Había una caja o dos fuera, en el soportal, y tenía que cogerlas y acabar el empaquetado de lo que iba a llevarse. Luego bajaría al sótano y sacaría los objetos que había etiquetado. Lanzó una ojeada hacia la ventana y se percató, con cierta sorpresa, de que tenía que darse prisa, pues el sol estaba poniéndose. Pronto oscurecería.
Recordó que había olvidado la comida, pero no tenía tiempo de ello. Tomaría algo, más tarde.
Se volvió para poner al Favorito sobre la mesa, y al hacerlo, percibió un débil sonido y se quedó helado donde estaba.
Era la tenue especie de risita ahogada de un materializador funcionando. No podía equivocarse sobre el particular. Había oído demasiado a menudo aquel sonido como para confundirse.
Y debía ser, lo sabía, el materializador oficial, pues nadie podía haber viajado sin haber enviado un mensaje.
Ulises, pensó. Ulises volviendo otra vez. O acaso algún otro miembro de la Central Galáctica. Pues de haber sido Ulises, habría enviado un mensaje.
Dio unos rápidos pasos adelante al rincón donde se hallaba el materializador, viendo que una oscura y menuda figura surgía del círculo del objetivo.
—¡Ulises!— exclamó Enoch, dándose cuenta al mismo tiempo de que no era Ulises.
Durante un instante tuvo la impresión de un sombrero de copa, de una corbata blanca y faldones de frac, de una donosa gallardía, y luego vio que la criatura era algo semejante a una rata que caminara erguida, con una piel lisa y parda cubriéndole el cuerpo, y una cara afilada de roedor. Durante un instante, al volver su cabeza a ella, captó el rojo destello de sus ojos. Luego se volvió de nuevo hacia el rincón y vio que la mano de aquel ser estaba alzada y sacaba de una pistolera que llevaba a la cintura algo que brillaba con fulgor metálico aún en la sombra.
Algo raro sucedía con aquel ser. Debía haberle saludado a él e ir a su encuentro. Pero en vez de ello le había lanzado aquella mirada de sus rojos ojos y vuelto al rincón.
El objeto metálico salió de la pistolera; sólo podía ser un arma, o cuando menos algo que pudiera considerarse como tal.
¿Y así era cómo querían cerrar la estación?, pensó Enoch. Un rápido disparo, sin una palabra, y el guardián de la estación muerto sobre el suelo. Por alguien que no fuese Ulises, pues no podía confiarse en éste para matar a un amigo de mucho tiempo.
El fusil yacía sobre el escritorio, y no había tiempo para cogerlo.
Pero la criatura ratuna se hallaba ahora volviéndose hacia la habitación. Su cara se dirigía aún hacia la esquina, y su mano se alzaba, con el arma brillando en ella.
Una alarma vibró en el cerebro de Enoch y agitó su brazo y lanzó el Favorito a la criatura del rincón, saliendo su alarido involuntariamente del fondo de sus pulmones.
Pues se dio cuenta de que la criatura aquella no intentaba matar al guardián sino destruir la estación. La única cosa que había como objetivo en el rincón era el complejo de control, el centro nervioso de la estación. Y de ser deshecho aquello, la estación habría fenecido. Para hacerla funcionar de nuevo, sería preciso el envío de un equipo de técnicos en una astronave desde la estación más próxima… viaje que requeriría un transcurso de muchos años.
Ante el alarido de Enoch, la extraña criatura dio una especie de sacudida para agazaparse, y el Favorito lanzado fue a dar contra su barriga, tirando al ratuno ser contra la pared.
Enoch se abalanzó con los brazos extendidos para asirle. El arma voló de la mano de su antagonista y trazó un molinete sobre el suelo. Luego, Enoch se encontró sobre el alienígena, y su olfato fue asaltado por el hedor de su cuerpo… una mareante oleada nauseabunda.
Rodeó con sus brazos a su adversario y lo levantó, no hallándolo tan pesado como pensó podía haber sido. Su poderoso agarrón lo arrancó de la esquina y lo echó rodando por el suelo.
Fue a chocar contra una silla, y luego, al igual que un cable de acero o como un resorte más bien, saltó hacia el arma.
Enoch dio dos grandes zancadas y lo agarró por el cuello, levantándole y zarandeándole tan salvajemente, que la recuperada arma voló de su mano y la bolsa que traía en una correa a través del hombro, repercutió en sus velludos ijares como un martillo pilón.
El hedor era denso, tan denso que hasta parecía casi vérsele, y Enoch se sintió sofocado por él al zarandear a aquella criatura. Y de pronto fue peor, mucho peor, como un fuego en la garganta y un martillo asestado en la cabeza. Era como un golpe físico asestado en el vientre y expandido al pecho. Enoch soltó su presa y se tambaleó hacia atrás, encorvado y haciendo bascas. Alzó sus manos a la cara e intentó ahuyentar el hedor, despejar sus fosas nasales y boca, borrarlo de sus ojos.
A través de una especie de bruma vio levantarse a la horrorosa criatura, la cual, apoderándose de su arma, corrió rápida a la puerta. Enoch no oyó la frase que dijo, pero la puerta se abrió, y el ratuno ser salió de un brinco. Y la puerta volvió a cerrarse de golpe.
XXXII
Enoch atravesó tambaleándose la habitación y se apoyó en el escritorio. El hedor iba disminuyendo y su cabeza se despejaba. Apenas podía creer lo que había sucedido, pues en efecto resultaba increíble que una cosa así pudiese haber ocurrido. Aquella criatura había viajado sobre el materializador oficial, y nadie, salvó un miembro de la Central Galáctica, podía hacerlo por aquella ruta. Y tampoco miembro ninguno de la Central Galáctica, estaba convencido, habría actuado como lo había hecho aquel ser ratuno. Además, éste había sabido la frase que hacía funcionar la puerta. Y nadie, sino él mismo y la Central Galáctica debía conocerla.
Tendió la mano, cogió el fusil y lo empuñó firmemente. Todo estaba bien, pensó. Nada había sido dañado. Pero había un extraño sobre la Tierra y eso era algo que no podía ser permitido. La Tierra estaba vedada a los alienígenas. Como planeta que no había sido reconocido por la confraternidad galáctica, era territorio fuera de sus límites.
Permaneció con el fusil en mano sabiendo lo que había de hacer… echar atrás a aquel alienígena, expulsarlo de la Tierra.
Lo manifestó en voz alta y se abalanzó a la puerta, saliendo fuera y dando la vuelta a la esquina de la casa.
El alienígena corría a través del campo y casi había alcanzado el lindero del bosque.
Enoch corrió en su persecución, pero a medio camino el ser ratuno se sumió en el bosque y desapareció.
El bosque estaba empezando a ser invadido por la oscuridad. Los oblicuos rayos del sol poniente iluminaban el dosel superior del follaje, mas en su suelo habían empezado a condensarse las sombras.
Al meterse en la linde del bosque tuvo un vislumbre de la criatura, que bajando una pequeña barranca, se metía en el declive opuesto, corriendo a través de los helechos que le llegaban casi a la mitad del cuerpo.
Si se mantenía en aquella dirección, se dijo Enoch, se saldría con la suya, pues el declive opuesto de la barranca acababa en un grupo de rocas que estaba sobre un punto saliente rematado por un farallón, con cada lado entrante, de manera que la punta y su masa de cantos rodados se encontraba aislada, colgada sobre el espacio. Sería harto arduo el sacar al alienígena de las rocas si se refugiaba allí, pero cuando menos podría ser sitiado y no lograría salir. Sin embargo, pensó Enoch, no podía perder tiempo alguno, pues el sol se estaba poniendo y pronto estaría oscuro.
Enoch cortó ligeramente hacia el oeste para contornear la cabeza del pequeño barranco, no perdiendo de vista al alienígena en huida. La criatura seguía sobre el declive y Enoch, observando esto, aumentó su velocidad. Por el momento, tenía atrapado al alienígena. En su huida, había pasado el punto sin retorno. Ya no podía dar una vuelta y retirarse de allí. Pronto alcanzaría el borde del farallón, y allí no podría hacer otra cosa sino cobijarse en el grupo de cantos rodados.