¿Y para qué escribir más?, se preguntó. Ya estaba escrito cuanto importaba. La estación se cerraría y su propio planeta se perdería… Permaneciera aquí o no, o se fuera a otra estación, era igual; la Tierra se perdería ya.
Enojado cerró de golpe el libro y lo volvió a colocar en su sitio en el estante, yendo de nuevo al escritorio.
La Tierra estaba perdida, pensó, y él también, perdido y colérico y confuso. Colérico por el destino (si aquello fuese un destino) y por la estupidez. No sólo por la estupidez intelectual de la Tierra, sino por la estupidez intelectual de la Galaxia también, por las mezquinas querellas que podían detener la marcha de la hermandad de los pueblos que finalmente se habían difundido en este sector galáctico. En cuanto a la Tierra, y así en la Galaxia, el número y la complejidad de los artilugios, el pensamiento noble, la sapiencia y la erudición, podrían constituir una cultura, pero no una civilización. Para ser verdaderamente civilizado, debía haber algo mucho más sutil que el artilugio o el pensamiento.
Sintió en sí la tensión de estar haciendo algo… de merodear en torno a la estación como una bestia confinada, de correr afuera y gritar incoherentemente hasta que sus pulmones estuvieran vacíos, de romper y destrozar, dar salida como fuese a su rabia y desilusión.
Alargó una mano y asió el fusil que estaba sobre la mesa. Abrió un cajón donde guardaba las municiones, y tomó una caja, vaciando en su bolsillo los cartuchos que contenía, y tirándola luego.
Quedóse durante un momento con el fusil en mano, y lo yermo y frío de la silenciosa habitación fue para él como un mazazo, y volvió a poner el fusil sobre el escritorio.
¡Qué puerilidad —pensó—, el extraer el resentimiento y la cólera de una irrealidad! Sobre todo cuando no había un motivo real para el resentimiento o la cólera. Pues el molde y compás de los acontecimientos era tal que podía ser reconocido, y por ende aceptado. Era de una especie a la cual un ser humano debería hace tiempo hallarse acostumbrado.
Miró en torno a la estación; la quietud y el silencio expectante se hallaban flotando, como si la propia estructura estuviera marcando el momento para un acontecer a llegar en el fluir natural del tiempo.
Rió quedamente y volvió a empuñar el fusil.
Irrealidad o no, sería algo que ocuparía su mente, que le despejaría de momento aquel océano de problemas que remolineaban en su derredor.
Y necesitaba practicar al blanco. Hacía diez días o más que no había estado en el campo de tiro.
XXVIII
El sótano era inmenso. Se extendía más allá de las luces que había encendido, en un difuso fulgor, una serie de pasillos y habitaciones profundamente talladas en la roca que servía de base a la loma.
Allí estaban los macizos tanques llenos de las varias soluciones para los viajeros; allí las bombas y los generadores, que operaban con un principio distinto al humano de producción de energía eléctrica, y muy abajo del propio piso del sótano, aquellos grandes depósitos que contenían los ácidos y la materia gelatinosa que antes formara los cuerpos de aquellas criaturas que venían viajando a la estación, dejando tras sí, cuando se iban a otro lugar, los cuerpos ya inútiles de que debían estar dotadas.
Enoch pasó ante tanques y generadores, hasta llegar a una galería que se prolongaba en la oscuridad. Halló el conmutador, encendió las luces, y siguió por ella. Al otro lado habían estanterías metálicas, instaladas para acomodar en ellas la superabundancia de cachivaches, de artefactos, de toda clase de regalos que le habían traído los viajeros. Desde el suelo al techo se hallaban atestados los estantes con chatarra procedente de todos los rincones de la Galaxia. Sin embargo, pensó Enoch, no era realmente chatarra, pues muy poco de ello había que lo fuera. Todo era servible y tenía algún propósito, bien fuese práctico o estético, aunque tal propósito debía ser aprendido. Y a pesar quizá de que no en todos los casos fuese aplicable a los humanos.
Las estanterías tenían al extremo una sección en la que los artículos estaban ordenados más sistemáticamente y con mayor cuidado, cada cual etiquetado y numerado, correspondiendo a un catálogo y ciertos datos. De estos artículos sí que sabía para que servían, y en ciertos casos algo de los principios implicados. Había algunos bastante inocuos, otros de gran valor potencial, y otros además que, por el momento, no tenían conexión alguna con el sistema humano de vida… y finalmente, aquellos etiquetados que hacían estremecer con sólo pensar en ellos.
Descendió la galería, resonando sus pasos al hollar aquel lugar de extraños fantasmas.
Finalmente, la galería se ensanchaba en una estancia ovalada, cuyas paredes estaban forradas de una sustancia gris que engancharía a una bala e impediría su rebote.
Enoch fue a un panel encajado en el interior de un profundo hueco en la pared, y conectando con el pulgar un interruptor, volvió rápidamente al centro de la estancia.
Lentamente, ésta comenzó a oscurecerse, luego pareció resplandecer súbitamente, y ya no se encontró en ella, sino en otro sitio, un lugar que no había visto nunca.
Se hallaba en una pequeña colina, y frente a él el terreno descendía a un tardo río bordeado por una franja pantanosa. Entre el comienzo del pantano y el pie de la colina se extendía un mar de hierba basta y alta. No hacía nada de viento, pero la hierba ondulaba, por lo que supo que aquel movimiento de la hierba estaba causado por cuerpos moviéndose entre ella, forrajeándola. Le provino de allí un salvaje gruñido, como si mil cerdos hambrientos estuvieran luchando por trozos escogidos en cien artesas de bazofia. Y de alguna parte más lejana, quizá del río, llegó un profundo y monótono bramido, que sonaba ronco y cansado.
Enoch sintió erizársele el pelo, y aprestó el fusil. Era desconcertante. Sentía y conocía el peligro, y sin embargo hasta ahora no lo había. No obstante, el propio aire del paraje en que se encontraba —fuera el que fuese—, parecía hormiguear con él.
Giró en redondo y vio que cerca de él, bosques espesos y oscuros descendían la hilera de cerros ribereños, deteniéndose en el mar de hierba que rodeaba la colina en que él se encontraba. Más allá de las otras, atalayaba el pardo púrpura de una ringlera de elevadas montañas que parecían desvanecerse en el firmamento, pero sin muestra alguna de nieve en sus cimas.
Dos figuras salieron trotando del cercano bosque, deteniéndose en su linde. Se agazaparon y le hicieron visajes, con sus colas enroscadas en sus patas. Podían haber sido lobos o perros, pero no eran ni unos ni otros. No eran de ninguna especie que antes viera u oyera. Sus pieles relucían al débil rayo del sol, como si estuviesen engrasadas, pero se remataban en sus cuellos, estando cabezas y caras desprovistas de ella. Como viejos depravados en una mascarada, con sus cuerpos recubiertos en envolturas de lobos. Pero el disfraz estaba frustrado por las colgantes lenguas que rebosaban de sus bocas, brillante escarlata contra el blanco de hueso de sus caras.
El bosque estaba en calma. Sólo había en él las sombrías bestias, apoyadas en sus ancas, y gesticulándole con extraños rostros desdentados.
El bosque era oscuro y enmarañado, y el follaje, de un verde tan intenso que casi parecía negro. Todas las hojas tenían un resplandor, como si hubiesen estado pulidas con un lustre especial.
Enoch volvió a girar en redondo, para mirar de nuevo al río, y vio agazapados al borde de la hierba una hilera de monstruos semejantes a sapos, de unos dos metros de longitud y de uno de altura, con cuerpos de color de la tripa de un pescado muerto, y provistos de un ojo, o lo que parecía ser un ojo, que cubría una gran parte de la superficie sobre el hocico. Los ojos eran estriados y destellaban a la tenue luz del sol, como los de un gato al acecho heridos por un haz luminoso.