicó pomada a los verdugones causados por el látigo, extendiéndola con delicadeza.

Lucy había curado a la mariposa, pensó, pero no podía curarse a sí misma.

La pirámide de esferas que tenía encima de la mesa seguía centelleando y relumbrando, esparciendo bailoteantes manchas de color por toda la habitación.

Funcionaba, pero no comprendía con que objeto. Por último se había puesto en funcionamiento, pero no sucedía nada como resultado de ello.

XIX

Ulises llegó cuando el crepúsculo se convertía en noche.

Enoch y Lucy acababan de cenar y estaban sentados a la mesa cuando Enoch oyó sus pisadas.

El extraterrestre permanecía en la penumbra y se asemejaba más que nunca a un payaso cruel, pensó Enoch. Su cuerpo esbelto y grácil parecía de cuero ahumado y curtido. Su tez abigarrada parecía brillar con una débil luminiscencia y su cara dura y angulosa, su calva lisa y reluciente y las orejas aplastadas y puntiagudas pegadas al cráneo, le conferían un aspecto malévolo y horrendo.

Si Enoch no conociese su talante benévolo y risueño, su feroz catadura era para petrificar de espanto al más pintado.

—Te estábamos esperando —dijo Enoch—. La cafetera está hirviendo.

Ulises dio un paso adelante, muy despacio, y se detuvo.

—Tienes a otra persona contigo. Yo diría que es un ser humano como tú.

—No temas, no hay peligro —le dijo Enoch.

—De otro sexo. Una hembra, ¿verdad? ¿Has encontrado a una compañera?

—No —repuso Enoch—. Ella no es mi compañera.

—Has obrado siempre con gran prudencia —le dijo Ulises—. En la situación en que te encuentras, una compañera no sería aconsejable.

—No tienes por qué preocuparte. Esta muchacha posee un defecto físico. No puede comunicarse con sus semejantes. No oye ni habla.

—¿Un defecto, dices?

—Sí, un defecto de nacimiento. Nunca ha oído ni hablado. No puede contar a nadie lo que aquí ha visto.

—¿Y no puede hacerlo por signos?

—No conoce ningún lenguaje mímico. No quiso aprenderlo.

—¿Es amiga tuya?

—Desde hace algunos años —contestó Enoch—. Vino buscando mi protección. Su padre le dio de latigazos.

—¿Sabe su padre que está aquí?

—Cree que está, pero no lo sabe con seguridad.

Ulises salió lentamente de la penumbra para colocarse bajo la luz.

Lucy lo contemplaba, pero su expresión no demostraba el menor temor. Su mirada era firme y serena y no retrocedió.

—No le doy miedo —dijo Ulises—. Veo que no grita ni echa a correr.

—No podría gritar aunque quisiese —observó Enoch.

—Pero sé que cualquier habitante de la Tierra me encontraría repugnante —dijo Ulises.

—Es que ella no ve sólo lo de fuera. Ve también tu interior.

—¿Se asustaría si me inclinase ante ella, como hacen los seres humanos?

—Creo que nada podría complacerla más —dijo Enoch.

Ulises se inclinó con una exagerada cortesía, poniéndose una mano en su vientre correoso y doblándose por la cintura.

Lucy sonrió y palmoteó.

—Ya lo ves —exclamó Ulises, encantado—. Hasta creo que llegaré a gustarle.

—¿Por qué no te sientas, pues —le invitó Enoch—, y tomamos café juntos?

—Me había olvidado del café. La vista de este otro ser humano apartó el café de mi mente.

Se sentó ante la tercera taza preparada para él. Enoch se dispuso a ir en busca del café, pero Lucy se le adelantó.

—¿Ha entendido lo que decíamos? —preguntó Ulises, extrañado.

Enoch meneó negativamente la cabeza.

—Vio que te sentabas ante la taza y que la taza estaba vacía.

Ella sirvió el café y después volvió a sentarse en el sofá.

—¿No se queda con nosotros? —preguntó Ulises.

—Está muy intrigada por esas chucherías de la mesita. Ha conseguido poner a una de ellas en marcha.

—¿Piensas hacer que se quede aquí?

—No puedo quedármela —repuso Enoch—. La buscarán. Tendré que devolverla a su casa.

—Esto no me gusta —dijo Ulises.

—Ni a mí tampoco. Debemos reconocer que no debiera haberla traído aquí. Pero entonces me pareció la única solución posible. No tuve tiempo de pensar en otra cosa.

—No has hecho nada malo —musitó Ulises.

—Ella no puede perjudicarnos —dijo Enoch—. Al no poder hablar…

—Es que no es eso —le atajó Ulises—. Esta muchacha es una complicación y no me gusta que te busques más complicaciones. Esta noche venía para decirte, Enoch, que nos hallamos metidos en dificultades, precisamente.

—¿Dificultades? ¿Qué dificultades?

Ulises levantó la taza de café y bebió un largo sorbo.

—Qué bueno es el café —comentó—. Me llevé la semilla y la planté en mi planeta. Pero allí no tiene el mismo sabor. Este es más bueno.

—¿De qué dificultad hablabas?

—¿Te acuerdas del vegano que murió aquí hace varios de tus años?

Enoch asintió.

—Sí, el «Brumoso»…

—Ese ser tenía nombre…

Enoch soltó la carcajada.

—Veo que no te gustan nuestros apodos.

—No es costumbre entre nosotros —repuso Ulises.

—El nombre que le puse —observó Enoch— es una muestra del afecto que me inspiraba.

—Y tú enterraste a ese vegano.

—En el cementerio de mi familia —dijo Enoch—. Como si fuese uno de los míos. Leí el oficio de difuntos sobre su tumba.

—Esto es santo y bueno —dijo Ulises—, y tal como debiera ser. Hiciste muy bien. Pero el cadáver ha desaparecido.

—¡Cómo! ¡No puede ser! —exclamó Enoch.

—Han profanado la sepultura y se lo han llevado.

—Pero eso tú no puedes saberlo —protestó Enoch—. ¿Cómo lo sabes?

—No soy yo quien lo ha averiguado, sino los de Vega. Los veganos lo saben.

—Pero están a años-luz de distancia…

Pero luego le asaltó la duda, al recordar que la noche en que falleció el anciano sabio, cuando comunicó su muerte a la Central Galáctica, le contestaron que los veganos ya se hallaban enterados de ello, y que no necesitaban certificado de defunción, porque ya sabían de qué había muerto.

Parecía algo imposible, desde luego, pero había demasiadas imposibilidades en la Galaxia que al fin y a la postre resultaban totalmente posibles; por último, uno ya no sabia verdaderamente a qué atenerse.

¿Seria posible, se preguntó, que todos los veganos estuviesen unidos entre sí por una especie de contacto mental? ¿O que una oficina central del Censo (para dar un nombre humano a algo que escapaba a toda comprensión) poseyese una especie de enlace oficial con todos los veganos vivientes, y supiese dónde estaban, cómo estaban y qué hacían en cualquier momento determinado?

Algo de este género podía ser muy posible, tuvo que admitir Enoch. No estaba fuera de las pasmosas facultades que poseían los habitantes de la Galaxia. Pero mantener un contacto similar con el vegano muerto era algo que costaba más de comprender.

—El cadáver ha desaparecido —repitió Ulises—. Eso puedo asegurártelo porque sé que es verdad. Y tú eres el responsable.

—¿Quién dice eso, los veganos?

—Sí, los veganos. Y toda la Galaxia.

—Yo hice lo que pude —dijo Enoch, acaloradamente—. Hice lo que me pidieron. Cumplí al pie de la letra lo que estipula la ley vegana. Rendí honras fúnebres al muerto, según la usanza de mi planeta. No es justo que se me haga cargar siempre con esa responsabilidad. No puedo creer que ese cuerpo haya desaparecido. Nadie sabía dónde estaba. ¿Además, a quién podía interesar?