Alzó la tapa cuidadosamente y la apoyó contra los estantes.
Inclinado sobre el abierto baúl, y sin tocar nada aún, intentó catalogar la capa superior de su contenido.
Había una reluciente capa, muy bien plegada, tal vez una especie de capa de ceremonial, aunque no podría precisarlo. Y sobre ella, un frasquito que era un destello de luz reflejada, como si alguien lo hubiese hecho con un diamante vaciado. Junto a la capa había un grupo de bolas, de color violeta y opaco, sin ningún brillo, con el aspecto de un manojo de pelotas de tenis de mesa que alguien hubiera pegado juntas para hacer una bola. Mas no era así, recordó Enoch, pues en aquella otra ocasión le habían llamado la atención y las había cogido, hallando que no estaban pegadas, sino que se movían libremente, aunque nunca más allá del contenido de su molde. Una de aquellas pelotas no podía ser desprendida de la masa, por mucho esfuerzo que se empleara, pero sí moverse en torno, como si flotase en un líquido, entre las demás. Podía uno mover una pelota, o todas, pero la masa seguía siendo la misma. Debía tratarse de un calculador de alguna especie, se dijo Enoch, aunque ello apenas parecía posible, pues una pelota era enteramente igual a otra, no habiendo manera de poder identificarlas. O cuando menos, no de identificarlas por el ojo humano. ¿Sería posible que lo fuera para el ojo de un hazer? Y si se trataba de una calculadora, ¿de qué género de calculadora se trataba? ¿Matemática? ¿O ética? ¿O filosófica? Sin embargo, esto era algo tonto, pues, ¿quién había oído hablar nunca de una calculadora para la ética o la filosofía? O, mejor dicho, ¿qué ser humano había oído jamás de ello? Más que probablemente, no se trataba de una calculadora, sino de algo enteramente distinto. ¿Tal vez una especie de juego… un juego de solitario?
Con tiempo, finalmente podría descifrarse. Pero no había tiempo ni incentivo por el momento para gastar el primero en un objeto, habiendo tantos otros igualmente fantásticos e incomprensibles. Pues mientras uno se encontrara perplejo ante un solo objeto, en su mente se presentaría siempre la pregunta de si no estaría ocupándose, dilapidando tiempo en el más insignificante de todos.
Era una víctima de la fatiga museística, se dijo Enoch, abrumado por las muchas piezas desconocidas desperdigadas en todo su derredor.
Tendió una mano, no a la bola de pelotas, sino al destelleante frasquito que se hallaba sobre la capa. Y al cogerlo y acercarlo, vio que había una línea escrita, grabada en el vidrio (¿o diamante?) del frasco. Lentamente deletreó lo escrito. Había habido un tiempo, hace mucho, en que pudo leer el idioma hazer, si no corrientemente, cuando menos tan bien como para salir del paso. Pero no lo había leído hacía años, perdiendo mucho de él, por lo que se confundía en los símbolos. Mas, traducida muy libremente, la inscripción decía: Para tomarlo cuando ocurran los primeros síntomas.
¡Un frasco de medicina! ¡Para tomarla cuando apareciesen los primeros síntomas! Los síntomas, acaso, de lo que se había presentado tan rápidamente y desarrollándose asimismo con tanta celeridad, que el propietario del frasco no pudo alcanzarlo, y murió cayendo del sofá.
Casi reverentemente, volvió a poner el frasco en su sitio, sobre la capa, en la misma huella que había marcado.
¡Tan diferentes de nosotros en tantas cosas —pensó Enoch— y en otras pocas tan parecidos… es espantoso!
Pues aquel frasco y su inscripción, eran un paralelo exacto de cualquier receta compuesta por el farmacéutico de la esquina.
Al lado de la bola de pelotas había una caja y la cogió, levantándola. Era de madera y sólo tenía una simple presilla para cerrarla. La abrió y vio en su interior el metálico resplandor del material que empleaban los hazers como papel.
Cuidadosamente levantó la primera hoja, y vio que no era tal, sino una larga tira plegada a la manera de un acordeón. Bajo ella habían más tiras, al parecer del mismo material.
Había algo escrito en ella, y Enoch la acercó más para leer.
La escritura estaba desvaída y borrosa. A mí… amigo decía (aunque acaso no era amigo. «Hermano de sangre», quizá, o «colega». Y los adjetivos que precedían eran tales como para que se le escapara por entero su sentido).
Era difícil lo escrito. Tenía cierta semejanza a la versión formalizada del idioma, pero al parecer llevaba la impronta de la personalidad del escritor, expresada en ensortijamientos y floreos que oscurecían la forma. Enoch siguió con su intento de traducción, no acertando con mucho, pero captando el sentido de bastante de lo que estaba escrito.
El autor había estado de visita en otro planeta, o posiblemente sólo en otro paraje. El nombre de éste, o del planeta, era una cosa que no podía reconocer Enoch. Y mientras había estado allí quien trazó lo escrito, había realizado alguna especie de función (aunque no aparecía enteramente claro, de qué desempeño se trataba) que tenía que ver con su próxima muerte.
Enoch, sobrecogido, volvió a releer la frase. Y aunque mucho de lo demás escrito no estaba claro, esta parte sí lo estaba. Mi cercana muerte, así estaba escrito, sin que cupiera un error en la traducción. Estas tres palabras estaban muy claras.
Instaba a su buen (¿amigo?) que hiciera lo propio. Decía que era un consuelo y que despejaba el camino.
No había más explicación, ni ulterior referencia. Sólo la serena declaración de que había hecho algo que sentía debía ser arreglado antes de su muerte. Y sabía que esta muerte estaba próxima, y no estaba tan sólo sin temor por su llegada, sino hasta indiferente.
El siguiente pasaje (pues no había párrafos) hablaba de alguien a quien había conocido y cómo trataron de cierta cuestión que no tenía sentido alguno para Enoch, quien se encontraba perdido en una terminología irreconocible para él.
Y luego: Estoy sumamente preocupado por la mediocridad (¿incompetencia? ¿incapacidad? ¿debilidad?) del reciente custodio del (y luego aquel símbolo críptico que podía traducirse generalmente como el Talismán). Pues (una palabra que por el contexto parecía significar un gran lapso de tiempo), siempre desde la muerte del último custodio ha sido pobremente servido el Talismán. Ha sido, en toda realidad, (otra expresión de mucho tiempo) desde que un auténtico (¿sensitivo?) fuera hallado para llevar a cabo su propósito. Muchos han sido probados y ninguno calificado, y por la falta de un tal idóneo, la Galaxia ha perdido su cabal identificación con el principio rector de nuestra vida. Nosotros aquí en el (¿santuario?) nos hallamos muy inquietos, por que sin un debido enlace entre el pueblo y (varias palabras indescifrables), la Galaxia se sumirá en el caos (y en otra línea que no podía traducirse).
La siguiente sentencia presentaba un nuevo tema… Los planes que se hallaban en marcha para algún festival cultural que encerraba un concepto, que a lo más, resultaba vago y brumoso para Enoch.
Plegó lentamente la misiva, y la volvió a colocar en la caja. Sintió un ligero desasosiego por la lectura, como si hubiese fisgado en algo que no tenía derecho a conocer, entrometiéndose en una amistad. Aquí en el templo nos hallamos, decía la misiva. Quizá quien lo escribió había sido uno de los místicos hazer, dirigiéndose a su viejo amigo, el filósofo. Y las otras cartas, muy posiblemente, eran de ese mismo místico… cartas que el viejo hazer muerto había valorado tanto, que las llevaba consigo cuando iba de viaje.
Una leve brisa pareció estar soplando sobre los hombros de Enoch; no era realmente una brisa, sino un extraño movimiento y una frialdad en el aire.
Lanzó una ojeada a la galería; nada se agitaba, ni nada se divisaba.