Выбрать главу

El ronco bramido seguía proviniendo del río, y en su intermedio había un débil y tenue zumbido, un colérico y malicioso zumbido, como el de un mosquito aprestándose al ataque, aunque era de tono más agudo.

Enoch alzó la cabeza para mirar al cielo, y lejos en sus profundidades avistó una hilera de puntos o motas, pero a tanta altura, que no supo determinar qué clase de objetos eran.

Bajó de nuevo la cabeza para mirar a la serie de monstruos semejantes a sapos, pero con el rabillo del ojo percibió un movimiento, y dirigió otra vez la vista al bosque.

Aquellos seres o bestias de cuerpos lobunos y cabezas de calavera, estaban subiendo la colina con silenciosa rapidez. No parecían correr. No había movimiento en su carrera. Se movían más bien como si hubiesen sido expelidos por un tubo.

Enoch se echó el fusil al hombro, apostándolo como si formase parte de sí mismo. Afinó la mira, precisando la cabeza de calavera de la bestia que iba delante. Disparóse el arma tras el apretar del gatillo, y sin esperar a ver si el disparo había abatido a la bestia, el cañón se dirigió hacia la segunda. Sonó un nuevo disparo y la segunda bestia lobuna dio una voltereta, deslizándose hacia adelante por un momento, y luego comenzó a rodar dando tumbos colina abajo.

Enoch hizo funcionar el cerrojo de su arma de nuevo, y la cápsula de la bala destelló al sol, al volverse él rápidamente para encararse con el otro declive.

Los objetos semejantes a sapos estaban ahora más cerca. Habíanse aproximado arrastrándose, pero, al volverse él, se detuvieron y se agazaparon, quedándosele mirando con fijeza.

Metió la mano en el bolsillo y sacó dos balas, metiéndolas en la recámara de su arma, para reemplazar las que había disparado.

El bramido abajo junto al río había cesado, pero ahora se oía un graznido que no podía localizar. Trató de hacerlo, volviéndose cautelosamente, mas nada se veía. Aquel graznar parecía provenir del bosque, pero nada se movía.

En medio de este sonido, oía aún el zumbido, el cual parecía más intenso ahora. Lanzó una ojeada arriba y vio que las motas eran más grandes, no formadas ya en hilera, sino en círculo que parecía trazar una espiral descendente; pero se hallaban todavía a tan gran altura, que no pudo precisar qué clase de objetos eran.

Volvió a dirigir una ojeada hacia los monstruos semejantes a sapos, los cuales estaban cada vez más cerca.

Enoch alzó el fusil, pero apretó el gatillo antes de llevarlo al hombro, disparando desde la cadera. El ojo de uno de los más próximos monstruos explotó, al igual que el reventón en el agua de una piedra arrojada con fuerza. La bestia no dio ningún brinco ni sacudida. Quedóse simplemente inerte, aplanada sobre la tierra, como aplastada por un poderoso pie. Así yacía, con un gran boquete redondo en el lugar donde había estado el ojo, agujero que se estaba llenando de un líquido amarillo espeso y viscoso, que podía ser su sangre.

Sus congéneres se retiraron con alerta lentitud, deteniéndose sólo al alcanzar el borde de la hierba.

El graznido estaba más próximo, y el zumbido era más intenso: no cabía duda de que aquella especie de graznido, semejante también a un bocinazo, provenía de los cerros.

Enoch escudriñó en derredor y arriba, y lo vio descendiendo de la altura, bajando a la colina, pasando a través de los árboles y graznando lúgubremente. Era un globo negro y redondo que se hinchaba y desinflaba con su graznido vocinglero, y se sacudía y bamboleaba en su marcha, colgado del centro de cuatro patas rígidas y adosadas, que se arqueaban arriba, en la unión que conectaba la parte superior del dispositivo de la pata con la inferior que se alzaba muy arriba del bosque. Caminaba a sacudidas, levantando mucho sus patas, para franquear las frondosas copas de los árboles antes de volver a posarlas de nuevo. Cada vez que plantaba en el suelo una de aquellas patas, Enoch oía el crujido de las ramas desgajadas y apartadas a un lado.

Enoch sintió como si la piel de su espalda se desenrollara al igual que una persiana a lo largo de su espina dorsal, y el erizamiento de su cabello, como obedeciendo a un primordial instinto.

Pero aun cuando estaba casi helado de espanto, cierta parte de su cerebro le recordó que había hecho un disparo, y sus dedos hurgaron su bolsillo buscando otra bala.

El zumbido era mucho más sonoro, y su diapasón había cambiado. Estaba aproximándose a tremenda velocidad.

Enoch volvió a alzar la cabeza. Las motas no estaban ahora moviéndose en círculo en el firmamento, sino que se zambullían hacia él, una tras otra.

Echó una ojeada al globo, graznando y sacudiéndose sobre sus zancudas patas. Seguía aproximándose, pero las motas que se abalanzaban de lo alto eran más rápidas y alcanzarían primero la colina.

Levantó el fusil, dispuesto a apoyar su culata al hombro, mientras contemplaba a las motas que caían, las cuales no eran ya motas, sino espantosos cuerpos aerodinámicos portando cada cual un estoque que se proyectaba de su cabeza. ¡Vaya especie de picos —pensó Enoch—, pues esos objetos podrían ser aves, pero más largas, delgadas, grandes y mortales que cualquier otra terrestre!

El zumbido se trocó en un chillido, subiendo su diapasón hasta dar dentera, y a través de él, como un metrónomo marcando el compás, provino el ululante graznido del negro globo que cruzaba a grandes trancos los cerros.

Sin saber qué había movido sus brazos, Enoch tenía el fusil contra el hombro, esperando el instante en que el primero de los monstruos que se zambullían estuviese lo bastante próximo para dispararle.

Se precipitaron como piedras arrojadas del cielo, apareciendo más grandes de lo que pensara… de mayor tamaño y viniendo como otras tantas flechas arrojadas directamente a él.

El fusil le dio el consabido culatazo, y el primer pájaro o artefacto, se chafó, se plegó y cayó no lejos de su trayectoria. Manipulo el cerrojo de su arma, disparó otra vez, y el segundo de la fila perdió su equilibrio y comenzó a dar bandazos. Nuevamente fue accionado el cerrojo y oprimido el gatillo. El tercero dio un patinazo en el aire y fue renqueante y espasmódico por él, cayendo hacia el río.

Los restantes cortaron su picado, y con leve giro volvieron a remontarse, semejantes más bien a aspas de molino que a alas batiendo desesperadamente.

Se tendió una sombra a través de la loma y de alguna parte de arriba cayó un gran pilar que fue a chocar con una ladera. Tembló el suelo, y la capa de agua que estaba oculta por la hierba, brotó como un surtidor.

El graznido era un sonido persistente que lo borraba todo, y el gran globo subía bamboleante sobre sus zancudas patas.

Enoch vio su cara, si algo tan grotesco, tan obsceno puede llamarse cara. Tenía un hocico o pico, y bajo él una boca mamona, y una docena de otros órganos, que podían ser los ojos.

Las patas eran como V invertidas, con remo interior un tanto más corto que el exterior y, en el centro de las articulaciones interiores pendía el gran globo que era el cuerpo de la criatura, con su cara en la parte baja, de modo que pudiera ver todo el terreno de batida que pudiera estar abajo. Otras articulaciones de la parte exterior de las patas se combaban para permitir al cuerpo de la criatura que se agachara para asir su presa.

Enoch no tuvo conciencia de aprestar el fusil o manipularlo, pero lo tenía apoyado contra el hombro y le parecía como si una segunda parte de su propia persona se hallara ausente, aparte, y contemplaba el disparo… como si quien tuviese el arma y la disparase, fuese otro hombre.

Gruesos cuajarones de carne fluyeron del negro globo, y súbitamente lo rasgaron melladas hendiduras, de las cuales brotó una nube líquida que se trocó en una especie de niebla, que desprendía negras gotas.