—Tienes que concederme tiempo —dijo Enoch.
Pero era consciente de que ya no lo había.
XXIII
Un hombre podía tener un trabajo, y ser de pronto incapaz de realizarlo… Y lo mismo les sucedería a quienes con él trabajaban. Pues no tendrían el conocimiento o la formación para desempeñar las tareas que habían estado ejecutando. Podían intentarlo, desde luego… seguir intentándolo durante algún tiempo, pero no demasiado. Y debido a que las tareas no podían ser ejecutadas, el negocio, o el gremio, o la sociedad, o la fábrica, o cualquier empresa que fuese, cesaría de funcionar. Sin embargo, la cesación de la empresa no sería por una cuestión formal o legal. Cesaría, pararía simplemente. Y no del todo porque no podían ser ejecutados los trabajos, porque nadie podía seguir haciéndola funcionar, sino también debido a que asimismo se habían parado los transportes y comunicaciones que la hacían posible.
No podían hacerse funcionar ni locomotoras, ni buques ni aviones, pues nadie recordaba cómo hacerlo. Hombres que habían poseído todas las habilidades necesarias para su funcionamiento, las habían perdido. Podía haber algunos que lo intentaran, pero con trágicas consecuencias. Y hasta podían haber unos cuantos que vagamente recordasen cómo hacer funcionar el coche, o el camión, o el autobús, pues son cosas sencillas y el conducirlos resulta casi una segunda naturaleza en el hombre. Pero una vez averiados estos artefactos, nadie tendría los conocimientos de mecánica para repararlos y hacerlos viables de nuevo.
En el lapso de pocas horas, la raza humana habría encallado en un mundo cuya distancia se había transformado de nuevo en un factor. El mundo se habría extendido, los océanos convirtiéndose otra vez en barreras, y nuevamente una milla sería más larga. Y, en pocos días, se produciría un pánico y un tropel y una confusión, y una escapatoria, y una desesperación frente a una situación que nadie acertaba a comprender.
¿Cuánto tiempo —se preguntaba Enoch— tardaría una ciudad en consumir el resto de los alimentos almacenados, comenzando luego a sumirse en la inanición? ¿Qué sucedería cuando la electricidad dejase de seguir fluyendo a través de los cables? ¿Por cuánto tiempo, en tal estado de cosas, conservaría su valor un neciamente simbólico trozo de papel-moneda, o una pieza de metal?
La distribución se derrumbaría, el comercio y la industria morirían; el gobierno se convertiría en una sombra, sin medios ni inteligencia para seguir funcionando; cesarían las comunicaciones; se desintegrarían la ley y el orden; el mundo se sumiría en una nueva armazón bárbara, y comenzaría un lento reajuste. El cual proseguiría durante años, y en su proceso habría muerte y pestilencia, e indecible miseria y desesperación. Con el tiempo, se verificaría el reajuste, y el mundo se encajaría en su nuevo sistema de vida, pero en el proceso de acoplamiento muchos morirían y habría muchos otros que perderían todo lo que había constituido el encanto de su vida y su propósito.
Pero, por malo que ello pudiera ser, ¿sería peor que la guerra?
Muchos morirían de frío y hambre y enfermedades (pues la medicina habría seguido el camino de todo lo demás), pero serían millones los que no resultarían aniquilados por el ígneo soplo asolador de la reacción nuclear. No habría polvo de ponzoñosa radiactividad lloviendo del cielo, y las aguas seguirían siendo tan puras y frescas como siempre, y tan fértil el terreno. Quedaría aún una oportunidad, en cuanto pasaran las fases iniciales del cambio, para que la raza humana siguiese existiendo y reconstruyese la sociedad.
De ser seguro —se dijo Enoch— que habría una guerra, de que ésta era ineludible, en tal caso no resultaba difícil hacer la elección. Pero siempre existía la posibilidad de que el mundo podía evitar la guerra, de que podía ser conservada una paz un tanto frágil y tenue, por lo que en tal caso sería innecesaria la desesperada exigencia de la cura galáctica. Antes de poder decidir —se dijo— uno debía estar seguro; mas, ¿cómo se podía estarlo? La carta que se hallaba en el cajón del escritorio decía que habría una guerra; muchos diplomáticos y observadores estimaban que la próxima conferencia de paz no servía a otro propósito sino a armar el gatillo bélico. Sin embargo, tampoco en ello había seguridad alguna.
Y aun cuando la hubiese —se decía Enoch—, ¿cómo podría un hombre, un hombre solo, asumir el papel de Dios para toda la raza? ¿Con qué derecho podía tomar un hombre una decisión que afectaba a todos los demás, a billones de otros? Y si lo hiciera, ¿podría en los años venideros, ser capaz de justificar su elección?
¿Cómo podía un hombre decidir lo dañina que podía ser la guerra, y, en comparación, cuán funesta la estupidez? La respuesta parecía ser que él no lo podía. No había medio alguno para medir el posible desastre en cualquier circunstancia.
Al cabo de un tiempo, quizá, podría ser racionalizada una elección entre una de las medidas. Con tiempo, podría desarrollarse una convicción que capacitara a un hombre a llegar a alguna especie de decisión, la cual, si acaso no fuese cabalmente justa, pudiera no obstante hallarse de acuerdo con su conciencia.
Enoch se puso en pie y se dirigió a la ventana. El sonido de sus pasos producía un sordo eco en la estación. Miró su reloj y vio que era poco más de medianoche.
Había razas en la Galaxia —pensó—, que podían adoptar una decisión rápida y justa sobre casi cualquier cuestión, zanjando en derechura a través de todas las enmarañadas líneas del pensamiento, guiadas por reglas de lógica que eran más específicas que cualesquiera de las que pudiera tener la raza humana. Eso sería bueno, desde luego, en el sentido de que hacía posible la decisión, pero en llegando a ésta, ¿no tendería ello a minimizar, a ignorar quizás por entero, algunas de las verdaderas facetas de la situación que pudieran significar más para la raza humana que la propia decisión en sí?
Enoch permaneció ante la ventana con la mirada posada a través de los campos iluminados por la luna, que discurrían hasta la oscura línea de los bosques. Las nubes se habían despejado y la noche era apacible. Aquel paraje particular —pensó— siempre sería apacible, pues estaba apartado de la pista batida, distante de cualquier posible blanco en una guerra atómica. Excepto por la remota posibilidad de algún conflicto menor en los días prehistóricos, no inscrito y tiempo ha olvidado, ninguna batalla había sido librada allí, ni sería librada. Sin embargo, no podría sustraerse al sino común del suelo y el agua emponzoñados, caso de que el mundo, en un funesto arrebato de furia, desatara el poder de sus espantosas armas. Entonces, los cielos se cubrirían de ceniza atómica, que se derramaría abajo como por un tamiz, y poco importaría dónde pudiera hallarse un hombre. Más pronto o más tarde, la guerra lo alcanzaría, si no con el fulgurante centelleo de monstruosa energía, con la nieve de la muerte cayendo del firmamento.
Volvió de la ventana al escritorio y amontonó los periódicos que habían llegado en el correo de la mañana, percatándose al hacerlo de que Ulises había olvidado los que había separado para él. Ulises estaba desazonado, trastornado —se dijo—, pues de lo contrario no los habría echado en olvido. ¡Dios nos guarde a los dos —pensó—, pues ambos tenemos nuestras penas y sinsabores!
Había sido un día muy activo. Se dio cuenta de que no había leído más que dos o tres referencias del Times sobre la convocatoria de la conferencia. El día había estado demasiado colmado, demasiado repleto de cosas terribles.
Durante cien años —pensó—, las cosas habían marchado bien. Había habido buenos momentos y malos, pero en conjunto su vida había transcurrido serenamente y sin incidentes alarmantes. Luego, hoy había amanecido, y todos los años serenos se habían desplomado en torno a sus oídos.