De pronto había una esperanza de que la Tierra podía ser aceptada como miembro de la familia galáctica, y que él podía servir de emisario para obtener ese reconocimiento. Mas ya tal esperanza se hallaba destrozada, no sólo por el hecho de que la estación pudiera ser cerrada, sino que su cierre se basaría en la barbarie de la raza humana. La Tierra estaba siendo empleada como un chiquillo azotado en la política galáctica, desde luego, pero una vez colgado el sambenito, no podría serle quitado tan pronto. Y en cualquier caso, aun cuando pudiera serlo, el planeta se había revelado como uno contra el que la Central Galáctica, en la espera de conservarlo, estaba dispuesta a aplicarle una acción drástica y degradante.
Había algo que podía salvarse de todo ello, lo sabía. Podía permanecer él como terrestre y transmitir al pueblo de la Tierra la información que había reunido en años y lo escrito a la vez, con meticuloso detalle, con muchos sucesos e impresiones personales y demás, en las largas hileras de registros que se hallaban alineadas en las estanterías contra la pared. Esto y la literatura ajena que había obtenido y leído y acumulado. Y los artilugios y artefactos que procedían de otros mundos. De todo ello, el pueblo de la Tierra podía obtener algo que le pudiera valer a lo largo del camino que eventualmente llevaría a sus componentes a las estrellas y a aquel ulterior conocimiento y aquella mayor comprensión que sería su herencia —quizá la herencia y el privilegio de toda inteligencia—. Pero la espera para aquel día sería larga; y más larga ahora de lo que jamás lo había sido, debido a lo que había sucedido en este día. Y la información que poseía él, recogida penosamente en el transcurso de casi un siglo, era tan insuficiente comparada a aquel más completo conocimiento que podía haber reunido en otro siglo (o en mil años) que parecía algo lastimoso para ofrecérselo a su pueblo.
¡Si únicamente pudiera haber más tiempo!, pensó. Pero, naturalmente, no lo había. No lo había ya ahora y no lo habría nunca. Por muchos siglos que pudiera disponer, siempre existiría mucho más conocimiento que el que tendría recogido en el momento, pareciendo siempre el reunido una mezquina pitanza.
Sentóse pesadamente en la butaca ante el escritorio y ahora, por primera vez, se preguntó cómo podría hacerlo… como podría abandonar la Central Galáctica, cómo podría trocar la Galaxia por un simple planeta, aun cuando este planeta siguiera siendo el suyo propio.
Exprimió su confusa y extraviada mente para encontrar la respuesta, pero la mente no pudo hallar respuesta alguna.
Un hombre solo, pensó.
Un hombre solo no podía resistir contra la Tierra y Galaxia a la vez.
XXIV
Le despertó el sol derramándose a través de la ventana y quedóse donde estaba, sin moverse, empapándose de su calor. Se sentía una agradable e intensa sensación a la luz del sol, un beso tranquilizador, y por un momento ahuyentó la preocupación y el interrogante. Pero notaba su proximidad y volvió a cerrar los ojos. Quizá si pudiese dormir algo más, podría despejarse del todo y perderse en alguna parte, y no hallarse presente cuando volviera a despertarse.
Pero había algo que no iba bien, algo junto a la preocupación y el interrogante.
Le dolían cuello y hombros, tenía una extraña rigidez en el cuerpo, y la almohada era demasiado dura.
Abrió los ojos de nuevo y se ayudó con las manos para incorporarse, notando que no estaba en la cama. Estaba sentado en una butaca, y su cabeza, en vez de reposar sobre una almohada, había estado apoyada sobre el escritorio. Abrió y cerró la boca, notando un gusto tan malo como suponía.
Se puso lentamente en pie, enderezándose y estirándose, intentando relajar el agarrotamiento de sus articulaciones y músculos. Y mientras tanto iba notando cómo volvían escurridizas a él, de donde habían estado escondidas, la preocupación y la desazón y la espantosa necesidad de respuestas. Pero las apartó a un lado, no de manera decisiva, pero sí lo bastante para retirarlas un poco y dejarlas como agazapadas en espera de un nuevo asalto.
Fue al hornillo y buscó la cafetera, recordando entonces que la pasada noche la había puesto en el suelo junto a la mesa. Fue a recogerla. Las dos tazas de café se hallaban aún sobre la mesa, con su negro poso en el fondo. Y en la masa de cachivaches que Ulises había apartado a un lado para hacer sitio a las tazas, la pirámide de esferas yacía volcada de lado, pero brillando y destellando aún, girando cada esfera en dirección opuesta a las demás.
Enoch tendió la mano y la cogió. Sus dedos exploraron cuidadosamente la base sobre la que estaban encajadas las esferas, buscando algo —alguna palanca, algún engranaje, algún mecanismo, algún botón— que hiciera mover o parar a las esferas. Debía haber sabido —se dijo a si mismo— que no encontraría nada. Pues ya había mirado antes. Y sin embargo, Lucy había hecho algo el día anterior que lo había puesto en funcionamiento y que seguía funcionando aún. Estaba así desde hacía más de doce horas, sin que fueran obtenidos resultados. Anotar esto… —pensó— ningún resultado que pudiera reconocerse.
Volvió a colocar sobre su base el artefacto en la mesa y puso las tazas una dentro de otra, llevándolas. Se detuvo para alzar la cafetera del suelo. Pero sus ojos no se apartaron de la pirámide de esferas.
Era enloquecedor —se dijo para sí—. No había medio de ponerlas en movimiento, y sin embargo Lucy lo había hecho. Y ahora no había medio de detenerlas… aunque probablemente no importaba si estaban paradas o en marcha.
Fue al fregadero con las tazas y la cafetera.
La estación estaba tranquila… en una calma pesada y opresiva; aunque probablemente la impresión de opresión —pensó—, no estaba más que en su imaginación.
Atravesó la habitación hasta el aparato de mensajes, viendo que la placa estaba en blanco. No había habido mensajes durante la noche. Era tonto por su parte —pensó—, esperar que los hubiera habido, ya que en este caso, habría funcionado la señal de audición, y habría continuado haciéndolo hasta que él empujase la manecilla.
¿Sería posible que la estación hubiese sido ya abandonada, que hubiese sido desviado en derredor todo tráfico? Ello, sin embargo, resultaba difícilmente posible, pues el abandono de la estación Tierra significaría también el de las situadas más allá. No había atajos en la red extendiéndose al brazo espiral, para hacer posible el reencaminamiento. No era insólito que pasaran horas, y hasta un día, sin tráfico alguno. Éste era irregular. Se daban ocasiones en que las llegadas dispuestas habían de ser suspendidas hasta que se pudiera disponer de facilidades para encargarse de ellas, y otras en que el equipo estaba ocioso, como ahora, porque no se producía ninguna.
Asustadizo; me estoy volviendo asustadizo —pensó.
Antes de que cerrasen la estación, se lo comunicarían. La cortesía, si no otra cosa, exigía que lo hicieran.
Volvió al hornillo y puso en él la cafetera. En la refrigeradora halló un paquete de gachas hechas de un cereal que crecía en uno de los mundos de la jungla draconiana. Lo tomó, volvió a dejarlo en su sitio, y cogió los dos últimos huevos de la docena que Wins, el cartero, había traído de la ciudad hacía cosa de una semana.
Miró su reloj y vio que había dormido hasta más tarde de lo que pensaba. Era ya casi la hora de su paseo cotidiano.
Puso la sartén en el hornillo, un trozo de mantequilla en ella, esperó a que se derritiese y luego cascó los huevos, friéndolos.
Acaso, pensó, no iría de paseo hoy. Sería la primera vez que no lo diera, excepto por una o dos veces de furiosa ventisca. Pero el que siempre lo hubiese dado, se dijo porfiado, no era razón para que lo diera. Omitiría el paseo y luego bajaría a buscar el correo. Podía emplear el tiempo en hacer las cosas pendientes del día anterior. Los periódicos se hallaban aún amontonados en el escritorio, esperando su lectura. No había escrito en su diario, y había mucho que escribir, pues debía registrar con detalle exactamente lo que había ocurrido, y había habido buena cantidad de sucesos.