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—Desde luego ese es el caso —admitió Ulises—, pero entonces cada uno de los bandos tiene una oportunidad de obtener lo que desea, o cuando menos cree que tiene la probabilidad de lograrlo. La cosa es si no tienen ninguna. Antes que la tengan, este proyecto debe pasar por el colador. Hay una agrupación en el lado extremo de la Galaxia, que desea moverse a los sectores escasamente poblados de una zona particular del borde. Creen aún en una antigua leyenda que dice que su raza procede de inmigrantes de otra Galaxia, quienes aterrizaron en el borde y se abrieron paso al interior en el transcurso de muchos años galácticos. Piensan que si pueden salir al borde, transformarán esa leyenda en historia, para su mayor gloria. Otro grupo quiere entrar en un pequeño brazo espiral debido a un oscuro informe sobre que, hace muchos eones, sus antepasados captaron ciertos mensajes virtualmente indescifrables que creyeron provienen de esa dirección. A través de los años, la fábula ha aumentado al extremo de que hoy están convencidos de hallar una raza de gigantes intelectuales en el brazo espiral. Y siempre existe, naturalmente, el apremio de investigar más a fondo en el meollo galáctico. Debes tener en cuenta que nosotros sólo hemos empezado, que la Galaxia se encuentra aún ampliamente inexplorada, y que todavía sólo son pioneras las miles de razas que forman la Central Galáctica. Y ésta, como resultado de ello, se halla sujeta continuamente a toda clase de presiones.

—Parece —dijo Enoch— como si tuvieses pocas esperanzas de mantener esta estación, aquí en la Tierra.

—Casi más bien ninguna esperanza en absoluto —respondió Ulises—. Pero en cuanto a ti respecta, habrá una opción. Puedes permanecer aquí y vivir la vida corriente de la Tierra, o bien ser destinado a otra estación. La Central Galáctica espera que elijas el continuar con nosotros.

—Eso suena muy terminante.

—Temo que sí —dijo Ulises—. Lamento, Enoch, ser portador de malas nuevas.

Enoch se sentó entumecido y agobiado. ¡Malas nuevas! Era algo peor que eso. Era el fin de todo.

Sintió el desmoronamiento no sólo de su propio mundo personal, sino de todas las esperanzas de la Tierra. Con la ausencia de la estación, la Tierra volvería a quedar una vez más en los remansos de la Galaxia, sin esperanza alguna de ayuda, ninguna probabilidad de reconocimiento, ni de comprensión de lo que estaba esperando en la Galaxia. Permaneciendo sola y desnuda, la raza humana seguiría su antigua vieja senda, tanteando su incierto camino hacia un futuro ciego y descarriado.

XX

El hazer era anciano. El áureo halo que lo envolvía había perdido el destello de su juventud. Era un fulgor suave, profundo y rico… no el cegador de un ser joven. Lo portaba con firme dignidad, y el resplandeciente copete de su cabeza, que no era ni cabello ni plumas, era blanco, de una especie de albura de santidad. Su rostro era de expresión afable y tierna, afabilidad y ternura que en un hombre podría haberse expresado en suaves arrugas.

—Siento —dijo a Enoch— que nuestra entrevista haya de ser así. Sin embargo, bajo cualesquiera circunstancias, estoy contento de verte. He oído de ti. No es frecuente que un ser de un planeta exterior sea el custodio de una estación. Debido a ello, joven, me he sentido intrigado por tu persona. Me he preguntado qué especie de criatura serías.

—No has de preocuparte por él —dijo Ulises, un tanto desabridamente—. Yo salgo fiador por su persona. Hemos sido amigos durante años.

—Sí, lo olvidaba —dijo el hazer—. Tú eres su descubridor. —Escudriñó en torno a la habitación, y añadió—: Otro. No sabía que había dos. Creí que era sólo uno.

—Es un amigo de Enoch —dijo Ulises.

—Así pues, ha habido contacto. Contacto con el planeta.

—No, no ha habido ningún contacto.

—Acaso una indiscreción.

—Acaso —manifestó Ulises—. Pero bajo provocación que dudo que ni tú ni yo habríamos soportado.

Lucy se había puesto en pie y atravesaba la habitación con movimiento reposado y lento, como si flotara.

El hazer le habló en lenguaje corriente.

—Me alegra conoceros. Encantado.

—Ella no puede hablar —dijo Ulises—. Ni oír. No tiene comunicación alguna.

—Compensación —dijo el hazer.

—¿Lo crees así?

—Estoy seguro de ello.

Se adelantó despacio y Lucy esperó.

—Esto… bueno, ella, la forma femenina como dijiste, no tiene miedo.

Ulises río entre dientes y dijo:

—Ni siquiera a mí.

El hazer tendió su mano hacia Lucy, quien permaneció quieta durante un instante, alzando luego a su vez una de las suyas y asiendo como con tentáculos la tendida.

A Enoch le pareció, por un instante, que la capa de áureo halo se desplegaba para envolver en su fulgor a la muchacha. Enoch parpadeó y la ilusión, si tal había sido, se desvaneció, quedando sólo el hazer con su áurea capa.

¿Y cómo era —se preguntaba Enoch— que no sintiera la muchacha el menor miedo de Ulises o del hazer? ¿Se debía, en verdad, como él había dicho, a que ella podía ver allende la apariencia exterior, sentir en cierto modo la humanidad básica, intrínseca (¡Dios me valga, no puedo pensar ni aun ahora sino en términos humanos!) que había en aquellas criaturas? Y si ello era así, ¿era debido a que ella misma no era enteramente humana? Humana, ciertamente, en forma y origen, pero no constituida y moldeada en la cultura humana, siendo acaso lo que sería un ser humano forjado casi concertadamente, ceñido de tal modo a las reglas de la conducta y la perspectiva que a través de los años habían establecido la ley para comprender una corriente actitud humana.

Lucy soltó la mano del hazer y volvió al sofá.

El hazer dijo:

—Enoch Wallace.

—¿Sí?

—¿Es ella de tu raza?

—Desde luego, sí lo es.

—Pues no se te parece… Casi como si se tratase de dos razas.

—Pues no hay dos razas, sino únicamente una.

—¿Y hay muchas otras como ella?

—No sabría decirlo —respondió Enoch.

—Café —dijo Ulises al hazer—. ¿Tomarías un poco de café?

—¿Café?

—Un brebaje de lo más delicioso. Una de las grandes realizaciones de la Tierra.

—No lo conozco —dijo el hazer—. No creo que lo quiera.

Se volvió gravemente a Enoch.

—¿Sabes por qué estoy aquí —preguntó.

—Creo que sí.

—Es asunto que lamento —dijo el hazer—, pero debo…

—Si lo prefieres —intervino Enoch— podemos considerar que se ha hecho la protesta. Yo lo estipularía así.

—¿Por qué no?—apoyó Ulises—. A mí me parece que no hay necesidad de que nosotros tres tengamos una escena un tanto penosa.

El hazer vaciló.

—Si sientes que debes… —dijo Enoch.

—No —manifestó el hazer—. Me satisface con que una protesta no formulada sea generosamente aceptada.

—Aceptada con una condición única —repuso Enoch. Que yo también quede satisfecho de que la acusación no es infundada. Saldré a verlo.

—¿Es que no me crees?

—No es cuestión de creencia. Es algo que debe ser comprobado. No puedo aceptar nada para mí o para mi planeta hasta que haya hecho eso.

—Enoch —dijo Ulises—, el vegano ha sido benévolo. No sólo ahora, sino antes de que eso ocurriera. Su raza se muestra muy renuente a expresar la acusación. Sufrieron mucho para proteger a la Tierra y a ti.

—Y el sentimiento es que yo sería grosero y descortés si no aceptase la protesta y la acusación de la nota vegana.

—Lo siento, Enoch —dijo Ulises—. Eso es lo que quiero decir.

Enoch meneó la cabeza, diciendo luego: