»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos cultivaron las tierras juntos durante un año o cosa así. El viejo Wallace adquirió una segadora tirada por un caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.
»Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos, asustados por algo, se desbocaron. El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó delante de la segadora mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.
Hardwicke hizo una mueca de disgusto.
—Horrible —dijo.
—Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun unidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.
»Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.
—Decía usted que esa gente no quiere hablar con extraños. ¿Cómo se las ha arreglado para saber tanto?
—He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Compré un automóvil desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.
—¿Un qué?
—Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.
—Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.
—Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. «Pretendía» no es la palabra adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.
—El tipo de alma sencilla —comentó Hardwicke— que aquellas gentes podían entender. Una especie de anacronismo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un poco mal de la cabeza.
Lewis asintió.
—Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limitaba a ir de una parte a otra y escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Había una familia en particular… los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng…, «sang» es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha…, es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos…
—Conozco ese tipo humano —dijo Hardwicke—. Yo nací y me crié en las montañas del Sur.
—Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace. Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.
—Pero no había forma de saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.
—Quizá no —dijo Lewis—. Pero también encontré parte de la segadora. No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.
—Volvamos a la historia de su vida —apuntó Hardwicke—. Después de la muerte de su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?
Lewis denegó con la cabeza.
—Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado. Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habitante.
—¿Ha estado usted en la casa?
—En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.
III
Tenía una hora. Sabía que tenía una hora, porque había cronometrado los movimientos de Enoch Wallace durante los últimos diez días. Y desde el momento en que se iba de la casa hasta que regresaba con el correo, nunca había transcurrido menos de una hora. A veces un poco más, cuando el cartero se retrasaba o ambos se ponían a hablar. Pero una hora, se dijo Lewis, era todo el tiempo de que podía disponer.
Wallace había desaparecido por la ladera, en dirección al peñasco que se erguía al borde del acantilado, y al pie del cual discurría el río Wisconsin. Trepaba por el peñasco y permanecía allí de pie, con el rifle bajo el brazo, contemplando la bravía soledad del valle fluvial. Luego volvía a bajar por las rocas y caminaba por el sendero que cruzaba el bosque hasta el lugar donde en primavera crecían las nicaraguas rosadas, y desde allí emprendía de nuevo el ascenso de la colina, hasta el manantial que brotaba de la ladera, al pie mismo del viejo campo que estaba en barbecho desde hacia más de un siglo, para seguir luego por la ladera hasta salir a la carretera casi cubierta por la maleza y llegar por último al buzón.
Durante los diez días que Lewis se dedicó a observarle, su ruta no varió jamás. Y era probable, pensaba Lewis, que tampoco hubiese variado en el transcurso de los años. Wallace nunca tenía prisa. Andaba como si dispusiese de todo el tiempo del mundo. Y se detenía frecuentemente para saludar a sus viejos conocidos… un árbol, una ardilla, una flor. Era un hombre recio y curtido, que aun conservaba mucho del soldado… viejas artimañas y costumbres que le habían quedado de los amargos años de la guerra, en que había combatido bajo tantos jefes. Caminaba con la cabeza muy erguida, sacando el pecho, y se movía con el paso suelto y fácil del hombre acostumbrado a las duras marchas.
Lewis salió de la enmarañada espesura que antaño fuera un huerto y en la que algunos árboles frutales, retorcidos, contrahechos y cenicientos por la edad, aún daban su mísera y amarga cosecha de manzanas.
Se detuvo en el lindero del bosquecillo y contempló por unos instantes la casa que se alzaba en lo alto de la colina. Por un momento le pareció verla bajo una luz especial, como si una esencia rara y más destilada del sol hubiese cruzado el abismo de los espacios para hacer brillar aquella casa y distinguirla de todas las demás casas del mundo. Bañada en aquella luz, la casa parecía algo sobrenatural, como si en realidad fuese algo especialísimo, distinto a todo. Pero después aquella luz, si es que de verdad había existido, desapareció y la casa compartió la luz vulgar del sol con los campos y los bosques.
Lewis meneó la cabeza, diciendo para sus adentros que acaso fue una alucinación, o quizás una ilusión óptica. Porque el sol no tenía una luz especial y la casa no era más que una casa, aunque maravillosamente conservada.
Era una clase de casa que hoy se ve con muy poca frecuencia. Su forma era rectangular; larga, estrecha y alta, con anticuados adornos de marquetería a lo largo de cornisas y aleros. Poseía cierto aspecto escuálido que nada tenía que ver con la edad; ya era escuálida cuando la construyeron… escuálida, sencilla pero fuerte, como las gentes que la levantaron. Mas por escuálida que fuese, se alzaba pulcra y atildada, sin desconchados, sin señales de inclemencias atmosféricas ni el menor atisbo de decadencia.