—Creo que podríamos —dijo Lewis—. Pero seguiría vigilándote.
—Así lo espero y deseo —manifestó Enoch—. Pues más tarde podría necesitar alguna ayuda. Pero no quiero ninguna interferencia.
—¿Estás seguro de que no hay nada más? —preguntó Lewis.
Enoch denegó con la cabeza.
—Nada más —dijo—. El resto debo hacerlo yo mismo.
Quizá —pensó— había hablado ya demasiado. Pues, ¿cómo podía estar seguro de que podía confiar en aquel hombre? ¿Y de que pudiese confiar en cualquiera?
Sin embargo, si decidía abandonar la Central Galáctica y correr su suerte con la Tierra, podría necesitar alguna ayuda. Podría presentarse alguna objeción por parte de los alienígenas a que se llevase los registros y los artefactos. Si quería salir con ellos, podía tener que apresurarse.
Pero, ¿quería abandonar la Central Galáctica? ¿Podría renunciar a la Galaxia? ¿Podía desechar la oferta de ser el guardián de otra estación en algún otro planeta? Llegado el momento, ¿podría cortar el lazo que le unía con todas las otras razas y todos los misterios de las otras estrellas?
Había dado ya los pasos para hacer esas cosas. Aquí, en los últimos momentos, sin pensar demasiado en ello, casi como si estuviese ya decidido, había dispuesto lo necesario para volver a la Tierra.
Quedóse pensativo, perplejo ante los pasos que había dado.
—Habrá alguien en ese manantial —dijo Lewis—. No yo, sino alguien que pueda entrar en contacto conmigo.
Enoch asintió, con la mente ausente.
—Alguien te verá cada mañana cuando das el paseo —dijo Lewis—. O bien puedes venir donde nosotros aquí, cuando lo desees.
Lo mismo que una conspiración —pensó Enoch—. Es ya casi la hora para el correo. Wins se estará preguntando qué me habrá sucedido.
Y comenzó a subir la colina.
—Hasta la vista —dijo Lewis.
—Sí. Hasta la vista —respondió Enoch.
Estaba sorprendido al sentir expandirse en él un vivo calor… como si algo hubiese ido mal y ahora estuviese enmendado, como si algo hubiese estado perdido y hubiera sido ya recuperado.
XXVI
Enoch encontró al cartero a mitad del camino que conducía a la estación. El viejo automóvil iba deprisa, traqueteando sobre los baches herbosos, embistiendo contra los matorrales que crecían a lo largo de la pista.
Wins frenó y se detuvo al divisar a Enoch, y quedó sentado esperándole.
—Has dado un rodeo —dijo Enoch, llegando a él—. ¿O es que has cambiado de trayecto?
—No estabas esperando en la estafeta —dijo Wins—, y tenía que verte.
—¿Correo importante?
—No, no es correo. Es el viejo Hank Fisher. Está allá en Millville, empinando en la taberna de Eddy y echando ascuas.
—No es costumbre de Hank el beber.
—Está diciendo a todo el mundo que tú trataste de raptar a Lucy.
—Yo no la rapté —respondió Enoch—. Hank le pegó y yo la tuve conmigo hasta que él se enfriase.
—No debiste haber hecho eso, Enoch.
—Quizá. Pero Hank se había puesto a golpearla. Ya le había dado una o dos palizas.
—Hank está fuera para armarte escándalo.
—Ya me dijo que lo haría.
—Dice que tú la raptaste, que luego te espantaste por lo hecho y que la devolviste. Dice que la ocultaste en la casa, y que cuando él intentó entrar en ella para sacar a la muchacha, no pudo. Dice que tienes una casa muy rara. Que rompió la hoja de un hacha en una ventana.
—No hay nada de raro en ello —dijo Enoch—. Hank sólo se imagina cosas.
—Hasta ahora, todo va bien —dijo el cartero—. Ninguno de ellos, a la luz del día y con sus sentidos cabales, le hará el menor caso. Pero con la llegada de la noche estarán con dos copas de más y ¡adiós juicio! Algunos de ellos podrían subir a verte.
—Supongo que él les estará diciendo que tengo el diablo en mí.
—Eso y más —dijo Wins—. Escuché un rato antes de marcharme.
Hurgó en la cartera de correspondencia, halló el atado de periódicos y se lo tendió a Enoch, diciendo luego:
—Mira, Enoch. Hay algo que tienes que saber. Algo de lo que puedes no haberte dado cuenta. Sería fácil incitar a la gente contra ti… por la manera como vives y todo eso. Eres raro. No, no quiero decir que haya nada malo en ti… te conozco y sé que no lo hay… pero sería fácil inculcar malas ideas a la gente que no te conoce. Te han dejado solo hasta ahora debido a que no había razón alguna para hacerte nada. Pero si se excitan con todo lo que Hank está diciendo…
No terminó, dejando el resto de la frase suspenso en el aire.
—Hablas de un pelotón cívico —dijo Enoch.
Wins asintió en silencio.
—Gracias —dijo Enoch—. Te agradezco que me hayas prevenido.
—¿Es verdad que nadie puede penetrar en tu casa? —preguntó el cartero.
—Así lo creo. Pienso que no pueden irrumpir en ella ni incendiarla. No pueden hacer nada de eso.
—En ese caso, en tu lugar me encerraría esta noche, y no me aventuraría a salir.
—Quizá lo haga. Me parece una buena idea.
—Bien —dijo Wins—. Me parece que la cosa está bastante clara. Pensé que debías saberlo. Creo que he de dar marcha atrás. No se puede dar la vuelta.
—Sube hasta la casa. Hay sitio allí.
—No está muy lejos la carretera —dijo Wins—. Puedo hacerlo fácilmente.
El coche comenzó a retroceder lentamente.
Enoch se quedó mirando.
Alzó una mano en solemne saludo cuando el coche comenzó a meterse en un recodo por el que desaparecería de la vista. Wins agitó también la mano, y seguidamente el coche fue engullido por los matorrales que crecían a ambos lados del camino.
Lentamente, Enoch giró sobre sus talones y se encaminó de nuevo hacia la estación.
Un motín —pensó—. ¡Santo Dios, un motín!
Una turba aullando en torno a la estación, aporreando puertas y ventanas, acribillándolas a balazos, barrería la última probabilidad —si aún quedaba alguna— de atajar el movimiento de la Central Galáctica para cerrar la estación. Tal airada manifestación añadiría otro poderoso argumento más a la demanda de que se abandonara la expansión al brazo espiral.
¿Por qué todo había de acontecer de repente?, se preguntó. Durante años nada había sucedido, y ahora estaba ocurriendo en el lapso de breves horas. Todo, según parecía, estaba actuando contra él.
Si la amotinada turba se presentaba, ello no significaría tan sólo que estaba sellado el destino de la estación, sino también, que no le quedaría otra elección más que la de aceptar la oferta de ser el guardián de otra estación. No había otra alternativa. Ello le tornaría imposible el permanecer en la Tierra, aunque quisiera. Y se dio cuenta, con un sobresalto, que ello podría precisamente suponer asimismo que le fuese retirada la oferta de otra estación. Pues con la aparición de una turba ululante y afanosa de su sangre, él mismo sería implicado en la acusación de barbarie elevada ya contra la raza humana en general.
Quizá —se dijo—, debería bajar de nuevo al manantial y ver otra vez a Lewis. Acaso podían ser tomadas algunas medidas para mantener a raya a la chusma. Pero de hacerlo, sabía que tenía que dar una explicación, y podría tener que decir demasiado. Y acaso no se produciría la algarada. Nadie prestaría mucho crédito a lo que decía Hank Fisher, y todo el asunto podría quedar en agua de borrajas antes de emprenderse acción alguna.
Se instalaría en el interior de la estación, en espera de lo mejor. Tal vez no habría ningún viajero en la estación en el momento en que la turba llegase —si llegaba—, y el incidente pasaría sin que se diese cuenta la Galaxia. De tener suerte, podía obrar de ese modo. Y según el cálculo de probabilidades, debía tener alguna suerte. Sobre todo no habiéndola tenido ciertamente en absoluto en los pocos días pasados.