Llegó a la puerta rota que daba paso al patio, y se detuvo a mirar la casa, intentando, por alguna razón que no podía comprender, ver si era la misma que conociera de muchacho.
La casa se erguía lo mismo que siempre, inalterada, excepto en que en los antiguos tiempos tenía cortinas fruncidas en sus ventanas. El patio en torno a ella sí que había cambiado con el lento desarrollo de la vegetación en el transcurso de los años, con el boscaje de lilas, más frondoso y enmarañado a cada nueva primavera, con los olmos que su padre había plantado, convertidos de retoños en robustos árboles, con la mata de rosas amarillas ante la rinconada de la cocina, ya desaparecida, víctima de un inclemente invierno tiempo ha olvidado, con los arriates floridos, desvanecidos también, y el césped junto a la puerta invadido por los hierbajos.
La vieja valla de piedra que había estado a ambos lados de la puerta, era ya no más que una corcovada protuberancia. La acción de cientos de heladas, la trepa de zarzas y cizañas, y los largos años de descuido, habían efectuado su corrosiva labor, y en otros cien años —pensó—, se hallaría al ras del suelo, sin dejar huella alguna. Abajo en el campo, a lo largo del declive donde había actuado la erosión, había trozos extensos enteramente desaparecidos.
Todo esto había sucedido, y hasta este momento él no se había percatado. Pero ahora sí, y se preguntaba el por qué. ¿Era debido a que ahora podría estar de vuelta de nuevo a la Tierra… él que no había abandonado nunca su suelo, su sol y su aire, que no la había dejado jamás físicamente, pero que por mucho más tiempo del que les era concedido a la mayoría de los hombres, había ido, no a uno, sino a muchos planetas, lejos entre las estrellas?
En pie allí, a los rayos ponientes de postrimerías del estío, le estremeció un aire frío que pareció estar soplando de alguna ignota dimensión de irrealidad, preguntándose por vez primera (por primera vez se había visto obligado a preguntárselo) qué clase de hombre era él. ¿Un hombre encantado que debía pasar la vida ni completamente alienígena ni completamente humano, que dividía las lealtades, con viejos fantasmas para recorrer los años y millas con él, cualquiera que fuese la vida que escogiera, la de la Tierra o la de las estrellas? ¿Un mestizo cultural, no comprendiendo ni a la Tierra ni a las estrellas, teniendo una deuda con ambas, pero no pagando ninguna? ¿Un sin hogar, una criatura errante que no podía reconocer la verdad de la mentira, habiendo visto tan diferentes (y lógicas) versiones de ambas?
Había subido la loma sobre el manantial, sintiendo el optimista calor interno de una humanidad recuperada, miembro de la raza humana otra vez, unido en una conspiración pueril con un equipo humano. Pero, ¿podía calificarse como humano…? Y si lo hacía, o trataba de hacerlo, ¿qué era entonces de los cien años de fidelidad a la Central Galáctica? ¿Podía, aunque quisiera, calificarse como humano?
Atravesó lentamente la desportillada entrada, con los interrogantes aporreándole aún el cerebro, aquel gran e incesante flujo de preguntas, para las cuales no había respuesta. Mas eso era falso —pensó—. No es que no hubiera respuesta alguna, sino que las había demasiadas.
Quizá Mary y David y el resto de ellos vendrían de visita aquella noche, y podrían hablar sobre el particular… recordó de pronto.
Mas no, no vendrían, ni Mary, ni David, ni ninguno de los otros. Habían venido durante años a verle, pero no vendrían más, pues la magia se había deslustrado y la ilusión desvanecido, y él estaba solo.
Y siempre lo había estado, se dijo con amargo regusto en su cerebro. Todo había sido ilusión; nunca había sido real. Durante años se había embaucado a sí mismo de la manera más ávida y voluntaria, poblando con esas criaturas de su imaginación el pequeño rincón junto a la chimenea. Ayudado por una técnica extranjera, conducido por su soledad a la vista y sonido de la humanidad, los había convertido en seres que desafiaban cualquier sentido excepto el sólido del tacto.
Y desafiaba asimismo cualquier sentido de decoro.
Semi-criaturas, pensó. Pobres desgraciadas semi-criaturas, ni sombra ni mundo.
Demasiado humanas para sombras, demasiado vagas para la Tierra.
Mary, si tan sólo lo hubiera sabido… si yo lo hubiese sabido nunca habría comenzado. Me hubiese quedado con el aislamiento.
Y ahora no podía enmendarlo. No había nada que sirviese.
¿Qué es lo que me pasa? —se preguntó.
¿Qué me ha sucedido?
¿Qué está ocurriendo?
Ni siquiera podía pensar ya más con rectitud. Se dijo que había de permanecer en el interior de la estación, a fin de escapar a la turba que podía estar asomando… y no podía quedarse dentro, pues Lewis volvería a traer el cadáver del hazer poco después del oscurecer.
Y si la turba se mostraba al mismo tiempo que apareciese Lewis trayendo de nuevo el cadáver, el infierno se desencadenaría.
Agobiado por el pensamiento, permaneció indeciso.
Si alertaba a Lewis del peligro, en tal caso podría no traer el cadáver. Y tenía que traerlo. Antes de que la noche pasara, el hazer debería estar seguro en la tumba.
Decidió que debía correr el albur.
La turba podía no aparecer. Y aunque lo hiciera, debía existir un medio para manejarla.
Tenía que pensar en algo, se dijo.
Sí, tenía que pensar algo.
XXVII
La estación estaba tan silenciosa como lo estuvo cuando la dejó. No había habido mensaje alguno y el aparato estaba quedo, ni siquiera murmurándose a sí mismo, como lo hacía a veces.
Enoch dejó el fusil a través del escritorio, y puso el fajo de periódicos junto a él. Se quitó la cazadora y la colgó en el respaldo de la butaca.
Había aún los periódicos por leer, no sólo los de hoy, sino también los del día anterior, y proseguir el diario le llevaría bastante tiempo. Aun cuando escribiese apretadamente, requeriría varias páginas, y debía exponerlo lógica y cronológicamente, para que pareciese que los sucesos de ayer habían ocurrido ayer mismo, y no un día entero después. Debía incluir cada evento y cada faceta de cada acontecer, y sus propias reacciones ante ello, así como sus pensamientos al respecto. Pues así era como siempre lo hizo, y como también debía hacerlo ahora. Siempre había sido capaz de hacerlo de este modo, debido a que se había creado para sí un pequeño nicho especial, no de la Tierra, ni de la Galaxia, sino en esa vaga condición que se podría denominar existencia, y había laborado en el interior del encuadre de tal nicho especial, como un monje medieval en su celda. Había sido únicamente un observador que no se había contentado sólo con la observación, sino que había hecho un esfuerzo para ahondar en lo que había observado; pero no obstante aún básica y esencialmente un observador que no estaba implicado ni vital ni personalmente en lo que había acontecido en su derredor. La Tierra y la Galaxia se habían introducido ambas en él, y su nicho especial se había ido, y él estaba personalmente implicado. Había perdido su punto de vista objetivo y ya no podría más imponer aquel abordaje correcto y fríamente positivo que le había dado una sólida base sobre la cual establecer sus escritos.
Fue a la estantería y tomó el volumen en curso, hojeándolo para ver donde se había detenido. Estaba próximo al fin, quedando sólo pocas páginas en blanco, acaso no las suficientes para contener los sucesos que había de trasladar a ellas. Más que probablemente, pensó, llegaría al final del volumen antes de haber terminado, y tendría que empezar uno nuevo.
Quedóse con el diario en mano y mirando fijamente a la página donde acababa lo escrito anteayer. Sólo anteayer, y ya era antiguo lo escrito… hasta tenía un aspecto marchito. Lo mismo podía haber sido escrito aquello en cualquier otra época, pensó. Había sido lo último que estampó antes de que su mundo se desmoronara en torno a él.