Era una regla que se había impuesto desde el primer día que había comenzado a funcionar la estación, la de no dejar nunca el diario. Podía retrasarse a veces un poco en hacerlo, pero el hecho de que se retrasara o estuviese apremiado por el tiempo nunca fue obstáculo para que registrase en él una palabra menos de las que estimaba debía poner para decir todo lo que había que decir.
Miró a través de la habitación a las largas hileras de registros que estaban apilados en las estanterías y pensó, con orgullo y satisfacción, en lo completo de aquel archivo. Casi una centuria de escritura se hallaba entre las cubiertas de aquellos libros, y ni un solo día había sido pasado por alto.
Allí estaba su legado —pensó—. Allí su donación al mundo; aquélla sería su entrada sin trabas de nuevo en la raza humana; allí estaba cuanto había visto y oído y pensado durante casi cien años de asociación con aquellos pueblos alienígenas de la Galaxia.
Mirando a las hileras de libros, volvieron a asaltarle en tropel los interrogantes que había apartado a un lado, no cabiendo esta vez resistirlos. Durante un breve espacio de tiempo los había mantenido a raya, el poco tiempo que necesitó para despejar su cerebro y desentumecer su cuerpo, vivificándolo de nuevo. Ahora no luchó contra ellos. Los aceptó, pues no los escabullía.
Puso los huevos de la sartén en el plato, tomó la cafetera y sentóse a desayunar.
Miró de nuevo su reloj.
Tenía tiempo aún para dar su paseo cotidiano.
XXV
El hombre del ginseng estaba esperando en el manantial.
Enoch lo vio desde alguna distancia del sendero, y se preguntó, con rápido relampagueo de enojo, si podía estar esperándole allí para decirle que no podía devolver el cadáver del hazer, que algo había sucedido, que se había topado con inesperadas dificultades.
Y pensándolo, Enoch recordó cómo la noche anterior había amenazado con matar a cualquiera que impidiese el retorno del cadáver. Acaso no había sido acertado decir eso —se dijo—. Se preguntó si podía decidirse a matar a un hombre; no sería el primero a quien hubiese matado nunca… pero eso había ocurrido hace mucho tiempo, y había sido cuestión de matar o ser matado.
Cerró los ojos un segundo y pudo ver de nuevo el declive bajo él, con las largas filas de hombres avanzando a través del remolineante humo, sabiendo que aquellos hombres escalaban la loma sólo con el propósito de matarle, y con él a los demás que estaban en la cima.
Y no había sido la primera vez ni la última, pero todos los años de matanza se fundían en ese simple momento… no el tiempo que después vino, sino en aquel largo y terrible instante en que había contemplado a las filas de hombres escalando el declive con la precisa intención de matarle.
Fue en aquel momento que se percató de la locura de la guerra, el gesto fútil que con el tiempo se convertía en insensatez, la rabia irrazonable que debe ser alimentada más allá del recuerdo del incidente que la motivó, la consumada falta de lógica de que un hombre, por la muerte o la miseria, pueda probar un derecho o sostener un principio.
En alguna parte de la larga senda recorrida por la Historia, la raza humana había aceptado una locura por principio y había persistido en ella hasta hoy, en que aquel principio demencial se hallaba presto a exterminar, si no a la misma raza, cuando menos a todas aquellas cosas, tanto materiales como inmateriales, que habían sido moldeadas como símbolos de humanidad a través de muchas centurias.
Lewis había estado sentado sobre un tronco caído, y al aproximarse Enoch se levantó.
—Te esperaba aquí —dijo—. Espero que no te importe.
Enoch atravesó el manantial.
—El cadáver estará aquí a primeras horas del anochecer —dijo Lewis—. Washington lo expedirá en vuelo a Madison, y será transportado en camión desde allí.
—Me alegra oír eso —dijo Enoch, con movimiento afirmativo de la cabeza.
—Insistieron —dijo Lewis— en que te preguntase de nuevo qué es ese cadáver.
—Te dije la pasada noche —manifestó Enoch— que no podía comunicarte nada. Desearía poder hacerlo. Durante años me he imaginado cómo poder hacerlo, pero no hay manera.
—El cadáver es de alguien que no pertenece a esta Tierra —dijo Lewis—. Estamos seguros de ello.
—Así lo pensáis —dijo Enoch, no transformando en pregunta sus palabras.
—Y la casa —dijo Lewis— es forastera también.
—La casa fue construida por mi padre —dijo Enoch brevemente.
—Pero algo la cambió —arguyó Lewis—. No está como fue construida.
—El tiempo cambia las cosas —dijo Enoch.
—A todo menos a ti.
Enoch sonrió burlón.
—Así que eso te molesta —dijo—. Te parece algo indecente.
Lewis meneó la cabeza.
—No, indecente no. En absoluto, de veras. Tras vigilarte durante años, he llegado a aceptarte a ti y todo lo tuyo. No se trata de comprensión, naturalmente, sino de una completa aceptación. A veces me digo a mí mismo que estoy loco, pero es sólo momentáneamente. He intentado no incomodarte. He obrado para mantenerlo todo exactamente como estaba. Y ahora que te he conocido, me alegra que así fuera. Pero estamos incurriendo en error. Estamos actuando como si fuésemos enemigos, como dos perros extraños… y ése no es el camino. Yo pienso que ambos tenemos mucho en común. Hay algo que bulle, que va en camino, y no deseo hacer nada que pueda interferir con ello.
—Pero lo hiciste —dijo Enoch—. Hiciste lo peor que pudiste hacer cuando cogiste el cadáver. De haber planeado cómo perjudicarme más, no podías haber hecho una cosa peor. Y no sólo a mí. No realmente a mí, en absoluto. Era a la raza humana a la que dañabas.
—No lo comprendo —dijo Lewis—. Lo siento, pero no lo comprendo. Estaba la inscripción en la piedra…
—Ése fue mi error —dijo Enoch—. Jamás debí haber puesto esa lápida. Pero entonces pareció que debía hacerse. No pensé que alguien pudiera ir a husmear por allá y…
—¿Era un amigo tuyo?
—¿Un amigo mío? Oh te refieres al cadáver… Pues en realidad no. No esa persona particular.
—Ahora que está hecho, lo lamento —dijo Lewis.
—El lamentarlo no sirve de ayuda.
—Pero, ¿no hay algo, alguna cosa que pueda hacerse por ello? ¿Algo más que devolver el cadáver?
—Sí —dijo Enoch—. Podría haber algo. Yo podía necesitar alguna ayuda.
—Dímelo —manifestó presto Lewis—. Si es cosa que puede hacerse…
—Yo podría necesitar un camión —dijo Enoch—. Para sacar fuera algunos cachivaches. Registros y cosas por el estilo. Y podría necesitarlo rápidamente.
—Puedo obtenerlo —dijo Lewis—. Y tenerlo esperando. Con hombres para ayudarte a cargarlo.
—Podría también querer hablar con alguien de autoridad. De elevada autoridad. El presidente. El secretario de Estado. Acaso las Naciones Unidas. No lo sé; tengo que pensarlo. Y no solamente necesitaría un medio de hablarles, sino cierta garantía de que escucharan lo que tengo que decir.
—Lo dispondré, por medio del equipo de onda corta. Lo tendré preparado.
—¿Y alguien que quiera escuchar?
—También. Cualquiera que tú digas.
—Otra cosa más aún.
—Lo que sea —dijo Lewis.
—Lo olvidaba —dijo Enoch—. Acaso no necesite ninguna de esas cosas. Ni el camión ni el resto. Quizá tenga que dejar que las cosas vayan como van ahora. Y si así fuera, ¿olvidarías tú y cualquier otro interesado lo que pedí?