El viento cesó su soplo, si es que en efecto había soplado. Estuvo un momento allí, y luego no. Como el paso de un fantasma, pensó Enoch.
¿Tenía el hazer un fantasma?
La gente de Vega XXI había conocido el momento y todas las circunstancias de su muerte. Habían sabido también de la desaparición del cadáver. Y la misiva había sido acogida con mucha mayor serenidad que la de muchos humanos ante la próxima llegada de la muerte.
¿Sería posible que los hazers supieran más de la vida y la muerte de lo que jamás manifestaran? ¿O había sido encerrado ello a cal y canto en algún depósito o depósitos de la Galaxia?
¿Estaba la respuesta ahí? —se preguntó.
Acurrucado allí, pensó que acaso pudiera ser que alguien conociese ya para qué servía la vida y cuál era su destino. Había un consuelo en el pensamiento, una singular especie de personal consuelo en ser capaz de creer en que alguna inteligencia pudiera haber dado con la solución del Universo. Y de cómo, quizá, aquella misteriosa ecuación pudiera enlazarse con la fuerza espiritual que era el nexo ideal de tiempo y espacio, y de todos los factores elementales que mantenían de consuno en armónica unión el universo.
Intentó imaginarse lo que podría uno sentir de estar en contacto con la fuerza y no pudo. Se preguntó si aun aquellos que habían estado en contacto con ella podrían hallar las palabras debidas para expresarla. Pensó que podría ser imposible. Pues, ¿cómo podía uno haber estado en íntimo contacto toda su vida con el espacio y el tiempo, y decir lo que significaban cada uno de ellos, o cómo se experimentaban?
Pensó que Ulises no le había dicho toda la verdad sobre el Talismán. Sí que había desaparecido y que la Galaxia estaba desprovista de él, mas no que durante muchos años se había empañado su poder y gloria por el fracaso de su custodio en procurar un debido enlace entre el pueblo y la fuerza. Y todo aquel tiempo, la corrosión ocasionada por ese fracaso, había roído los vínculos de la confraternidad galáctica. Cualquier cosa que pudiera estar sucediendo ahora, no había ocurrido en los últimos años pasados; había estado gestando durante mucho más tiempo del que los alienígenas querían admitir. Aunque, pensándolo bien, la mayoría de los alienígenas no lo sabían.
Enoch cerró la presilla de la caja, y volvió a colocar ésta en el baúl. Algún día, pensó, cuando estuviera él en su cabal juicio, cuando la presión de los acontecimientos no le tornara tan emotivo, cuando pudiera atenuar la culpabilidad del fisgoneo, efectuaría una concienzuda y erudita traducción de aquellas cartas, pues en ellas, lo estimaba seguro, podría hallar una ulterior comprensión de aquella intrigadora raza. Pensó que entonces podría hallarse en mejor estado de calibrar su humanidad. No humanidad en el sentido común y aceptado de ser un componente de la raza de la Tierra, sino en el sentido de que ciertas reglas de conducta debían fundamentar todos los conceptos raciales, del mismo modo que la llamada humanidad, fundamenta en su sentido más estricto el concepto humano.
Tendió la mano para cerrar la tapa del baúl y vaciló.
Algún día, había dicho. Y pudiera ser que no hubiese algún día. Era un vicio mental el pensar siempre en algún día, una forma de enjuiciamiento posibilitada por las condiciones en el interior de esta estación. Pues allí habían días interminables por venir, días venideros siempre y por siempre. Un concepto humano del tiempo estaba allí fuera de molde y razón, y él podía mirar complacientemente a lo largo de una extensa y casi interminable avenida del tiempo. Pero ello podía cesar ahora. El tiempo podía retrotraerse súbitamente a su corriente enfoque. Caso de que tuviera que abandonar esta estación, la larga procesión de los días llegaría a un término.
Volvió a echar hacia atrás la tapa, dejándola nuevamente apoyada en los estantes, y seguidamente tomó la caja y la puso en el suelo, a su lado. Debería llevarla arriba —se dijo— e incluirla con los demás objetos que le acompañarían si tuviese que abandonar la estación.
¿Sí?, se preguntó. ¿Es que cabía ya duda? ¿No había tomado acaso, como fuera, aquella dura decisión? ¿No se había arrastrado él sin que se percatara, de manera que ahora se veía obligado a ella?
Y si había llegado realmente a tal decisión, en tal caso debía haber llegado también a la otra. Si abandonaba la estación, entonces no se hallaría en estado de aparecer ante la Central Galáctica, para abogar porque le fuese remediada la guerra a la Tierra.
—Tú eres el representante de la Tierra —le había dicho Ulises—. Tú eres el único que puede representar a la Tierra.
Mas ¿podía él representarla en realidad? ¿Seguía siendo un auténtico representante de la raza humana? Él era un hombre del siglo XIX y siéndolo, ¿cómo podía representar al siglo XX? ¿Hasta qué punto habría cambiado el carácter humano con cada generación? Y no pertenecía él tan sólo al siglo XIX, sino que había vivido también durante casi cien años sometido a unas circunstancias especiales y de separación.
Se arrodilló, considerándose con espanto, y un poco de compasión también, preguntándose lo que era él, si en efecto humano, o si, sin saberlo, había absorbido tanto del confuso punto de vista alienígena, al cual había estado sujeto, que se había convertido en una rara especie de silbido, en una extravagante clase de mestizo galáctico.
Lentamente bajó la tapa del baúl, y la apretó con fuerza, volviéndolo luego a colocar bajo las estanterías.
Seguidamente tomó la caja, poniéndola bajo el brazo, se puso en pie, y asiendo su fusil, se encaminó a la escalera.
XXXI
En la cocina encontró algunas cajas de cartón vacías, cajas que Winslowe había empleado para traer provisiones de la ciudad, y comenzó el empaquetado.
Los diarios, en ordenada pila, llenaban una gran caja y parte de otra. Tomó un fajo de periódicos viejos y envolvió cuidadosamente los doce frascos romboidales que estaban sobre la repisa de la chimenea, almohadillándolos profusamente en otra caja para evitar que se rompiesen. Sacó de la vitrina la caja de música del vegano y la envolvió asimismo esmeradamente. De otro estante sacó la literatura extranjera que tenía, y la apiló en la cuarta caja. Fue a su escritorio, pero no había mucha cosa en él, sino menudencias acá y allá en los cajones. Halló su carta y, arrugándola, la arrojó al cesto de los papeles que había al lado.
Llevó a través de la habitación las cajas ya llenas y las depositó al lado de la puerta, para que estuvieran más al alcance. Lewis tendría un camión, pero aunque sabía que lo necesitaría, podría tardar algún tiempo en llegar. Pero si tenía ya empacado lo más importante, podría salir y estar a la espera.
Permaneció indeciso mirando en torno a la estancia. Allá estaban todos los objetos sobre la mesa, y éstos debían ser llevados también, incluyendo la pequeña pirámide fulgurante de bolas, que Lucy había puesto en funcionamiento.
Vio que el Favorito se había arrastrado de nuevo en la mesa, y caído al suelo. Se detuvo y lo cogió, teniéndolo en las manos. Había desarrollado un botón o dos extras desde la última vez que lo había mirado, y era de tenue y delicado rosa, mientras que la última vez había sido azul cobalto.
Probablemente estaba equivocado en llamarle el Favorito. Podía no estar vivo. Pero si lo estaba, era una especie de vida que ni siquiera podía imaginarse. No era de metal ni de piedra, pero algo muy parecido a ambos. Una lima no causaba ninguna impresión en él, y una o dos veces había estado tentado de asestarle un martillazo, para ver qué efecto le produciría, aunque estaba dispuesto a apostar que no le habría causado ninguno en absoluto. Crecía lentamente y se movía, mas no había medio de saber cómo se movía. Pero dejándolo, al volver se habría movido… un poco, no demasiado. Cuando sabía que estaba siendo contemplado no quería moverse. Tanto como podía apreciar, no se alimentaba, y parecía no tener desgaste. Cambiaba de colores, pero sin época determinada y sin visible razón para el cambio.