Se quedó mirando fijamente a Enoch, medio asustada y medio belicosa, mas al ver tras él a la muchacha, exclamó:
—¡Lucy!
La muchacha se abalanzó a ella, y su madre la tomó en sus brazos.
Enoch dejó su linterna en el suelo, puso su carabina bajo el brazo y atravesó el umbral.
La familia había estado cenando, sentada en torno a una gran mesa dispuesta en el centro de la cocina. En el centro de la mesa había una ornada lámpara de petróleo. Hank se había puesto en pie, pero sus tres hijos y el forastero permanecían aún sentados.
—Así que la volviste a traer —dijo Hank.
—La encontré —dijo Enoch.
—La estuvimos buscando hasta hace un rato —manifestó Hank—. Íbamos a volver a salir a hacerlo otra vez.
—¿Recuerdas lo que me dijiste esta tarde? —preguntó Enoch.
—Te dije varias cosas.
—Me dijiste que yo tenía el diablo en mí. Vuelve a levantar la mano contra esa muchacha, y te prometo que te enseñaré hasta dónde tengo de diablo.
—Esas baladronadas no sirven conmigo —braveó Hank. Pero se veía que estaba atemorizado. Lo mostraba en la blandura del rostro y la rigidez del cuerpo.
—Pues si quieres verlo, no tienes más que echarme de aquí.
Los dos hombres permanecieron encarados durante unos instantes, y luego Hank se sentó.
—¿Quieres tomar algo con nosotros? —dijo.
Enoch denegó con la cabeza, y volviéndose al forastero, preguntó:
—¿Eres tú el hombre del ginseng?
El aludido asintió, y respondió:
—Así es como me llaman.
—Quiero hablar contigo. Afuera.
Claude Lewis se puso en pie.
—No tienes a qué ir —intervino Hank—. Él no puede obligarte. Lo mismo puede hablarte aquí.
—No me importa —dijo Lewis—. En realidad, deseo hablar con él. Tú eres Enoch Wallace, ¿no es así?
—Eso es quien es —confirmó Hank— Debiera haber muerto de viejo hace cincuenta años. Pero míralo. Tiene el diablo con él. Te lo aseguro, él y el diablo tienen un pacto.
—¡Cállate, Hank! —dijo Lewis, quien dando la vuelta a la mesa, fue a la puerta.
—Buenas noches —dijo Enoch a los demás.
—Mr. Wallace —dijo Ma Fisher—, gracias por haber traído de nuevo a mi hija. Hank no la pegará otra vez. Puedo prometérselo. Yo estaré al tanto.
Enoch salió y cerró la puerta. Tomó la linterna del suelo. Lewis se hallaba ya en el corral y fue a él, diciéndole:
—Alejémonos un poco.
Se detuvieron en la esquina del jardín y se encararon.
—Tú has estado vigilándome —dijo Enoch.
Lewis asintió.
—¿De manera oficial? ¿O sólo por curiosidad?
—Lamento que de manera oficial. Mi nombre es Claude Lewis. No hay razón para que no te dijese… que soy de la C.I.A.
—No soy ningún traidor ni espía —repuso Enoch.
—No, en efecto. Sólo te estábamos vigilando.
—¿Sabes lo del cementerio?
Lewis asintió.
—Tú sacaste algo de una tumba.
—Sí —dijo Lewis—. De la extraña lápida.
—¿Y dónde está lo que sacaste?
—Quieres decir el cadáver. En Washington.
—No debieras haberlo sacado —dijo ceñudamente Enoch—. Has causado gran trastorno con ello. Debes devolverlo. Y tan pronto como puedas.
—Eso llevará algún tiempo —respondió Lewis—. Tendrán que expedirlo en vuelo. Veinticuatro horas acaso.
—¿Es lo más rápido?
—Podría hacerlo algo mejor.
—Pues haz lo más que puedas. Es importante que el cadáver vuelva.
—Lo haré, Wallace. Yo no sabía…
—Y, Lewis…
—¿Qué?
—No pretendas dártelas de listo. No te andes por las ramas. Haz sólo lo que te digo. Estoy tratando de ser razonable, porque es lo único que cabe. Pero si intentas alguna argucia…
Tendió una mano y asió la parte delantera de la camisa de Lewis, retorciéndosela.
—¿Me comprendes, Lewis? —añadió.
Lewis quedóse inmóvil, sin intentar desasirse.
—Sí —dijo—. Comprendo.
—¿Por qué diablos hiciste eso?
—Tenía un trabajo…
—Sí, un trabajo. El de vigilarme. No el de robar tumbas.
Le soltó la camisa.
—Dime —dijo Lewis—. Eso de la tumba… ¿qué era?
—Nada que maldito te importe —le respondió Enoch desabridamente—. Lo que sí te importa es devolver el cadáver. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? ¿No hay nada que se te interponga?
Lewis denegó con la cabeza, y añadió:
—Nada en absoluto. Telefonearé en cuanto tenga a mano un teléfono. Les diré que es cosa imperiosa.
—Y lo es —afirmó Enoch—. El volver ese cadáver a su sitio es la cosa más importante que jamás habrás hecho. No lo olvides ni por un momento. Afecta a todos en la Tierra. A ti, a mí, y a cualquiera de los demás. Y si fracasas, me responderás de ello.
—¿Con esa arma?
—Acaso —respondió Enoch—. No se te ocurra bromear. No te imagines que vacilaré en matarte. En esta situación, mataría a cualquiera… a cualquiera en absoluto.
—Wallace, ¿hay algo en ello que puedas decirme?
—Nada de nada —respondió Enoch, volviendo a tomar la linterna.
—¿Vuelves a casa?
Enoch asintió.
—No parece importarte que te vigilemos.
—No. En todo caso, no vuestra vigilancia. Sólo vuestra interferencia. Vuelve a traer ese cadáver y sigue vigilando si lo deseas. Pero que nadie me importune ni me provoque. Las manos fuera. Que no se toque nada.
—Pero, ¡santo Dios!, hay algo en marcha… tú puedes decirme algo.
Enoch vaciló.
—Alguna idea de lo que pasa —insistió Lewis— No los detalles, sino sólo…
—Vuelve a traer el cadáver —respondió lentamente Enoch—, y acaso entonces hablemos de nuevo.
—Se te devolverá —afirmó Lewis.
—Y de lo contrario, puedes ya considerarte muerto desde ahora —dijo tajante Enoch, quien, volviéndose, atravesó el huerto y comenzó a subir el cerro.
Lewis permaneció largo rato en el patio, contemplando cómo el resplandor de la linterna se iba perdiendo de vista.
XXII
Ulises se hallaba solo en la estación cuando volvió Enoch. Había despachado al thubano y enviado de nuevo a Vega al hazer.
Hervía un cazo de café, y Ulises estaba tendido en el sofá, sin hacer nada.
Enoch colgó su fusil y apagó la linterna. Quitóse la cazadora y la arrojó sobre el escritorio, tras lo cual se sentó en una butaca que estaba al lado del sofá.
—El cadáver volverá mañana para esta hora —dijo.
—Sinceramente espero que eso sea para bien —dijo Ulises—. Pero me siento inclinado a dudarlo.
—Acaso no debiera haberme molestado —dijo Enoch acremente.
—Será muestra de buena fe —opinó Ulises—. Podría tener cierto efecto mitigador en la consideración final.
—El hazer podría haberme dicho dónde estaba el cadáver —dijo Enoch—. Si sabía él que fue sacado de la tumba, debió también saber dónde se le podía encontrar.
—Sospecho que sí —manifestó Ulises—, pero, ya ves, no pudo decírtelo. Todo cuanto podía hacer era presentar su protesta. Lo demás, te tocaba a ti. Él no podía dejar a parte su dignidad sugiriendo lo que debías hacer tú. Según el protocolo, debe seguir siendo la parte agraviada.
—A veces, este asunto basta para volverle a uno loco —dijo Enoch—. A pesar de las instrucciones de la Central Galáctica, hay siempre algunas sorpresas, reiteradamente trampas abiertas para tragarle a uno.
—Puede llegar un día en que no será así —dijo Ulises—. Puedo ver el futuro, con la unión de la Galaxia en una gran cultura, una inmensa área de comprensión. Desde luego, existirán aún las variedades locales y raciales, y es como debe ser, pero el dominarlas a todas será una tolerancia que constituirá lo que estaría uno tentado de llamar una hermandad.