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—Durante años he intentado comprender y conformarme a las ideas y ética de todo quien ha pasado por esta estación. He dejado a un lado mis propios instintos y adiestramiento humanos. He tratado de comprender otros puntos de vista y evaluar otros modos de pensar, muchos de los cuales me violentaban. Estoy contento por ello, pues me ha dado la oportunidad de ir más allá de la estrechez de la Tierra. Creo que he obtenido, que he ganado algo de todo ello. Pero nada de eso concernía a la Tierra; únicamente era yo el implicado. Y este asunto importa a la Tierra, y debo abordarlo desde un punto de vista de hombre terrestre. En esta ocasión particular, yo no soy simplemente el custodio de una estación galáctica.

Nadie dijo una palabra. Enoch permaneció a la espera, mas siguió sin decirse nada, hasta que, finalmente, se volvió y se dirigió a la puerta.

—Volveré —dijo.

Y, diciendo esto, abrió la puerta para deslizarse al exterior.

—Si no te importa —dijo el hazer sosegadamente—, me gustaría ir contigo.

—Magnífico —dijo Enoch—. Ven.

Estaba oscuro afuera, y Enoch encendió la linterna. El hazer le examinaba atentamente.

—Combustible fósil —le dijo Enoch—. Arde al extremo de una mecha empapada.

El hazer dijo, consternado:

—¡Pero seguramente tendréis algo mejor…!

—Mucho mejor ahora —respondió Enoch—. Pero yo estoy chapado a la antigua.

Abrió camino al exterior, arrojando la linterna un pequeño haz luminoso, y siguiéndole el hazer.

—Es un planeta salvaje —dijo el hazer.

—Salvaje aquí. Hay partes de él domadas.

—Mi planeta está controlado —dijo el hazer—. Cada pie de él se halla trazado.

—Lo sé. He hablado con muchos veganos. Ellos me describieron el planeta.

Se encaminaron al granero.

—¿Quieres volver? —preguntó Enoch.

—No —respondió el hazer—. Lo encuentro estimulante. ¿Son plantas silvestres esas de ahí?

—Las llamamos árboles —dijo Enoch.

—¿Sopla el viento a su antojo?

—Así es —dijo Enoch—. Hasta ahora no sabemos cómo controlar el tiempo.

La azada se hallaba justamente en el interior del granero junto a la puerta, y Enoch la tomó, dirigiéndose seguidamente hacia el huerto.

—Ya sabes, desde luego, que el cadáver ha desaparecido —dijo el hazer.

—Estoy dispuesto a ver que ha desaparecido.

—Entonces, ¿por qué…? —preguntó el hazer.

—Porque debo cerciorarme. Supongo que podrás comprenderlo, ¿no es así?

—Dijiste allá en la estación —dijo el hazer— que intentabas comprender al resto de nosotros. Quizá, en cambio, por lo menos uno de nosotros debería tratar de comprenderte a ti.

Enoch llevó la delantera por el sendero a través del huerto, y ambos llegaron a la rústica valla que cercaba el cementerio. La combada puerta estaba abierta, y Enoch la atravesó, siguiéndole el hazer.

—¿Es aquí donde lo enterraste?

—Es terreno de mi familia. Mi madre y mi padre descansan en él, y lo puse con ellos.

Tendió la linterna al vegano y, provisto de la azada, fue a la tumba, y hundió su instrumento en tierra.

—¿Quieres acercar un poco más la linterna, por favor?

El hazer dio un paso o dos.

Enoch metióse en el suelo hasta las rodillas y apartó las hojas que habían caído. Bajo ellas estaba la blanda y fresca tierra que había sido removida recientemente. Había una depresión y un pequeño agujero en el fondo de la misma. Mientras operaba, podía oír los terrones de barro desplazado cayendo a través del agujero y chocando con algo que no era el terreno.

El hazer había movido de nuevo la linterna y no pudo ver. Pero no necesitaba ver. Sabía que no servía de nada el excavar; sabía lo que hallaría. Debiera haber mantenido vigilancia. No debía haber puesto la piedra para llamar la atención… pero la Central Galáctica había dicho: «Como si fuese de tu propiedad.» Y por ello lo había hecho así.

Se enderezó, pero permaneció sobre sus rodillas, sintiendo como la humedad de la tierra empapaba la tela de sus pantalones.

—Nadie me lo dijo —manifestó el hazer, hablando quedamente.

—¿Decirte qué?

—Sobre la lápida conmemorativa. Y lo que está escrito en ella. No sabía que supieras nuestro idioma.

—Lo aprendí hace mucho. Había pergaminos que deseaba leer. Pero me temo que lo escrito por mí no sea demasiado bueno.

—Dos palabras mal deletreadas —dijo el hazer—, y cierta desmaña. Pero ésas son cosas que no importan. Lo que importa, y mucho, es que cuando escribiste, pensaste como uno de nosotros.

Enoch se puso en pie y tendió la mano a la linterna.

—Volvamos —dijo con alguna acritud, casi con impaciencia—. Ya sé quién hizo esto. Tengo que dar con él.

XXI

Las altas copas de los árboles gemían al viento que se alzaba. Delante el boscaje de abedules asomaba pálido al difuso resplandor de la linterna. Enoch sabía que aquel grupo de abedules crecía en el borde de una pequeña escarpa que se sumía a siete o más metros, y allí giró a la derecha para contornearla y continuar ladera abajo del cerro.

Le miró por encima del hombro. Lucy le seguía muy cerca. Sonrió ella, manifestándole con un gesto que todo iba bien. Sí hizo un ademán para indicar que ahora debían torcer a la derecha, y que ella debía seguirle muy unida. Aunque —se dijo a sí mismo— probablemente no era necesario indicarle nada, pues ella conocía seguramente la ladera tan bien, o tal vez mejor que él mismo.

Giró pues a la derecha y siguió a lo largo de la rocosa escarpa, llegó a la hendidura y gateó abajo, para alcanzar el declive inferior. Procedente de la izquierda, oía el murmullo del rápido riachuelo que se precipitaba por el rocoso barranco desde el manantial.

La ladera se sumía más escarpada aún, y trazó un camino que esquinaba el áspero declive.

Era curioso, pensó, que hasta en la oscuridad pudiese él reconocer ciertos rasgos naturales… el encorvado y retorcido roble blanco, colgando en insensato ángulo sobre el declive del cerro; el bosquecillo de robles rojos que sobresalía de una cúpula de roca desplomada, situados de tal modo que ningún leñador había intentado talarlos; la pequeña ciénaga repleta de espadañas, que se encajaba cómodamente en una terracita tallada en la ladera.

Lejos, abajo, percibió el resplandor de la luz de una ventana, y descendió hacia ella. Volvió a mirar por encima del hombro y vio que Lucy iba siguiéndole muy cerca.

Ambos llegaron a una tosca valla de estacas y gatearon para atravesarla; el terreno era ahora más llano.

En alguna parte abajo ladró un perro en la oscuridad y otro se le unió en sus ladridos. Más aún se les unieron y la jauría subió corriendo el declive. Llegaron precipitados, giraron en torno a Enoch y la linterna y se abalanzaron a Lucy… transformándose súbitamente, a su vista, en una comisión de bienvenida más bien que en una compañía de guardianes. Brincaron en mescolanza, y las manos de ella palmotearon y acariciaron sus cabezas. Y como a una señal, los canes retozaron alegremente en círculo para volverse de nuevo.

A poca distancia más allá de la cerca de estacas había un huerto y Enoch lo atravesó, siguiendo cuidadosamente un senderillo entre los sembrados. Se encontraron luego en el patio y ante ellos la casa destartalada, con sus perfiles engullidos por la oscuridad, y las ventanas de la cocina iluminadas por la tenue y cálida luz de una lámpara.

Enoch atravesó el patio hasta la puerta de la cocina y llamó con los nudillos, oyendo seguidamente ruido de pasos en el interior.

Abrióse la puerta y apareció enmarcada por la luz Ma Fisher, mujer corpulenta, de elevada estatura y huesuda, embutida en algo que era más un saco que un vestido.